XII

LA ENCERRONA

MIENTRAS Aviraneta y los suyos dormían en la posada de Roa se iba amontonando sobre ellos una gruesa nube próxima a estallar.

El hombre bajito que habían encontrado en el camino montado en un mulo era uno de los realistas más exaltados del pueblo. Hábilmente les había hecho perder tiempo, quedarse en la posada del Trigueros y dejar los caballos en una cuadra lejana.

Este hombre, conocido por el Zocato, porque era zurdo, fue, en seguida de dejar en la posada a los viajeros, a casa del jefe realista de Roa, un tal Abad. Abad llamó a sus partidarios y tuvieron una reunión. Se trataba de prender a los liberales llegados al pueblo y de quitarles los caballos, que servirían para la futura tropa de voluntarios realistas.

La gente estaba contenta con la presa, pero había muchos a quienes no satisfacía el procedimiento de encarcelar a aquellos hombres y preferían algo más violento y decisivo.

Entre estos estaba el Zocato, un lugarteniente de Abad, llamado Gregorio González, apodado el Buche, y un cura joven que se distinguía por su fervor absolutista y su odio a los impíos, a quien llamaban el Capillitas.

El Zocato, el Buche y el Capillitas hablaron a su gente, se encontraron con los de la Hermandad de las Animas y entraron en algunas tabernas a discutir y a esperar el momento.

A medianoche toda la tropa, en número de ochenta o noventa hombres, se acercaron a la posada del Trigueros cantando la Pitita y el Serení. Los jefes colocaron a los suyos en las esquinas, rodeando la casa.

Aviraneta, que estaba en el comienzo del sueño, creyó oír un rumor de gentes; pensó primero que desvariaba, pero al notar el murmullo más claro y distinto, se incorporó en el catre y escuchó.

Se oía claramente, entonado a coro, el estribillo de la canción que llamaban la Pitita:

Pitita, bonita,

con el pío, pío, pon.

¡Viva Fernando

y la Religión!

—Nos querrán dar una cencerrada —pensó Aviraneta, y se levantó a tientas, salió del gabinete y empujando violentamente las maderas, abrió la ventana.

Al mismo tiempo sonaron los estampidos de cuatro o cinco trabucazos, y una lluvia de metralla pasó alrededor de Aviraneta. No le dio ni una bala. Aviraneta despertó a puntapiés a Diamante y a Valladares. El Arranchale había saltado inmediatamente de la cama al oír los estampidos.

Se sintió abajo un rumor de lucha y gritos agudos.

El Arranchale, Aviraneta, y después Diamante y Valladares, bajaron rápidamente por el palo del almiar desde la ventana al corralillo.

—¡Mueran los masones! ¡Mueran los judíos! ¡Mueran los negros! —gritaban desde fuera.

Aviraneta miró desde una rendija de la puerta del corral. Había un grupo de veinte o treinta hombres. Los dirigían dos o tres personas, y entre ellas el Zocato.

Aviraneta dijo en voz baja:

—¡Atención! Prepararse. A correr a la derecha. Al que quiera detenernos hay que matarlo.

Diamante tenía su sable; Valladares, el Arranchale y Aviraneta, los palos con la bayoneta, la navaja y el puñal en la punta.

Aviraneta abrió la puerta del corral, y los cuatro rompieron por en medio de la gente y echaron a correr. Los sitiadores no comprendieron bien qué era aquello; pero al poco rato un grupo de diez o doce salió en persecución de los fugitivos. Era gente joven, sin duda, y más ágil, porque pronto les dio alcance.

Aviraneta gritó:

—¡Media vuelta!

Los cuatro, al mismo tiempo, hicieron frente a los que les perseguían.

Valladares, que era un soldado viejo y manejaba bien la bayoneta, dio un bayonetazo a uno en el muslo, y Aviraneta clavó el puñal en la garganta de otro.

Los perseguidores vieron que sin armas les tocaba las de perder y se retiraron. Era la noche oscura, nadie conocía el camino y no sabían qué hacer.

Meterse por los sembrados era condenarse a no adelantar nada, y seguir por la carretera, exponerse a que con facilidad los cogieran. Decidieron seguir por el camino hasta que aclarara, y luego esconderse.

Antes de amanecer vieron a dos hombres que venían corriendo. Uno de ellos era el Estudiante, que había escapado no sabía cómo, medio desnudo y lleno de heridas; el otro, el Lobo, a quien habían ido a buscar para matarlo a la casa de su amigo.

El Estudiante dijo que a Nación, al Fraile y al Cómico los habían acribillado a navajadas hasta dejarlos como una criba. Después, al Fraile le habían vaciado los ojos y al Cómico le habían mutilado.

Al hacerse de día, los fugitivos se metieron a campo traviesa hasta llegar a un bosquecillo de encinas y carrascas. Era este bosquete el único que había por aquellas tierras, pero ni Aviraneta ni sus compañeros se fijaron en ello.

Se tendieron todos a descansar un momento, y el despertar fue terrible. Tenían delante al Buche, al Capillitas, al Zocato y al Trigueros, con otros ocho hombres más que, montados en sus caballos, los habían perseguido hasta encontrarlos y atarlos.

El Arranchale, sin saber cómo, desapareció. El Estudiante, loco de cansancio y de terror, se echó a los pies del Capillitas pidiendo perdón, pero este no estaba para perdones.

