LA PUERTA DE SAN JUAN
A las siete de la noche, después de dar de cenar al canónigo Sansirgue, la Dominica, con su padre, Damián y don Víctor salían del pueblo y marchaban al arrabal.
La noche estaba oscura, pesada y sofocante; grandes masas de nubes negras pasaban por el cielo; a veces, salía la luna en cuarto creciente. Algunos relámpagos lejanos, anchos, en forma de sábanas, iluminaban la tierra, e iban seguidos de un sordo rumor. Pronto llegó el viento, y comenzó a murmurar, a gruñir, a zumbar, golpeando puertas y ventanas.
Desde el arrabal, cada uno de los amigos de Miguelito se dirigió a distinto punto. Don Víctor fue hacia el convento de San Pablo; Ginés, por la Hoz del Júcar, y la Dominica y Damián por la del Huécar.
A eso de las nueve, la tormenta se acercó; comenzaron a brillar los zigzags de las chipas eléctricas encima de Cuenca, retumbaron los truenos inmediatamente después de los relámpagos, y descargó una de esas lluvias de primavera, tibias y torrenciales.
Mientras las personas de casa del guardián marchaban por el campo en busca de Miguelito, unos cuantos milicianos, al mando de Cepero, hijo, entraban por el arco de la puerta de San Juan y se estacionaban en él, resguardándose del chaparrón.
La puerta estaba abierta, y por ella se entreveía, en las sombras, el camino, estrecho y pendiente, que va bajando a la orilla del Júcar.
Mientras los milicianos, resguardados bajo el arco, esperaban, la tempestad envolvía con sus ráfagas de lluvia y de viento la ciudad, asentada sobre sus rocas; el viento huracanado hacía golpear una puerta, derribaba una chimenea, balanceaba los faroles de las calles, colgados por cuerdas.
Don Miguelito y Garcés salieron a las diez de la noche del campamento de Bessières, y a las diez y media estaban delante del convento de San Pablo.
Don Miguelito iba muy alegre y decidido, pensando en que pronto se uniría a Asunción.
Estaban amo y criado en el cerro, al borde del barranco, cuando Miguelito dijo que se veía luz en el palacio del obispo; Garcés no la había visto: después se vio claramente una antorcha en la muralla.
—¡Vamos! —dijo Miguelito.
Marcharon al campamento de Bessières. Un escuadrón estaba preparado.
Había que dar la vuelta al pueblo, a caballo, sin llamar la atención de los centinelas, y se dispuso que fueran uno a uno, a la deshilada.
Al pasar el puente de San Antón, Ginés Diente vio, a la luz de un relámpago, a un lancero realista a caballo: quiso alcanzarle y preguntarle dónde estaba don Miguelito; pero el soldado, sin oírle, de un empellón, derribó al pertiguero.
Este se puso a gritar y a llamar; pero ya no vio a nadie. La lluvia imposibilitaba seguir ninguna pista; el rumor del viento ocultaba el ruido de las herraduras de los caballos, y la negrura de la noche impedía ver nada.
Don Miguelito y su escolta se colocaron en la orilla derecha del Júcar; luego cruzaron el río por el puente de los Descalzos, volviendo de nuevo a la orilla izquierda.
Se esperó a que se reuniese el escuadrón; se le dividió en tres pelotones, y, a la cabeza del primero, Miguelito y, a su lado, Garcés comenzaron a subir la cuesta hasta la puerta de San Juan.
Miguel se acercó a ella rápidamente y dio dos golpes sonoros con el bastón.
—¿Quién vive? —dijo Cepero.
—Daniel, Cuenca y Bessières. Debellare superbos! —gritó Torralba.
—¡Ríndete! —dijo Cepero abriendo la puerta y avanzando.
—¿Yo rendirme? ¡Jamás! —contestó Miguel.
—¡Huye! ¡Te han vendido! —dijo una voz. Lo que ocurrió después no se pudo poner en claro.
Algunos dijeron que los lanceros de Bessières, con Miguelito a la cabeza, intentaron avanzar; otros afirmaron que no hubo tal intento; el caso fue que sonaron cuatro o cinco tiros simultáneos, que un hombre cayó del caballo y que los demás, volviendo grupas, huyeron.
El hombre caído era Miguelito: lo recogieron, le llevaron al cuartel de Infantería y llamaron de prisa a un médico que vivía en la plaza; otros avisaron a un cura.
Cuando llegaron, Miguel Torralba había muerto.
Al día siguiente, Bessières levantaba su campamento y desaparecía de los alrededores de Cuenca.
Unas semanas después, el día 2 de mayo, volvía de nuevo, atacaba el arrabal y era rechazado.
En el pueblo se dijo que Cepero, hijo, Nebot y el Romi el gitano eran los que habían disparado contra Miguel.