HUYENDO
AVIRANETA y el Lobo, con los dos hombres de las barcas, Arranchale y Nación, tomaron el camino de San Sebastián. La noche estaba oscura, no se veía una luz en todo el campo.
Al llegar al alto de Gainchurizqueta se desviaron del camino, se metieron en una borda y se echaron a dormir sobre la hierba seca. Aviraneta estaba rendido del ajetreo de los días anteriores.
Al amanecer se despertó el Lobo, llamó a los compañeros y salieron de la borda.
La mañana estaba radiante, el cielo muy azul y los campos muy verdes.
Durante la marcha fueron hablando los cuatro. El francés, Nación, era un hombre fuerte, membrudo, sombrío, de tipo brutal. Era del Norte, vestía un traje azul, de tela basta. Tenía los brazos tatuados y un anillo en la oreja; fumaba en una pipa corta y negra, en la que hundía el dedo pulgar. Nación consideraba España y el Mediodía de Francia como países salvajes.
Aviraneta le hizo algunas preguntas que no quiso contestar. Habló únicamente de los sitios de Europa que había recorrido, que al parecer eran muchos, y se dejó decir que había estado en los pontones. Aviraneta supuso que era algún forzado escapado de presidio.
El Arranchale, por el contrario de Nación, no conocía más que su país, y no sabía hablar más que vascuence. El Arranchale no entendía de política ni sabía lo que querían los liberales ni los realistas; para él, unos y otros peleaban por fantasía. El Arranchale, unos años antes, había dejado de ser marinero y se había hecho labrador; pero su mala suerte le indujo a tomar en arriendo un caserío de Oyarzun, en donde los blancos y los negros siempre tenían que parar a reñir y a llevarse después lo que hubiera.
Entonces el Arranchale había dejado su mujer y dos hijos en casa de la suegra, y andaba de un lado a otro trabajando en Francia o España, siempre en el país vasco, a pocas leguas de su casa.
El Arranchale no se atrevía a alejarse mucho, porque a una pequeña distancia de su pueblo ya se sentía extranjero.
Era el Arranchale fuerte, membrudo, sonriente y ágil como un mono. Charlando, pasaron por delante de la bahía de Pasajes, que brillaba como un lago al sol, y se acercaron a San Sebastián.
La ciudad en su promontorio, arrimada al Castillo, formaba una pequeña península, unida a tierra por arenales, pero en aquel momento de marea alta, estos se hallaban cubiertos de agua, y el pueblo, apoyado en el monte, parecía una isla fortificada, con sus murallas, sus baluartes y sus cubos.
Pasaron Aviraneta y sus compañeros un puente de barcas, se acercaron a la puerta de Tierra y entraron en la plaza.
Aviraneta fue a ver al gobernador militar. El gobernador y el Ayuntamiento tomaban en aquel momento las más enérgicas medidas: mandaban prender a varios frailes y curas y a otras personas sospechosas desafectas a la Constitución, entre ellas al escribano don Sebastián Ignacio de Alzate, tío de Aviraneta.
Siete presbíteros de los presos aquel día fueron después fusilados y arrojados desde las rocas del Castillo de la Mota al mar.
Aviraneta explicó al gobernador militar lo ocurrido en Behovia y el paso de los soldados de la Fe, con el Trapense a la cabeza.
—No conocía estos detalles —dijo el brigadier Peña—; el fracaso de la empresa de los Hombres libres lo sabía, porque lo han contado ellos mismos.
—¿Han quedado aquí los carbonarios? —preguntó Aviraneta.
—Hace un momento han embarcado. Van la mayoría a La Coruña, a ponerse a las órdenes de sir Roberto Wilson.
—¿Y usted cómo está aquí, general? La plaza ¿se encuentra en buenas condiciones?
—No del todo —contestó el brigadier—. Es una lástima que le quitaran a Torrijos el mando de las provincias vascas.
—¿Lo llevaba bien?
—Muy bien. Se hubiera podido resistir mucho mejor. Torrijos había comenzado los trabajos de aprovisionar y de defender San Sebastián y Pamplona con método. Al mismo tiempo se había puesto al habla con los republicanos y liberales franceses para poner obstáculos a la entrada del ejército de Angulema. Cuando la amenaza de la invasión era ya inminente, Torrijos consultó con los generales, y todos opinaron que lo más prudente era retirar las tropas al interior, dejando guarnecidas las plazas. Todos opinaron así menos él y yo. Torrijos, que consideraba este plan descabellado, envió al Gobierno una exposición, manifestando los graves inconvenientes que tenía tal proyecto. El Gobierno, en vez de contestarle, le destituyó, nombrándole ministro de la Guerra, y le dio el mando de este distrito al general Ballesteros.
—Que no hace nada.
—¡Nada!
—Siempre lo mismo. No sabemos aprovechar la gente.
—Lo estamos llevando esto muy mal —dijo amargamente el brigadier Peña—; me temo que esta guerra va a ser vergonzosa para nosotros. Vamos a morir en la ignominia. Yo pienso resistir hasta lo último.
—¿El jefe político ha resignado el mando?
—Sí. Albistur, con el jefe político de Álava y el de Vizcaya, se han reunido con sus fuerzas de nacionales en Vitoria. Los milicianos de las tres provincias van a hacer la campaña a las órdenes de don Gaspar de Jáuregui, el Pastor.
—¿Y usted se podrá defender mucho tiempo? —preguntó Aviraneta.
