II

MASCARADA MILITAR

SALIERON Aviraneta, el Empecinado y el Lobo, a caballo, con una escolta de lanceros, y el primer punto donde hicieron una parada larga fue en la finca de Castrillo, de don Juan Martín.

El Empecinado había pensado en reunir a sus antiguos guerrilleros. Efectivamente, mandó recado a los amigos de toda la comarca: unos no estaban en sus casas, otros habían muerto, otros no podían.

De Castrillo se pasó a Aranda, y aquí también, excepción hecha de Diamante, Valladares y alguno que otro miliciano nacional, no acudió nadie al llamamiento.

Se decidió nombrar jefe de la Milicia del partido de Aranda a Diamante y encargarle de la organización de una columna patriótica.

El Lobo aprovechó su estancia en Aranda para traspasar su posada y su fragua a un pariente, y decidió, en espera de los sucesos, llevar su familia a un pueblo de la provincia de Burgos, de donde era su mujer.

Casi con la seguridad de que la comarca del Duero no respondería al llamamiento para luchar por la Constitución, se siguió a Valladolid.

El Empecinado y Aviraneta giraron una visita a los cuarteles y a los parques de la ciudad castellana, y recibieron una impresión desconsoladora.

Les acompañó un oficial de Estado Mayor, ex ayudante de Zarco del Valle.

Los informes de este les sirvieron para darse cuenta de la situación. No había en los parques material de artillería: los cañones eran malos y viejos, perfectamente inútiles, y faltaban las municiones. Respecto a la caballería, estaba en cuadro, y hacía mucho tiempo que no maniobraba.

Lo mejor era la infantería, y aun así, escaseaban fusiles, cartuchos, uniformes y armas blancas.

En cuestión de competencia, según el oficial de Estado Mayor, se estaba a la altura de lo demás; los oficiales conocían únicamente la guerra de guerrillas y de pequeños grupos. El Estado Mayor no se hallaba constituido científicamente: parecía un cuerpo sin más objeto que llevar un uniforme lujoso.

Los generales y jefes políticos querían resolver en un momento lo que no se había resuelto en años, y daban constantemente órdenes diversas y contradictorias.

Para obviar la falta de uniformes y armas, las autoridades decidieron abrir las cuadras, conventos e iglesias arruinadas, donde se habían almacenado los despojos del ejército de Napoleón, y comenzaron a aparecer, con gran regocijo de la gente, cascos, chacós, morriones y turbantes de polacos, alemanes, mamelucos y franceses. Al mismo tiempo salieron lanzas, alfanjes, espadines y gumías.

Un gran motivo de confusión y de desorden en las ciudades eran las sociedades secretas, que obligaban a sus afiliados a adoptar una actitud especial ante los sucesos. En el ejército, casi todos los oficiales y jefes pertenecían a algún grupo político.

Los generales habían dado el ejemplo.

Mina era carbonario; O’Donnell, San Miguel, O’Daly y Montijo, masones; Ballesteros, el Empecinado y Palarea, comuneros; Morillo, anillero.

Una divergencia parecida a la de los jefes de altos cargos existía entre los oficiales subalternos, que intrigaban abiertamente contra la política de los unos o de los otros.

Para mayor confusión, los liberales exaltados de los Ayuntamientos, casi todos ellos de la Milicia Nacional, viendo la indiferencia y pasividad del ejército, pretendían dirigir y preparar la defensa de los pueblos con planes absurdos y descabellados.

Estos milicianos pensaban que los jefes no manifestaban bastante ardimiento en la defensa de la libertad. En los pueblos se veía ir y venir a los exaltados seguidos de sus grupos.

Algunos de estos ciudadanos, con su indumentaria napoleónica, sus casacas, sus morriones, sus tricornios, sus corazas, sus sables corvos de mameluco, parecían comparsas de Carnaval.

El mayor contingente de soldados espontáneos lo daba la clase media; los pobres, en general, odiaban a los liberales como se odia a los tiranos; no los tenían por gente del pueblo, sino por aristócratas extranjerizados, enemigos de todo lo popular.

Había, además de causas de simpatía espiritual, otras más materiales para explicar el odio de la plebe feota a los liberales: el liberal, en aquella época, mandaba; el realista, obedecía; el miliciano estaba bien vestido; en cambio, el soldado de la fe andaba roto y haraposo. El feota quería cambiar su camisa desgarrada por la casaca abrigada del audaz matarreyes y del impío matafrailes.

Por entonces empezaba a generalizarse la palabra negro para llamar al liberal, palabra que tuvo su expansión con la entrada triunfal de los franceses con Angulema.

En los liberales de los pueblos había las mismas divisiones que en los de Madrid.

Los masones eran las personas más ilustradas; los comuneros, los radicales y los lectores del Zurriago formaban una turba de demagogos callejeros, escandalosos y chillones, que gritaban en las tabernas y se confundían con la gente clerical.

En el ejército había muchos oficiales enemigos de la Constitución. Estos no se recataban en decir que veían próximo y deseaban el triunfo de los franceses.

Los oficiales liberales entusiastas buscaban la manera de preparar una resistencia seria; pero se encontraban hundidos en aquel pantano de debilidades, de desconfianzas y de intrigas.

Por otra parte, los sargentos y cabos de milicianos, comuneros y zurriaguistas creían que las tropas de Angulema estaban en la frontera únicamente para intimidar a los descamisados españoles; pensaban que el ejército francés era un ejército falso, inventado por los pasteleros masones.

Con este ambiente de indisciplina, de vacilaciones y desconfianzas era imposible que el país y el ejército hiciesen algo serio.

Así, el fracaso constitucional fue consumado de una manera pobre, triste y grotesca, sin grandeza en el vencedor ni heroísmo en el vencido.