DON JULIÁN SÁNCHEZ
EL Gobierno español había intentado organizar sus fuerzas, y había puesto todos sus prestigios en el mando de los cuerpos de ejército: Mina, en Cataluña; Ballesteros, en las provincias vascas; O’Donnell, en Castilla la Nueva, Morillo, en Galicia, y Villacampa, en Andalucía.
De estos cinco hombres, de quien se esperaba mucho, O’Donnell, eterno tránsfuga, abandonó la causa constitucional escribiendo una carta a Montijo, en la que se manifestaba enemigo de las Cortes; Ballesteros y Morillo capitularon; Villacampa no hizo nada, y únicamente Mina tuvo en jaque a los franceses y llevó la campaña con brío y con fuerza.
Cierto que tenía el mejor ejército; que sus compañeros eran constitucionales entusiastas, y que todos lucharon hasta el fin, excepto el general Manso, que se pasó al enemigo.
De los caudillos sueltos, Torrijos, Chapalangarra, Jáuregui, Valdés, Campillo y algunos otros fueron también intrépidos campeones de la libertad.
Entre los generales de la Independencia, don Julián Sánchez, el Salamanquino, estaba en Logroño.
Tenía a sus órdenes dos batallones: uno de Infantería de línea y otro de Milicia activa; este era el provincial de Logroño, mandado por don Joaquín Cos-Gayón. Había también un cuerpo de voluntarios, a las órdenes del coronel don Eugenio Arana.
En Logroño, como en casi todas las demás ciudades, los oficiales del ejército regular se sentían desalentados, y únicamente los voluntarios tomaban la defensa de la Constitución con calor.
Arana trabajaba con todo el entusiasmo posible: había pedido fusiles al parque, había formado una compañía Sagrada, había instado al Ayuntamiento a que publicase bandos llamando a los que debían ingresar en la Milicia Nacional, y a que se reforzaran las murallas de Logroño con las losas de la iglesia, suprimida de San Blas.
Aviraneta, con el Lobo, Arranchale y Nación, llegó a Logroño y se presentó en seguida a Arana. Había un cabo de la Milicia Nacional, Pedro Iriarte, que era navarro, y Arana lo puso a las órdenes de Aviraneta.
Iriarte se distinguía por su entusiasmo: era silencioso, trabajador y liberal acérrimo.
Además de la Milicia de Arana, estaba en Logroño un pequeño grupo de guerrilleros, que formaban la partida del Hereje y que procedían de los pueblos de la orilla del Ebro.
La partida del Hereje se distinguía por su radicalismo. El nombre del Hereje tenía su historia. Este jefe había estado de barquero en una barca del Ebro, trasladando gente. Cobraba dos cuartos por cabeza, y un día fue un vendedor de santos con una cesta llena de estos, y pasó la barca.
—¿Cuánto es? —le preguntó al llegar a la otra orilla al barquero.
El Hereje contó todos los santos que llevaba, y dijo:
—A dos cuartos por cabeza, son catorce cabezas: veintiocho cuartos.
El vendedor protestó, y dijo que una cabeza de santo no podía pagar como una de persona, y añadió que no pagaba. El Hereje cogió la cesta con los santos y la tiró al río. Desde entonces, le vino el apodo.
El Hereje era hombre pequeño, moreno, canoso, muy vehemente y atrevido.
Su partida no tenía buena fama, porque entre los que la formaban había gente que experimentaba gran inclinación por los bienes ajenos.
En períodos normales, la partida del Hereje había estado varias veces suprimida por el capitán general; pero en aquel momento era indispensable aprovecharse de todos los recursos de que se pudiera echar mano, y la partida del Hereje tenía libertad de acción.
Aviraneta, Arana y el Hereje intentaron inflamar el espíritu público, y se convocó a una reunión de nacionales, que no tuvo gran resultado. Todo el mundo estaba desalentado, cansado.
Al día siguiente, Aviraneta y Arana fueron a ver al brigadier don Julián Sánchez. Don Julián Sánchez era hombre alto, rubio, de ojos azules. Ya no recordaba el antiguo garrochista, brioso y hercúleo.
A pesar de su fortaleza, era tipo de hombre distinguido, fino, cara melancólica, nariz corva y frente ancha y despejada.
Sánchez dijo que cumpliría las órdenes del general Ballesteros, quien le había mandado que resistiera, y cuando no pudiera más, se retirara hacia Soria.
La frialdad e indiferencia de don Julián le preocuparon a Aviraneta. La mayoría de los militares no sentían con entusiasmo la causa liberal. Don Julián Sánchez no era ya el guerrillero arrebatado y valiente. Ya no se podía decir de él, como en una canción popular de la guerra de la Independencia:
«Cuando don Julián Sánchez monta a caballo,
se dicen los franceses:
Ya viene el diablo.»
Don Julián no tenía por entonces ningún aire de diablo: más parecía un buen burócrata, apagado y tranquilo.
Aviraneta y Arana se despidieron del brigadier, y pensaron en las providencias que se podían tomar.
Aviraneta era partidario de hacer saltar el puente de Logroño; pero Arana creía que quizá la parte reaccionaria del pueblo se exasperaría y les atacaría. Además, no había pólvora sobrante para hacer esto.
El puente tenía dos puertas, y se dispuso defenderlas con barricadas. Se hicieron dos parapetos, mal cimentados y sin gran resistencia, que se fortificaron con cuerdas y alambres.
Todo el mundo tenía la impresión del fracaso y de que el enemigo entraría en la ciudad.
Algunos ilusos esperaban; dos mil hombres podían hacer algo.
