DE NÁJERA A ARANDA
NO conocía el Estudiante muy bien el camino, ni Aviraneta tampoco, y en vez de marchar en línea recta a Salas, aparecieron a media mañana en Nájera.
Entraron Aviraneta y el Estudiante en el pueblo, y un linternero chato, de ojos negros y brillantes, pequeño, aceitunado, que trabajaba en una tiendecilla oscura de la calle Mayor, con quien entablaron conversación, les dio todos los informes que le pidieron. Les tomaron a los cinco por una avanzada del ejército de la Fe, y les trataron bien. Comieron en un cuarto de una posada, bajo de techo, con baldosas rojas y un balcón que daba a un pedregal, cruzado por el río Najerilla, y después de comer se encaminaron hacia Santo Domingo de la Calzada.
A media tarde se detuvieron a descansar en la plaza de Alesanco. Una nube de chiquillos apareció al ver los caballos. Vino el alguacil a preguntarle qué pensaban hacer allí, y Aviraneta le dijo que se iban a marchar en seguida.
Un maestro de escuela, viejo, medio ciego, el único liberal del pueblo, salió al encuentro de los forasteros.
Se sentaron Aviraneta y él en un tronco de árbol que había al borde de los arcos de la casa del Ayuntamiento. El maestro tenía un gran entusiasmo por la libertad, y le temblaban las manos al hablar del liberalismo. Quiso traer a Aviraneta un mapa de la provincia, y se fue a buscarlo. Aviraneta quedó solo. Enfrente veía un caserón grande y unas casuchas de adobes, en cuyos tejados nacían verdaderos prados verdes. Vino el maestro con su mapa, se lo dio a don Eugenio, y este y la compañía salieron del pueblo.
El viento era fuerte y frío. Después de beber un trago en un ventorro, se lanzaron en dirección de Santo Domingo de la Calzada, adonde llegaron de noche; durmieron en un parador de las afueras.
Al día siguiente, con un hermoso sol, dejaron Santo Domingo. Durante mucho tiempo estuvieron viendo una gran torre, alta y amarilla, hasta que en la revuelta del camino la perdieron de vista.
Al mediodía llegaron a Ezcaray, pueblo bastante grande, con una hermosa plaza, y siguieron camino de Salas.
Tardaron muchas horas en llegar a Salas; aquí tenía el Lobo un mesón amigo donde hospedarse, y pudieron descansar.
Poco después de salir de Salas les sorprendió un temporal de lluvia y viento que duró varios días. El campo estaba cubierto de brezos que empezaban a florecer. Cruzaron por Acinas, aldehuela que tiene cerca una peña con restos de castillo, y llegaron a Huerta del Rey. Decidieron guarecerse en el pinar, en una tenada de pastores, porque Aviraneta no tenía gran confianza en la gente de aquel pueblo.
Entre el Arranchale y Nación robaron un cordero, lo mataron y lo asaron.
Dejaron al mediodía el pinar de Huerta, y siguieron su marcha.
Enfrente se veía Somosierra nevada. Pasaron por delante de Quintanarraya, y al llegar cerca de Coruña del Conde el cielo comenzó a oscurecerse y a ponerse morado; el viento levantó remolinos de hojas secas y de polvo en el camino, y empezó a granizar con una enorme violencia.
Se guarecieron los cinco en un soportal de una casa del pueblo, y cuando cesó el granizo siguieron adelante.
Pasaron por Peñaranda de Duero, Vadocondes y Fresnillo, y llegaron a Aranda por la noche. El Lobo llevó al Estudiante y a Nación a su antigua casa, y Aviraneta a la suya al Arranchale. Aviraneta se lavó, se mudó de ropa, y salió a la calle.
Habló un momento con el relojero suizo y con el farmacéutico, y marchó después a ver a Diamante.
—Viene usted a tiempo —le dijo este.
—Pues, ¿qué pasa?
—Que iba a marcharme del pueblo. La Milicia Nacional de todo el partido de Aranda está deshecha, y no hay quien la organice. Unos la han abandonado y se han pasado a los realistas; otros se han marchado a sus casas; el Lobo y dos o tres más han ido a reunirse con el Empecinado.
—Sí, ya lo sé. ¿Y Frutos?
—Ese está con los feotas. Ya tienen preparado el batallón de voluntarios realistas, y mandan en el pueblo como si estuvieran en el poder. El teniente de realistas va a ser don Narciso de la Muela; el corregidor, don Manuel del Pozo, y el regidor primero, Frutos.
—¿De manera que aquí no podemos hacer nada?
—Nada, porque nadie nos obedece. Yo he intentado restablecer la disciplina: imposible.
—Entonces, vámonos.
—Cuando usted quiera —dijo Diamante—. ¡Antes si pudiéramos hacer una barrabasada aquí! Podíamos trincar a los jefes realistas y fusilarlos.
—No, no vale la pena —dijo Aviraneta—. Una gota más o menos en el mar no es cosa. Lo que hay que hacer es marcharse rápidamente. ¿No quedan caballos de la Milicia?
—Sí; cuatro o cinco.
—¿Hay armas?
—Ninguna. Todas se las han llevado los realistas.
—Pues avise usted a los milicianos amigos, y mañana, a la mañana, si es posible, saldremos todos para Valladolid.
—Esperaremos. Mandaré el recado de día y sin que nadie se entere. Ahora si los feotas vieran movimiento se alarmarían y quizá nos atacaran.
—Entonces, mañana avíseme usted cuando podamos salir.
—Bueno.
Hablaron Aviraneta y Diamante de los acontecimientos del pueblo y de la proximidad de la invasión francesa, y se separaron.