—No, no; os vamos a fusilar a todos.

—¡A todos, a todos! —dijeron los demás.

—Va usted a fusilar a un oficial de Merino —dijo Aviraneta.

—¿Quién es?

—Yo.

—¡Hombre! Pues no me importa nada, monín —dijo el Capillitas—. Te contestaré con la divisa de Roa: «Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can». Haber salido con don Jerónimo, amiguito, no sólo antes, sino ahora que defiende la religión.

A pesar del momento, que no era para sentir pinchazos de amor propio, Aviraneta experimentó una cólera profunda al oírse llamar amiguito y monín.

—Este es el jefe —dijo el Trigueros mostrando a don Eugenio—, el amigo del Empecinado.

—Lo tendremos en cuenta —exclamó el Capillitas—. Conque, señores, como dentro de poco van ustedes a estar en la eternidad, voy a confesarles a ustedes. Tú, teniente de Merino.

—Yo no quiero confesarme con un hijo de perra como tú —dijo Aviraneta—. ¿Confesarme tú? Lo más que te permitiría sería limpiarme las botas.

Dos hombres del Buche se acercaron a Aviraneta.

—Dejadle, dejadle —dijo el cura—; le calentaremos los pies para que se amanse. ¿Y usted? —preguntó el cura a Diamante.

—Yo te desprecio, miserable. ¿Es que crees que me vas a asustar a mí? A mí con amenazas.

—Otro candidato al fuego —repuso el cura.

El Lobo no dijo nada. El Estudiante y Valladares asintieron a la confesión, y el primero se aproximó al cura, llorando.

El Capillitas se alejó de los demás con el Estudiante y dio a su fisonomía un aire de hipócrita unción.

Era el cura un tipo bajito, con unos ojos grandes negros, unos movimientos vivos y una barba muy azul del afeitado. Mientras estaba serio tenía aire de persona, pero cuando se reía se desenmascaraba y parecía una estúpida bestia.

Mientras el Capillitas confesaba, el Buche contemplaba la escena apoyado en el sable con una gran jactancia. El tal tipo tenía una cara abultada y torpe, los ojos pequeños y la expresión de orgullo.

Al terminar la confesión el Estudiante, le sustituyó Valladares. El Estudiante quedó paralizado de terror.

En esto, con una rapidez inaudita, se presentaron varios soldados constitucionales, que rodearon el bosquecillo donde estaban todos.

El Buche y sus hombres montaron a caballo con rapidez y huyeron. El Zocato, el Capillitas y el Trigueros fueron a hacer lo mismo; pero Diamante, el Lobo y Aviraneta, a pesar de estar atados por las muñecas, se echaron sobre los estribos de los caballos, e interponiéndose y mordiendo, sufriendo los golpes y patadas de los realistas, no les dejaron montar.

El Arranchale había resuelto la situación. Al escapar había encontrado a un campesino que le había dicho que cerca había tropas y las había buscado y las había traído.

Era una media compañía con un capitán. Soltaron a Aviraneta y a sus amigos y ataron al cura, al Zocato y al Trigueros.

Aviraneta contó al oficial lo ocurrido y este decidió fusilar a los tres facciosos. Al oír su sentencia, el cura se acobardó y empezó a sollozar y a pedir a Aviraneta que intercediera por él. Aviraneta volvió la espalda con desdén y miró a otro lado.

—¿Quiere usted ahora que yo le confiese, padre? —le comenzó a preguntar el Estudiante con sorna.

El cura gritaba, se tiraba al suelo llorando; el Zocato pedía perdón, y el Trigueros protestaba. El oficial les dijo que se dejaran atar porque iba a llevarlos prisioneros.

Se dejaron atar casi satisfechos, y cuando estaban atados, los hizo ponerse a los tres junto a un árbol y mandó fusilarlos.

Luego, entre el Estudiante y unos soldados cogieron los cadáveres del Zocato, del Trigueros y del Capillitas y los colgaron por el cuello, con gran simetría, de las ramas de una encina.

—Este amor por lo decorativo nos pierde —exclamó Aviraneta con humor.

—No cabe duda —dijo el Arranchale a Aviraneta en vascuence, con mucha seriedad y como quien hace un descubrimiento— que les gustará a ustedes más ver desde aquí a esos hombres colgados, que no que ellos les hubieran visto a ustedes en esa posición incómoda.

Aviraneta dio una palmada cariñosa en el hombro al Arranchale, y celebró la frase riendo.

El oficial de la tropa que los había salvado permitió a Diamante, a Aviraneta y al Lobo que tomaran los caballos del Trigueros, del Zocato y del Capillitas y se fueran con ellos.

El Arranchale se volvió a su país y Valladares y el Estudiante se incorporaron a la media compañía, mandada por el capitán.

Aviraneta, el Lobo y Diamante llegaron a Valladolid, y se encontraron la población con muy pocas tropas liberales. Al día siguiente pudieron unirse al Empecinado.

El día 25 de abril, con la división del ejército de la derecha, había entrado el cura Merino en Palencia con cinco mil hombres y derribado la lápida de la Constitución. El general Morillo, conde de Cartagena, de miedo al copo, se retiró a Galicia, y el Empecinado, viéndose sin posibilidad de defenderse, evacuó también la ciudad y marchó hacia Salamanca y luego a la plaza de Ciudad Rodrigo.