XI

EL ESPÍA DE ROA

HASTA las doce de la mañana Aviraneta y Diamante no estuvieron preparados para salir. A Diamante le acompañaban tres milicianos: uno era Valladares; el otro, un exclaustrado voluntario de un convento de Peñaranda, a quien llamaban el Fraile, y que era tipo de mala catadura, y el tercero, un cómico, que por dedicarse a representar entremeses y sainetes de tendencia liberal en los teatrillos de los pueblos y cantar canciones de circunstancias había tenido que alistarse entre los milicianos y huir de todos los lugares donde le conocían.

El Cómico era un viejecillo grotesco, flaco, estrecho, sin dientes, con la nariz en punta, los ojos hundidos, la barba mal afeitada y blanca y anteojos. Era de esos cómicos malos que en todas partes parecen actores menos en el teatro: hablaba como un pedante consumado.

Su compañero el Fraile, más repulsivo, era un hombre grueso y grasiento, con la cara ancha, de blancura mate, tachonada de pústulas; ojos negros y unas barbas negrísimas, que parecían de alambre, con algunos hilos de plata. Este hombre, pesado y adiposo, tenía a veces movimientos de mujer, y una mano blanca y sin huesos.

Su conversación, mezcla de frases frailunas y de lugares comunes del liberalismo de la época, era de lo más desagradable que pudiera imaginarse.

Con los cuatro que llegaron con Diamante se reunieron nueve hombres a caballo. Diamante y el Lobo llevaban sable; los demás no tenían armas. Pasaron por Villalba, y luego, cruzando el monte de la Ventosilla, tomaron todos el camino de Valladolid. Aviraneta pensaba que les sería posible hacer las diecisiete o dieciocho leguas que hay de Aranda a Valladolid en dos jornadas; pero no contaba con lo imprevisto, y lo imprevisto fue que a tres de los caballos sacados de Aranda se les cayeron las herraduras y comenzaron a marchar al paso, cojeando.

A media tarde, un poco antes de llegar cerca de Roa, se les acercó un aldeano montado en un macho.

—¿Por aquí no podríamos herrar estos caballos? —le preguntó el Estudiante.

—Sí; ahí mismo, en Roa, que está a un paso.

—¿Hay que entrar en el pueblo? —dijo Aviraneta.

—No; el herrador tiene la fragua en la misma carretera.

Se acercaron a Roa. Se veía el pueblo rodeado de sus viejas murallas, con sus cubos de piedra y sus restos de un castillo.

El aldeano que les acompañaba era un hombre bajito, amable, rasurado, que marchaba en su macho a mujeriegas, al parecer sin ganas de entrar en conversación con los milicianos.

Le preguntaron de nuevo dónde estaba el herrador, y él dijo que les conduciría a su fragua. Efectivamente, los llevó a todos cerca de una de las puertas de la muralla, a un cobertizo ennegrecido por el humo, en cuyo fondo brillaba el fuego y sonaba un martillo. Hubo que esperar largo rato a que terminaran de herrar a un potro bravo. Un mozo con el acial revolvía violentamente el belfo del caballo hasta hacerle sangrar; otro le había echado un lazo en la pezuña y le tenía con el brazuelo doblado. El potro luchaba furioso; pero al último, estremecido y lleno de sudor, tuvo que dejarse poner las herraduras.

Después del potro comenzaron a herrar a los caballos de los milicianos, y cuando concluyeron era ya de noche.

Aviraneta pensaba que lo mejor era seguir; pero el Fraile, Nación y los demás opinaron que, puesto que estaban allí, debían cenar.

El aldeano que les había acompañado, y que hablaba con el herrador sosteniendo su mula del diestro, les dijo que allí cerca estaba la posada del Trigueros, y a pocos pasos una cuadra, donde podían meter los caballos.

Dejaron los caballos y fueron a la posada del Trigueros.

