V

EN EL CAMINO

EL joven Beunza dirigía muy bien; el caballo tenía mucha sangre y el tílburi marchaba a la carrera. El día estaba hermoso; el sol brillaba en los campos.

Beunza saludaba a derecha e izquierda a las muchachas, que salían a las ventanas y reían, y las echaba besos.

—¿Sabe usted que ayer hubo jaleo en el teatro de Bayona? —dijo de pronto Pedro.

—No. ¿Qué pasó? —preguntó Aviraneta.

—Pues nada: una manifestación de hostilidad entre los liberales y el ejército.

—Cuenta eso.

—Ayer, por la noche, se representaba una comedia bastante sosa, llamada El interior de mi estudio, en que se habla de la paz conyugal; y cuando se oía esta palabra paz, nosotros aplaudíamos. Entonces un ayudante del general Autichamp, que estaba en un palco, se levantó y gritó: A la porte la canaille! Nosotros contestamos, gritando: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Mueran los chuanes!

—Los militares se echarían sobre vosotros.

—Sí; dos oficiales franceses vinieron a pedirnos explicaciones a Cadet y a mí; yo le dije al mío que era una vergüenza que fueran a matar la libertad en España. Estábamos discutiendo en tono cada vez más agrio, cuando se presentó un señor gordo con pretensiones de elegante: gran levitón a la inglesa y sombrero de copa. Este señor debía de tener algún ascediente sobre los militares, porque los calmó y los hizo marcharse de allí.

»¿Usted es francés? —me preguntó luego, con un acento muy cómico.

»No, soy español.

»¡Ah, es usted español!

»Sí.

»¿Castellano?

»No, navarro.

»¿Realista?

»Republicano.

El gordo se echó a reír y encendió una gran pipa de ámbar que llevaba.

»¿De manera que es usted republicano?

»Sí, señor.

»Yo soy realista.

»Peor para usted.

»Sin embargo, comprendo que cada cual tiene que tener sus ideas.

»Yo no lo comprendo —le dije.

»Es posible que haya usted oído hablar de mí —añadió el gordo, amablemente.

»Creo que no.

»Yo soy el general Longa. Francisco Longa, el guerrillero.

»Como yo sé que Longa es, además de muy valiente, muy buena persona, le traté con respeto y nos hemos hecho amigos.

El joven Beunza se consideraba a sí mismo como hombre a quien preocupaba únicamente la política, pero se le veía que se le iban los ojos tras de las muchachas que pasaban.

En el cochecito cruzaron, de prisa, por Bidart, San Juan de Luz y Urruña, y al llegar a Hendaya se encontraron con que estaban allí acantonadas fuerzas de artillería, infantería y caballería francesas preparándose para atravesar la frontera.

Aviraneta, Cadet y Beunza pasaron el Bidasoa en una barca, y en Behovia don Eugenio se encontró con el correo enviado por Albistur, el jefe político de Guipúzcoa.

Aviraneta se sentó a la puerta de un caserío y escribió un oficio al ministro y otro al gobernador de San Sebastián.

Poco después el correo salía al galope. Aviraneta iba a buscar un sitio donde acostarse, cuando se encontró con el Lobo.

—¿Qué hay? —le dijo—. ¿Está usted aquí?

—Sí, aquí estamos con los carbonarios franceses e italianos. Yo he venido con ellos de San Sebastián.

—¿Cuántos hay?

—Ciento y tantos.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Mal negocio.

—¿Sabe usted que el jefe le conoce a usted?

—¿A mí?

—Sí.

—¿Quién es?

—Ha preguntado por usted. Si quiere usted verle…

—Sí; vamos.

El Lobo, Beunza, Cadet y Aviraneta marcharon hacia la cabeza del puente de Behovia, roto por entonces.

Había por allí varios grupos de paisanos y de militares con uniformes del tiempo de Bonaparte.

Los paisanos llevaban el traje clásico del liberal de la época: levitón largo y entallado, cerrado hasta la barba, sombrero blando y bastón de junco, con alma de plomo, sostenido en la muñeca con una cinta de cuero.

El Lobo, Beunza, Cadet y Aviraneta cruzaron entre el grupo, y el Lobo, señalando a uno de los militares, dijo:

—Ese es el jefe.

Aviraneta reconoció los ojos brillantes y la cara redonda, alegre y decidida del barón de Fabvier.

Aviraneta hizo un gesto de sorpresa y estrechó con efusión la mano del francés.

—Usted siempre en la hora del peligro —dijo Fabvier.

Al lado de este se hallaban el coronel Caron y un hombre de unos cincuenta años, de tipo germánico, tostado por el sol, que resultó ser el general Lallemand.

El barón explicó a Aviraneta su proyecto.

Pensaba invitar, desde la orilla española del Bidasoa, a los soldados de Angulema a que abandonaran la invasión y a que se acogiesen a la bandera tricolor que enarbolarían ellos. En el caso de que los soldados de Luis XVIII simpatizaran, cruzarían el río en unas cuantas barcas que tenían en la orilla, cerca de Azquen Portu.

—Si le puedo servir en algo, mándeme usted —dijo Aviraneta.

—Tengo un aventurero francés que he encontrado por aquí para dirigir mi pequeña flota, pero no es de confianza, no le conozco; vaya usted y tome la dirección de las barcas. Si la cosa sale bien, yo le llamaré para que se acerque.

—Bueno, voy en seguida.

Aviraneta con sus amigos marchó camino de Irún, y, al llegar a Azquen Portu, se embarcó.