—Sí. Resistiré.
—¿Están bien las murallas?
—Sí. Las veremos si usted quiere.
—Sí, vamos.
Salieron del baluarte de la puerta de Tierra hacia el Castillo, pasando por encima del puerto, dieron la vuelta al monte Urgull y volvieron por el lado de la Zurriola otra vez a la puerta de Tierra. Peña mostró las baterías, el hornabeque, los revellines y baluartes y expuso las probabilidades favorables y adversas que se podían tener con aquellos medios.
Por la tarde volvió Aviraneta a visitar al brigadier Peña, y este le dijo que las tropas de Bourke se acercaban y habían tomado las lomas próximas al convento de San Bartolomé.
—Si tiene usted que marcharse, Aviraneta, puede usted darse prisa.
—Mañana me iré.
—Mañana estaremos bloqueados.
—Pero se podrá salir por mar.
—Sí, eso sí.
—Entonces no importa.
—¿A qué hora piensa usted salir?
—A la madrugada.
—Bueno, yo daré orden de que le abran.
Al día siguiente, Aviraneta, el Lobo, Arranchale y Nación esperaban reunidos delante de la puerta del Mar.
Estaba amaneciendo; la campana de la iglesia tocaba a la primera misa y algunas mujeres y algunos pescadores pasaban por entre la bruma matinal como sombras.
En esto llegó delante de la puerta el capitán de las llaves, examinó a Aviraneta y a sus compañeros y abrió un postigo; salieron todos al muelle; el Arranchale habló con un pescador y poco después los cuatro fugitivos, en una trainera pequeña, con una vela, salieron del puerto, pasaron por entre la isla de Santa Clara y el Castillo y marcharon hacia Orio.
El Arranchale estaba alegre de verse en el mar. Con su agilidad de mono subía y bajaba por el palo de la lancha para arreglar la vela, riéndose.
—Aquí, aquí cerca —dijo el Arranchale a Aviraneta— encontramos una ballena hace unos años.
—¡Una ballena tan cerca!
—Sí. E intentamos cogerla.
—¿Y la cogisteis?
—No.
—¿Y cómo fue?
—Pues pasábamos por aquí cuando la vimos dormida en el agua. Nos acercamos a ella, y yo dije: Atadme de la cintura y me acercaré. Llevábamos un arpón pequeño. Al llegar a la ballena di un salto desde la lancha sobre ella, y con todas mis fuerzas le clavé el arpón. La sacudida que dio fue terrible: yo estuve más de cinco minutos dando vueltas en la espuma, hasta que me llevaron a la lancha, que iba volando arrastrada por la ballena. Cuando me di cuenta de cómo íbamos dije: Cortad la cuerda. Pero no quisieron. Así fuimos yo no sé cuánto tiempo, hasta que la cuerda se rompió, y desapareció la ballena.
Al concluir su narración, el Arranchale se echó a reír. El Lobo, aunque no le entendía, se rio también. Nación refunfuñó diciendo a Aviraneta que aquel salvaje podía hablar un idioma comprensible y no aquella jerga endiablada.
Aviraneta no hizo caso de las murmuraciones del francés, y siguió hablando con el Arranchale, cuya alegría era comunicativa.
Llegaron a Orio, en donde los tomaron por gentes del ejército de la Fe; alquiló Aviraneta un coche, con un caballo, y tomando primero la carretera de la costa hasta Zarauz, y luego abandonándola por Cestona, Azpeitia y Elgoibar, llegaron de noche a Vergara.
Se encontraron en las proximidades de esa villa a trescientos hombres, mandados por Mac Crohon, que habían salido de Bilbao custodiando un convoy que debían conducir a San Sebastián. Al saber por Aviraneta que los franceses estaban en España, Mac Crohon decidió retirarse y marchar en busca de don Gaspar de Jáuregui.
En Vergara, como en todos aquellos pueblos, los absolutistas estaban entusiasmados con la entrada de los franceses: decían que se iba a restaurar la pureza de la fe y la unidad de la patria, y pensaban pedir el restablecimiento de la Inquisición.
En la región vascongada pululaban las partidas realistas: Quesada, O’Donnell, Zabala, Altalarrea, alias Francho Berri; Juan Villanueva (Juanito el de la Rochapea), Fernández (el Pastor), Castor Andechaga y el cura Gorostidi maniobraban en Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra.
Jáuregui, Oráa, López Campillo y Chapalangarra luchaban contra ellos.
El 9 de abril, don Vicente Quesada, desde su cuartel general de Zumárraga, anunciaba la entrada en España de las tropas de Angulema.
Al día siguiente de llegar a Vergara, Aviraneta y sus satélites aparejaban el cochecito y salían en dirección de Vitoria.
Llegaron a esta ciudad, y Aviraneta se presentó en el Gobierno civil. No estaba el jefe político, Núñez de Arenas, y Aviraneta habló con un partidario liberal llamado Mantilla, venido de Murcia, a quien las tropas del Trapense fusilaron en julio de 1823.
Mantilla quitó toda esperanza a Aviraneta de que Vitoria pudiera defenderse. Se entregaría al momento. En los pueblos, la Milicia Nacional no quería que se hiciera la recluta; así que no había esperanza alguna de tener hombres con qué resistir.
Aviraneta salió de Vitoria, se detuvo en Miranda y en Haro, y el día 15 de abril estaba en Logroño.