Entraron en la cocina y rodearon el fogón donde ardía la lumbre. Aviraneta, amigo de inspeccionarlo todo, entró por el pasillo y salió a un patio y a un corral.

La posaba del Trigueros era un mesón grande, sucio y a medias derruido. Todo el mundo tenía allí mal aspecto. La dueña parecía un búho con sus ojos redondos y oscuros y la nariz picuda. El patrón era un hombre mal encarado, de mirada torva dirigida siempre al suelo.

Había también una criada, una muchacha morena, con la piel de tonos de cobre. Esta muchacha tenía unos ojos negros brillantes, la boca con una dentadura blanca, fuerte, de animal salvaje, el andar de gitana y un aire entre misterioso y amenazador.

Algunos, y sobre todo el Fraile y el Estudiante, comenzaron a galantearla; pero ella, por malicia o por indiferencia, contestaba a lo que le decían con frases que no venían a cuento.

La rivalidad entre el Fraile y el Estudiante ante la criada hizo que los dos se enzarzaran en frases ofensivas, y que el Estudiante llamara Paternidad varias veces al Fraile, y que este quisiera tirar un plato a la cabeza del Estudiante. Aviraneta intentó cortar la disputa, pero no le reconocieron autoridad. Se cenó en la cocina, y la cena fue tan larga que se resolvió jugar una partida al monte y quedarse allí a dormir.

El patrón de la posada, el Trigueros, se acercó varias veces a la mesa donde jugaban los milicianos, mirando al suelo, y anduvo rondando junto a ella.

Aviraneta, dirigiéndose a él, le preguntó:

—Oiga usted, patrón. ¿Hay aquí tropa?

—¿Aquí tropa? A veces. Es que son ustedes milicianos.

—¿Milicianos? ¿Por qué lo ha supuesto usted?

—Qué sé yo.

—¿Es usted el alcalde del pueblo? —le preguntó a su vez Aviraneta.

—Decía si eran ustedes milicianos.

—Yo decía si era usted el alcalde o el juez.

El Trigueros comprendió que no le querían contestar, y replicó con cierta sorna amenazadora:

—Aquí se asegura que son ustedes amigos del Empecinado.

—¿Dónde es aquí?

—En el pueblo.

—¿Es que aquí le tienen mucho cariño al Empecinado?

—¿Aquí? Ninguno.

—¿Les gustará más Merino?

—Claro.

—Como cura. Es natural.

—Qué, ¿ustedes no son partidarios de los curas, verdad?

—¿Por qué no?

—¡Como dicen que son ustedes milicianos!

—¡Bah! ¡Tantas cosas se dicen!

El Trigueros, viendo que no sacaba gran partido con sus preguntas, escupiendo por el colmillo, se fue de allá.

Don Eugenio salió a la puerta del mesón. No tenía gran simpatía por Roa; sabía que aquel pueblo era muy absolutista, pero en esto no se diferenciaba de los demás. Años más tarde, cuando el capitán Abad y el corregidor Fuentenebro llevaron al patíbulo al Empecinado, Roa tomó una fama siniestra entre los liberales.

Después de jugar, los milicianos quedaron en la cocina, alrededor del fuego, bebiendo y hablando. El Estudiante y el Fraile siguieron batiéndose a sarcasmos ante la criada agitanada.

El Lobo tenía un amigo en el pueblo, a quien pensaba visitar.

Aviraneta quiso acompañarle. Salieron de la posada y se metieron en Roa. Pasaron por una de las puertas de la muralla, que tenía una imagen iluminada con dos farolillos, y por una callejuela llegaron a la plaza; luego, de aquí marcharon hasta una encrucijada, donde vivía el amigo del Lobo.

Aviraneta se despidió del Lobo y volvió a la plaza Mayor.

La noche estaba oscura. Iba marchando con gran precaución, cuando de pronto vio un grupo de sayones, con hopalandas negras; empuñando alabardas marchaban a la luz de unos faroles, y se pusieron a cantar.

