IV

EN EL ESPIONAJE

CON sentimiento dejó Aviraneta San Juan de Luz y se dirigió a Bayona. Tomó un cuartucho alto en la fonda de San Esteban, que fue lo único que pudo encontrar, pues todos los hoteles estaban ocupados, y se dispuso a enterarse de cuanto pasaba.

Su primera gestión fue ir a casa de Juan Bautista Beunza, que vivía en la calle de los Vascos, y encargarle que le tuviera constantemente preparado un tílburi para salir en cualquier momento y a toda prisa para España.

Hecha esta diligencia, se dedicó a husmear por el pueblo. El ejército francés de ocupación estaba distribuido por las plazas del Mediodía de Francia. El duque de Angulema iba a ponerse al frente de cinco cuerpos de ejército. El primero se hallaba a las órdenes del mariscal duque de Reggio, con los tenientes generales conde de Autichamp, Bourke, vizconde de Obert y Castex. Este era el destinado a marchar sobre Madrid. Los otros los mandarían el general Molitor, el príncipe de Hohenlohe, el mariscal Moncey y el general Bordesoulle.

El general Guilleminot, hombre sagaz y de talento, distinguido como militar y como político, había sido nombrado mayor general.

Además del gran número de jefes y oficiales franceses reunidos en Bayona, estaba toda la flor y nata del absolutismo español, excepto los pocos que quedaban fieles a la Regencia de Urgel. Eguía, Erro, Quesada, Longa, José O’Donnell, el Trapense, Josefina Comerford, Urbiztondo, Corpas y otros muchos andaban por allí reunidos con sus partidarios, preparándose e intrigando.

El ejército francés, paralizado en la frontera, y la nube de cortesanos realistas hacían que Bayona fuera un gran foco de noticias falsas.

Constantemente se decía que el ejército iba a salir, y al mismo tiempo se aseguraba que no podía marchar, porque no tenía víveres ni para los hombres ni para los caballos, y que faltaban almacenes, carros y toda clase de medios de transporte.

Estas últimas noticias, unidas a las diferencias y al odio que se tenían los realistas españoles entre sí, alimentaban las esperanzas de los liberales. Por otro lado, algunos suboficiales y veteranos franceses decían que no querían batirse con generales de sacristía.

Aviraneta fue a casa de Basterreche y a la logia de Bayona, a la librería de Gosse y a la de Lamaignere. Todas las logias del mediodía de Francia se habían movilizado. Quedaba todavía en ellas un rastro republicano, un residuo de la tendencia girondina. En la parte vasca dominaban dos hombres: Garat y Basterreche; en las Landas quedaban algunos amigos de Ducos, y en la parte gascona persitía la influencia del convencional Barère, que vivía por entonces, ya viejo, en Bruselas.

A pesar de su versatilidad, de haber sido girondino, jacobino, bonapartista y hasta haberse ofrecido, según algunos, a los Borbones, Beltrán Barère era muy querido por los gascones, que veían en él un regionalista entusiasta y un enemigo de la centralización y de la supremacía de París sobre las provincias.

Tanto a Garat como a Barère se les consideraba, por su influencia y su grado en la masonería, como acerrimi libertatis et veritatis defensores: acérrimos defensores de la libertad y de la verdad.

Estas logias de los pueblos del mediodía de Francia se cambiaban órdenes y mandaban impresos asegurando que las tropas no entrarían en España y que los soldados franceses no querían ser criados de los jesuitas.

Al segundo día de llegar, en casa de Basterreche le dijeron a Aviraneta que el banquero Ouvrard acababa de presentarse en Bayona. La noticia era grave, porque Ouvrard tenía fama de ser hombre expeditivo y capaz de resolver las mayores dificultades.

El día siguiente, 4 de abril, Aviraneta se puso en campaña para seguir los pasos de Ouvrard. No era fácil, ni mucho menos. El banquero venía con su socio Seguín, su sobrino Víctor, una docena de criados, y estaba muy vigilado por la policía. Ouvrard tuvo varias conferencias con el intendente Sicard, con el duque de Bellune y con el general Tirlet.

El día 5, por la mañana, Aviraneta supo en la librería de Gosse que el príncipe generalísimo de las tropas francesas había llamado a conferencia a Ouvrard, y poco después se aseguró que se enviaba la caballería hacia las llanuras de Tarbes, porque no había forrajes suficientes para ella.

El mismo día por la noche Aviraneta tuvo la gran sorpresa de ver entrar en la fonda de San Esteban a la Sole con el marqués de Vieuzac.

Ella le conoció en seguida; el marqués, no. Aviraneta, por uno de los mozos del hotel, afiliado a la masonería, mandó a la Soledad un recado diciéndola que quería tener con ella una entrevista. La Soledad, sin duda, se alarmó al saber que don Eugenio estaba en el mismo hotel, y le contestó advirtiéndole que se hallaba muy vigilada, y que si le tenía algo que decir se lo comunicara por el mozo, sin escribirla. La Soledad no apareció por el comedor. Comía en su cuarto con una señora parisiense que la acompañaba.

Aviraneta hubiese querido averiguar algo por la Sole. Vieuzac, como empleado de importancia, debía de estar enterado al detalle de cuanto pensaba hacer el Gobierno francés.

El día 5, por la tarde, el mozo masón de la fonda de San Esteban se acercó a Aviraneta y le dijo que tenía que hablarle.

