XVI

DESPUES DE LA CATÁSTROFE

LA madre de Torralba soportó la muerte de su hijo con gran entereza y resignación. Con aquel espejismo maternal suyo, pensó que Miguel se había sacrificado por ellos. No quería suponer que su hijo mayor tuviera más fines que su madre y su hermano. Según ella, Miguel había entrado en el complot de Bessières para obtener un cargo y levantar la situación de la familia.

Luis no intentó convencerla de lo contrario.

En la Casa de la Sirena la noticia de la catástrofe llegó por Lozano, y la Cándida tuvo la crueldad y la torpeza de divulgarla a voz en grito.

Asunción, al saberlo, sintió que el golpe tronchaba su vida. Se vistió de luto, y no salió de casa.

Unos días después de la muerte se celebraron las exequias de Miguel Torralba en la catedral. Asistió todo el pueblo alto, y se notó que, entre los canónigos del coro, faltaba Sansirgue. De las señoras faltó la Cándida.

Asunción y su abuela estuvieron en el funeral rezando, arrodilladas, en un rincón de la capilla de los Caballeros.

Toda la ceremonia Asunción la pasó llorando, y al rezar los responsos se escaparon de su garganta algunos sollozos ahogados.

Per omnia saecula sceculorum —exclamaba el cura con voz potente, agitando el hisopo.

—Amén —clamaba el coro de voces, acompañado del órgano.

Al salir la gente, se contó y se hizo cargo de quiénes faltaban. Quitando los nacionales del arrabal, todos los demás estaban allí.

Pasados los días ceremoniosos en que la familia no debía salir de casa, para recibir el pésame de los amigos, don Víctor fue a ver a Luis Torralba y a decirle lo que sabía.

Luis le confesó que su proyecto era desafiar al joven Cepero y luego a Nebot, a quienes culpaba de la muerte de su hermano; pero don Víctor le demostró que Cepero no había contribuido a la muerte de Miguel y que su objeto se había limitado a prenderle. Cepero fue el que intentó hacer que Miguel se rindiera, prueba clara de que no quería matarlo. Los motivos de obrar suyos eran también nobles, porque obraba arrastrado por su fanatismo político.

Respecto a Nebot, era un impulsivo y un bruto, a quien no había que tomar en cuenta.

El culpable de todo, según don Víctor, era Sansirgue, el monstrum horrendum, que había entrado en Cuenca para desgracia de todos. Este, llevado por su maldad diabólica, había denunciado la forma en que se iba a hacer la sorpresa.

—Pero ¿por qué? ¿Qué motivo ha podido tener Sansirgue para odiar a mi hermano? —preguntó Luis.

Don Víctor creía en la maldad desinteresada del canónigo, cosa poco lógica.

Los argumentos de don Víctor no convencieron a Luis, y el cura le propuso ir a ver a Cepero. La visita era violenta para Torralba, pero al fin accedió.

El joven Cepero recibió a los dos secamente.

—Supongo la comisión que ustedes traen —les dijo—; pero tengo que advertirles que considero que he cumplido con un deber de ciudadano y de liberal, y que mil veces que se presentara el mismo caso, mil veces obraría lo mismo.

—Está usted en un error —dijo don Víctor— al pensar que nosotros entramos aquí en son de amenaza. Este hábito que yo llevo no es para venir con desafíos. Usted ha cumplido su deber de ciudadano y de liberal. Cierto. Pero usted sabía que Miguel Torralba no era el mayor culpable, y no podía desear su muerte.

—No la deseaba. Al acercarse a la puerta de San Juan yo le dije: «Ríndete». Él quedó inmóvil, sin duda perplejo. Entonces sonaron los tiros.

—¿No sabe usted quién disparó? —preguntó Luis.

—No lo sé. Si lo supiera, tampoco lo diría. Luis hizo un movimiento de impaciencia, y don Víctor intervino de nuevo.

—Otra pregunta tenemos que hacerle a usted.

—Ustedes dirán.

—Mi amigo Luis, naturalmente, entristecido por la muerte de su hermano, ha supuesto que un amigo suyo y mío fue el delator del complot en que intervino Miguel. Yo le he dicho que no, que todo el mundo ha afirmado que el jefe político y su padre de usted recibieron un anónimo. ¿Puede usted decirnos si es verdad?

—Es verdad.

—¿Lo guarda usted?

—Sí.

—¿Podría usted enseñárnoslo para desvanecer las dudas de mi amigo?

—¿Por qué no? No tengo inconveniente. Cepero, hijo, entró en su casa y volvió con el anónimo. La letra estaba disimulada, pero el papel y la tinta eran de Sansirgue: no había duda.

En el anónimo estaba explicado cómo se verificaría la sorpresa con todos sus detalles. Lo firmaba: Un amante del orden.

Don Víctor y Luis Torralba se despidieron del joven Cepero y se marcharon a su casa.

Esta intervención de Sansirgue puso a Torralba fuera de sí: que Cepero hubiese obrado como había, le parecía natural, dado su fanatismo pontifico; que el mismo Nebot hubiera disparado en la puerta de San Juan, lo comprendía por su odio a los Torralba; lo que no se explicaba era la acción de Sansirgue, siendo él realista y estando en el complot. ¿Sería un espía del Gobierno? ¿Tendría algo contra su hermano?

Luis Torralba fue a visitar a Asunción y a su abuela, y les contó lo ocurrido y los datos que tenía para creer en la intervención del canónigo.

Doña Gertrudis supuso que sería su nuera, la Cándida, la que había inspirado al canónigo el odio por Miguel. Asunción calló, dando a entender que creía lo mismo.

La abuela, que sentía aumentado su odio por la Canóniga, llamó unos días después a Luis Torralba y le encargó que vendiera una huerta y varias alhajas. Luis hizo el encargo rápidamente, y entregó a doña Gertrudis seis mil pesetas. La vieja sacó cuatro mil pesetas que tenía guardadas, y reuniendo las diez mil que había prestado doña Cándida para la hipoteca, se las devolvió, encargándola que abandonara la casa lo antes posible.

Doña Cándida gritó, alborotó, dijo horrores; pero no tuvo más remedio que marcharse. La Canóniga fue a otra casa mejor. El escándalo en el pueblo tomó grandes proporciones. Todo el mundo relacionó con la muerte de don Miguelito la expulsión de la Canóniga, y muchos sospecharon algo de la verdad.

La Cándida, abandonada al consejo del capitán Lozano y de Adela, su doncella, hizo una porción de locuras. Casi todos los días daba banquetes y cenas, y muchas noches la llevaban a la cama borracha.

El canónigo Sansirgue notó que en la casa de la Dominica se le miraba de mala manera, e intentó mudarse, pero Portillo le indicó que esperara unos días.

Efectivamente, una semana después, Portillo, que había sabido hacer valer ante el Gobierno liberal el servicio prestado por él cuando la intentona de Bessières, fue nombrado obispo de Osma, y Sansirgue quedó interinamente de secretario del obispo de Cuenca.

Sansirgue supo que en casa de Ginés el Pertiguero se hablaba constantemente contra su persona, y se dispuso a castigar a la familia. Consiguió que en el convento de monjas se destituyese a don Víctor, y después le nombró párroco de Uña, pueblo miserable de la Sierra, adonde don Víctor tuvo que ir a trueque de perder las licencias eclesiásticas.

Después quiso echar de la catedral y de la casa a Ginés Diente, pero el obispo se opuso.

Sansirgue supo también que Garcés el Sevillano hablaba pestes de él y le atribuía la muerte de Torralba, y consiguió que el jefe político prendiera a Garcés y lo metiera en la cárcel.