Aviraneta esquivó el encuentro metiéndose en el hueco de una puerta. Aquellos sayones de las hopalandas negras, los Hermanos de las Ánimas, no eran para tranquilizar a nadie.

Aviraneta tomó por un callejón pedregoso.

Al marchar por él, en la oscuridad, vio un grupo de hombres en el fondo de una taberna, que estaban hablando y discutiendo a voces. Aviraneta se paró a ver si oía algo; pero no llegaron hasta él más que fragmentos de frases sin ilación.

Luego siguió adelante, por calles y callejones, hasta salir a la posada. La idea de un vago peligro le iba sobrecogiendo. Pensó en aconsejar a los compañeros el marcharse de allí; pero no les vio.

En el pasillo de la posada del Trigueros encontró al aldeano del macho hablando con el patrón. Tanta vigilancia aumentó sus sospechas.

Preguntó a la patrona dónde tenía que ir a dormir, y ella le dijo que arriba.

Había en el piso bajo dos cuartos grandes, cada uno con dos camas, y el Fraile, el Cómico, el Estudiante y Nación se apoderaron de ellas por medio de una propina que dieron a la criada.

En el piso alto quedaba un gabinete pequeño con una alcoba; el gabinete tenía un canapé y la alcoba dos catres estrechos de tijera.

Se habían sacado los colchones de los catres; los habían tendido en el suelo en el gabinete, y estaban echados en ellos el viejo Valladares y Diamante. El Arranchale y Aviraneta disponían de la alcoba y del lienzo de los catres.

El Arranchale roncaba al entrar don Eugenio; Aviraneta quedó sentado en el camastro, en la oscuridad. Su natural prudencia de zorro se alarmaba.

Un pueblo tan hostil a los liberales, sin guarnición, con aquellas gentes misteriosas que iban y venían, ¿no haría algo contra ellos? Realmente era una torpeza el que todos se entregaran al sueño sin poner un centinela. Él no tenía autoridad para despertar a la gente y dar órdenes. Aviraneta encendió con una pajuela un cabo de cera y comenzó a inspeccionar el cuarto. Salió al gabinete. La puerta cerraba mal. Volvió a la alcoba y abrió una ventana. Daba a un patio o corralillo.

Con la corriente de aire, el Arranchale se despertó.

—¿Qué hay? —dijo en vascuence.

Aviraneta le explicó sus sospechas y le indicó que le parecía conveniente ver si aquel patio tenía salida a la carretera. El Arranchale no se hizo rogar: se descolgó por la ventana y bajó.

El corral tenía una puerta a la carretera. El Arranchale cogió del suelo un palo liso, largo, de cinco o seis metros, de esos que suelen servir de ánima para hacer los almiares, y lo acercó a la ventana.

—Sosténgalo usted —le dijo a Aviraneta.

Aviraneta lo sostuvo, y el Arranchale subió por el palo y ató la punta de este con una cuerda de esparto en los goznes de la ventana. Hecha la maniobra, el Arranchale entró en el cuarto con tres garrotes que había cogido en el corral, y los dejó en un rincón; luego se tendió en el catre y se quedó dormido.

Aviraneta no tenía sueño. Seguía intrigado, pensando en los sayones de la noche de Roa, en la supuesta hostilidad del pueblo, en la amabilidad de aquel aldeano, en lo largo que había sido el herraje de los caballos, en los preparativos de la cena y en el mal aspecto del Trigueros.

Si se hubiera encontrado solo con el Arranchale y con Diamante, en aquel mismo momento se habría marchado.

Estuvo por despertarlos; pero temía que le acusasen de asustadizo y de suspicaz.

Aviraneta, preocupado con esto y deseando tener armas, cortó unas tiras del pañuelo y se dedicó a atar con gran perfección el puñal suyo y la navaja y la bayoneta de Valladares al extremo de los palos traídos por el Arranchale del patio. Cerca ya de medianoche, convencido de que no pasaba nada, apagó la vela y se tendió a dormir en el catre.