Este mozo, que se llamaba Gracieux, era todo un tipo: alto, flaco, aventurero, hombre de gran nariz y de concepciones atrevidas. Gracieux era admirador de Aviraneta. Gracieux, con gran misterio, le dijo a don Eugenio que iban a tener una cena en un comedorcito aparte un ayudante del general Tirlet, el sobrino de Ouvrard, el marqués de Vieuzac y varias damas: la Soledad con su señora de compañía, una cómica amiga de Ouvrard y una bailarina entretenida por el ayudante de Tirlet.

El mozo masón dijo a Aviraneta que si quería le prepararía un escondrijo, y desde él podría oír la conversación.

—Vamos a ver eso.

Entraron en el comedor.

El mozo abrió la parte baja de un armario grande.

—Aquí puede usted meterse —le dijo.

—¿Aquí? —exclamó Aviraneta.

—Sí, hay sitio. Un poco incómodo será.

—Veamos.

Aviraneta hizo la prueba y murmuró:

—La cabeza no está muy cómoda sobre un trozo de madera.

—Le traeré a usted una almohada.

—Buena idea.

Aviraneta cogió la almohada que le dio el mozo, y se tendió en el armario.

—¿A qué hora es la cena? —preguntó.

—A las doce.

—Tres horas de espera. Bueno. Me dedicaré a la meditación.

—Cuando se acabe la cena y se vayan, yo vendré a sacarle a usted —dijo el mozo.

Aviraneta se tendió en su agujero y pasó las tres horas aburrido. Sonaron las doce, y no apareció nadie; a la una se presentaron las mujeres, y poco después de las dos llegaron los hombres.

Comenzó la cena. Vieuzac estaba galante con la Soledad. Ella hablaba ya bastante bien el francés, y se manifestaba, como siempre, muy mimosa, coqueta y melancólica.

Ouvrard el joven, como parisiense que encuentra que fuera de París no se puede vivir, comenzó a hablar mal de los meridionales. Según él, desde Angulema para abajo no se veía más que afectación, falsedad, farsa y mentira. A alguien había oído decir Mendacia vasconica: mentira vasca o gascona, y repetía la frase.

Vieuzac, que procedía de Argeles de Bigorre, defendió a los meridionales con calor.

—Defienda usted también a su paisano el regicida Barère —dijo Ouvrard con ironía.

—Paisano y pariente —replicó Vieuzac.

—¿Es usted pariente del Anacreonte de la guillotina? —preguntó el ayudante de Tirlet.

—Sí.

—Y creo que tiene cierto orgullo con ello —repuso Ouvrard.

—Como ustedes, los bretones, tienen entusiasmo por sus realistas salvajes.

—¿Vive Barère? —dijo el ayudante de Tirlet.

—Sí, en Bruselas.

—¡Qué extraña existencia la de esos hombres! ¿Usted le conoce?

—Sí. Es uno de los tipos más sugestivos y más amenos que se pueden tratar. En su conversación hace desfilar todas las figuras de la historia contemporánea de Francia.

Aviraneta pensó que perdía el tiempo en su agujero y que no se iba a hablar de la intervención; pero a los postres el ayudante de Tirlet preguntó:

—¿Y al fin entramos o no entramos en España?

—Sí —dijo Vieuzac—. Está decidido.

—Mañana, a las diez, se firma el tratado de mi tío —añadió Víctor Ouvrard—. Su alteza real el príncipe generalísimo pondrá él mismo el sello en el contrato.

—¿De modo que han quedado todos los puntos resueltos?

—Todos.

—¿Y el ministro de la Guerra?

—El mariscal Víctor —dijo Ouvrard— está enfermo de gota, y grita a todas horas furioso que mi tío es un ladrón y que quiere quedarse con todo el dinero de la administración militar. Y es posible que sea verdad.

—¡Vaya un buen sobrino! —exclamó el ayudante de Tirlet.

—Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad —contestó Víctor Ouvrard.

—¿Amigo de quién? —preguntó la bailarina.

—De Platón… un banquero —dijo el ayudante de Tirlet, riendo.

—¿Rico?

—Muy rico.

—Me gustaría conocerle.

—Es incorruptible.

—¡Bah!

—Esos españoles lo están haciendo mal —exclamó Vieuzac.

—Sí; vamos a hacer el juego a Fernando y a los frailes —repuso el ayudante.

—Se hará lo posible para impedirlo —dijo Vieuzac—. Mientras el ejército francés esté en España, yo creo que los realistas y los frailes no se desmandarán, a no ser que los liberales cometan grandes violencias.

—En fin, poco importa —exclamó el ayudante—; nos pegaremos con los españoles. Esta no es una guerra como las de Napoleón, cierto; pero el militar no puede elegir las guerras. De todos modos, habrá ascensos y condecoraciones.

Tras de este intermedio político, los comensales volvieron a su conversación de París, y a las cuatro de la mañana abandonaron el comedor. El mozo fue a avisar a Aviraneta que podía salir.

Este marchó rápidamente a su cuarto y luego a la calle.

Estaba clareando. Don Eugenio fue corriendo a la calle de los Vascos y llamó en casa de Beunza. Pronto bajó el hijo Pedro, acompañado de un joven, de Ustaritz, llamado Cadet. Sacaron entre los dos el cochecito, aparejado.

Aviraneta, Beunza y Cadet montaron en el coche y salieron inmediatamente camino de la frontera.