Cierto que escaseaban las municiones, pero aprovechadas bien había posibilidad de detener a los franceses muchos días.
Al saberse la aproximación del enemigo, don Julián Sánchez comenzó a preparar, con los pocos medios de que disponía, la defensa de Logroño.
Envió a la fuerza que mandaba Cos-Gayón a que tomara posiciones cerca del Ebro, se apoderara de las barcas e impidiera el paso de los franceses por los vados.
El brigadier quedó para defender el interior de la ciudad con el batallón de Infantería de línea y los milicianos.
El día 17, las tropas del mariscal de campo conde de Vittré, de la división del vizconde de Obert, se presentaron en los alrededores de la ciudad.
El día 18, por la mañana, el conde de Vittré envió un parlamentario a Sánchez, quien no lo quiso recibir.
Poco después, el primer batallón francés de ligeros del 20 de línea tomó posiciones y empezó a tirotearse con los españoles.
Estos contestaron al fuego con ardor, y contuvieron a los franceses durante toda la mañana y parte de la tarde.
Comenzaban los voluntarios y milicianos a entusiasmarse con la defensa cuando se supo, con asombro, que el batallón de Milicia activa provincial de Logroño, mandado por Cos-Gayón y enviado por Sánchez a las orillas del Ebro, alejándose de la capital y dejándola abierta por varios puntos, se retiraba a Fuenmayor con ochocientos hombres y noventa jinetes.
La voz de traición corrió entre la tropa, y el desaliento cundió rápidamente por las filas constitucionales.
En esto, a media tarde, otra compañía francesa de ligeros del 21 de línea intervino en el ataque. Destacaron los franceses dos piezas de artillería, que rompieron el fuego contra la primera puerta del puente, destrozándola, y al poco rato un pelotón de zapadores, acercándose, la hundía a martillazos y destruía la trinchera. Sostúvose un momento desde la plaza el fuego, pero cesó de nuevo; y entonces un cornetilla francés, subido a los hombros de un tambor mayor, escaló la segunda puerta y la abrió.
Pronto los cazadores ligeros despejaron el puente; los constitucionales españoles comenzaron a retirarse hacia la parte alta del pueblo, cuando el general Vittré mandó al primer escuadrón de la Dordogne diera una carga contra los españoles.
Sánchez, rodeándose de sus tropas, había formado el cuadro para resistir el primer ataque de los de la Dordogne, y lo resistió bravamente. Como los franceses tenían una superioridad de fuerzas enorme, el general mandó al coronel Müller, de los húsares del Bajo Rhin, que atacara por segunda vez. La caballería cargó con furia cuesta arriba; las tropas de Sánchez se desordenaron, y el propio don Julián cayó herido de una lanzada en el costado y fue hecho prisionero.
Aviraneta estuvo a punto de ser derribado y fue alcanzado por una lanza, que le rompió el pantalón y le hizo un rasponazo en la pierna.
—Al camino de Soria —gritó el Hereje a Aviraneta.
Aviraneta, el Lobo, algunos otros milicianos y los de la partida del Hereje se defendieron en las esquinas de la calle del Mercado, disparando contra los franceses; al coronel Arana se le distinguía, por su pelo blanco, entre sus milicianos, gritando y accionando, rojo de ira. Aviraneta y los del Hereje tuvieron que escapar subiendo a la parte alta del pueblo. Aviraneta vio a Arranchale y a Nación montados a caballo, dispuestos a huir. Aviraneta y el Lobo se acercaron a ellos, montaron en sus mismos caballos y tomaron la carretera de Islallana.
A la media hora de salir de Logroño se encontraron con varios milicianos y media docena de hombres de la partida del Hereje.
Aviraneta quería reunirse con las fuerzas constitucionales; pero, al preguntar en el camino si habían pasado por allí soldados, le dijeron que no.
Según unos, el grupo de los liberales había tomado en su retirada hacia Rivaflecha. Otros creían que se había dirigido a Soria, por los montes.
Se hizo de noche. Aviraneta decidió detenerse en un sitio de fácil defensa y aprovisionamiento, y esperar allí al Hereje.
Se formó una patrulla, compuesta de veinte hombres, y en el camino quedó reducida a doce. A la luz de la luna pasaron Islallana y entraron en esa zona teatral y decorativa de la Sierra de Cameros.
Al pie de estos montes, desnudos y pelados, corría un río claro y espumoso.
Antes de Torrecilla de Cameros se detuvieron; mandaron a uno por provisiones al pueblo, y Aviraneta dispuso ocupar unas rocas que, como trincheras naturales, dominaban el camino.
Se pasó la noche allí, y a la mañana siguiente Aviraneta se encontró con que, de los doce hombres del piquete, más de la mitad habían desaparecido. El coronel Arana no llegaba, y en vista de esto Aviraneta dijo que cada cual hiciera lo que le pareciese mejor. Aviraneta y el Lobo compraron, por diez duros cada uno, dos caballos que llevaban los milicianos fugitivos y que querían deshacerse de ellos.
Al día siguiente se supo que las fuerzas constitucionales huían a la desbandada.
Cos-Gayón dijo años más tarde que se había retirado a Fuenmayor con el batallón de Milicia activa siguiendo las órdenes del general Ballesteros y que había sido atacado por los franceses, que le dispersaron sus fuerzas.
Sin embargo, todo el mundo creyó que había obrado de acuerdo con los realistas, pues luego de la supuesta derrota, Cos-Gayón se retiró hacia Pedro Manrique; volvió a Logroño, y unas semanas más tarde el Gobierno absolutista le nombraba gobernador de Vitoria.