LA TOMA DE CORIA
AL final de la primavera llegó a Ciudad Rodrigo la noticia de la sublevación de algunos pueblos de Extremadura que habían desarmado la Milicia Nacional y proclamado el rey absoluto.
La primera ciudad importante que se rebeló en la región fue Coria; a esta, al parecer, debía seguir Plasencia, y después la Vera y la Serranía de Gata. El levantamiento de aquella comarca podía cortar la comunicación de las tropas del Empecinado con el ejército de Extremadura y dejar en el aislamiento a Ciudad Rodrigo, que a la larga hubiese tenido que rendirse.
El Empecinado y Aviraneta decidieron marchar a Extremadura a sofocar el incendio; y dejando la guarnición casi íntegra en la ciudad salamanquina, se formó una columna de caballería de unos seiscientos hombres, la mitad compuesta de jefes y oficiales que habían servido en los cuerpos de guerrilla durante la Independencia, y la otra mitad de lanceros.
Iba la columna dividida en tres escuadrones: uno mandado por el coronel Maricuela; el otro, por el coronel Dámaso Martín, el hermano del Empecinado, y el último, por el comandante don Francisco Cañicero.
Salieron de Ciudad Rodrigo a final de mayo, pasaron por Fuente Guinaldo, que había sido el cuartel general de Wellington en la guerra de la Independencia, y por Moraleja dieron la vista a Coria.
En la mañana del día primero de junio, Aviraneta se acercó con los exploradores a mirar con su anteojo el castillo de Coria, y vio que entre las almenas había gente apostada. Se aproximaron un poco más, y entonces los del castillo les hicieron una descarga cerrada.
Dispuso el Empecinado que un parlamentario con bandera blanca se acercase al pueblo a intimar su rendición; pero al ponerse a tiro comenzaron a gritarle desde arriba: «No te acerques. No te acerques». Algunos dispararon, y el parlamentario se retiró.
En vista de la resistencia, el Empecinado decidió sitiar y atacar la ciudad. Se acampó a media legua de distancia de las murallas y la noche del día primero se hicieron varios reconocimientos.
Cien hombres mandados por Dámaso Martín dieron la vuelta al pueblo, y Aviraneta, con una patrulla de cinco hombres, inspeccionó de noche la muralla y fue de una puerta a otra con un vecino liberal de uno de los barrios de extramuros.
El resultado de las investigaciones de don Eugenio fue que la puerta del Carmen era la más débil, que no tenía hierros, sino una tranca, y que por ella había que hacer el intento de entrar.
Aviraneta explicó estos datos al Empecinado y se dispuso el ataque para el día siguiente.
El Empecinado haría un amago de una manera muy ostentosa, con todas sus tropas, por la puerta de San Francisco; Dámaso Martín alarmaría por el lado del palacio derruido del marqués de Coria, y cuando toda la atención de los realistas se pusiese en aquellos puntos, Aviraneta, con un grupo de hombres, intentaría forzar la puerta del Carmen.
Así se hizo. Antes del amanecer cincuenta soldados, dirigidos por Aviraneta, se establecieron en unas casas próximas a la puerta del Carmen. Eran cinco zapadores, cuarenta fusileros, cuatro tambores y un pito.
Debían esperar allí hasta el anochecer.
En la casa donde entró Aviraneta vivía un hombre muy viejo, un tipo de senador romano. Este viejo, alto, tenía una cara de medalla antigua; las cejas salientes, la nariz corva, la boca severa y estaba ciego. Vestía una chupa de ante amarillo, con bordados, abrochada hasta arriba, casaca negra con faldones y cuello blanco. En la cabeza llevaba apretado un pañuelo y encima un sombrero chambergo. Sobre las calzas gastaba zajones con listas doradas, y zapatos con hebillas y polainas. A pesar de que no hacía frío, se cubría con una gran capa bordada.
Aviraneta estuvo hablando con el viejo y oyéndole contar historias y anécdotas que se remontaban a la primera mitad del siglo XVIII.
Aquel viejo tenía muy buena memoria, y con su semblante severo, su hablar tranquilo, sentado en un sillón antiguo, parecía la voz del pasado.
A media tarde Aviraneta salió de la casa del viejo y se alejó de ella en línea recta, bajando un barranco en dirección contraria a la ciudad; luego tomó por la izquierda, acercándose al campamento del Empecinado, a enterarse de las circunstancias de la lucha.
El Empecinado había comenzado un ataque aparatoso. Mandó incendiar varias casas del barrio de San Francisco y se tiroteó a gran distancia con los realistas. Estos le insultaban furiosamente. El incendio duró largo tiempo, pero no llegó a la puerta de San Francisco, cosa que sabía muy bien don Juan. Al anochecer, el general fraccionó sus fuerzas e hizo que parte se dirigiese a atacar la puerta de la Guía, mientras Dámaso Martín intentaba escalar el cerro por las proximidades del palacio del marqués de Coria. Aviraneta corrió a la casa del viejo a dar sus disposiciones. Era el momento en que tenía que obrar; un centinela desde el tejado anunció que los realistas se corrían hacia el sitio de la muralla, donde comenzaba el nuevo ataque, y que por el lado de acá no había nadie.
Aviraneta se preparó.
Cuatro zapadores avanzarían con él inmediatamente a la puerta del Carmen y comenzarían a serrarla; veinte fusileros pasarían en seguida que esta se abriera, y otros veinte quedarían emboscados en la casa para hacer fuego desde los balcones sobre los realistas que aparecieran en la muralla.
Todo se hizo con rapidez. Aviraneta y los zapadores llegaron a la puerta y en un momento la abrieron. Al ruido aparecieron dos realistas en la muralla, que fueron tiroteados, y se retiraron en seguida.
Abierta la puerta, los cincuenta hombres, precedidos por Aviraneta, pasaron, derribaron una barricada y entraron por una calle del pueblo.
—¡Adelante! —dijo Aviraneta.
Avanzaron todos, en silencio, por la callejuela.
—Tocad el himno de Riego —añadió don Eugenio.
Coria estaba desierta. La pequeña tropa marchaba en medio de la oscuridad al compás de su himno saltarín y bullanguero. Aviraneta caminaba delante, con el sable desenvainado, y los soldados arma al brazo… No sabía dónde estaba la puerta de San Francisco, y comenzaba a temer que los realistas hubiesen cerrado la del Carmen y le hubiesen dejado dentro.
Aviraneta dividió su fuerza, e hizo que cuarenta hombres se dirigiesen al pie del castillo a abrir la puerta, mientras él, con los diez restantes y los tambores y el pito, se dirigía por las calles haciendo que tocaran el himno constantemente.
Poco después se oyeron otros tambores. El Empecinado entraba en Coria.
Los sublevados, desmoralizados, no intentaron defenderse y escaparon, abandonando las armas.