XIV

CABILDEOS DE DON VÍCTOR

DON Víctor quedó convencido de la delación del canónigo.

Pensó las providencias que podía tomar para evitar que a Miguelito le hicieran víctima de la emboscada traidora que le preparaban.

Lo primero que hizo al día siguiente fue marchar a la calle de Caballeros, a casa de los Torralba.

Allí le dijeron que no estaba ninguno de los dos hermanos. Sin duda Miguel no quería ser detenido antes de intentar la aventura, en la que tenía tantas esperanzas.

Don Víctor preguntó por la madre de los Torralba, y la habló; pero esta señora no sabía nada o desconfiaba de don Víctor, y se limitó a decir que ninguno de sus dos hijos estaba en Cuenca.

Después de comer, don Víctor se dirigió a la catedral a buscar al chantre.

Se acercó a la capilla de los Caballeros y se arrodilló delante de la verja.

Esta capilla, fundada por un Albornoz, estaba trabajada en piedra blanca, y en su portada tenía esculpidos varios atributos militares, y en la clave del arco, un esqueleto.

En el frontispicio se leía esta inscripción, que canta el triunfo de la muerte: Victis militibus mors triunphat: Vencidos los soldados triunfa la muerte.

Don Víctor estuvo pensando, divagando sobre esta sentencia. Contempló las dos urnas sepulcrales de mármol, con sus estatuas de caballeros yacentes, las pinturas de los altares; luego rezó maquinalmente, y como el reza no lo sentía, por su preocupación, volviéndose contempló la nave de la catedral.

Hacía un día de sol espléndido. La luz entraba de los altos ventanales de la iglesia y producía anchas sábanas luminosas entre las columnas oscuras.

Don Víctor sentía negros presentimientos; una serie de ideas angustiosas y deprimentes le sobrecogían. Se sentía como vencido, aniquilado, descontento, sin fe en nada.

De pronto vio al chantre, corrió hacia él y le dijo que estaba descubierto el complot de Miguelito.

—¿Quién ha podido descubrirlo? —exclamó el chantre.

—No lo sé.

—Voy a decírselo a Portillo.

El chantre fue al palacio del obispo; pero encontró que había dos agentes de la policía del jefe político paseándose por delante de la puerta del palacio en la plazoleta.

Uno de la policía le advirtió al chantre que no entrase.

El chantre contó a don Víctor lo que pasaba. Don Víctor no quería dejar la cuestión así, y se dirigió a ver al capitán Lozano.

Le dijeron que el capitán estaba en casa de doña Cándida…

La tarde de primavera estaba hermosa y triste; el sol, amarillo dorado, iluminaba los aleros y los pisos altos.

Don Víctor entró en la confitería de enfrente a la Casa de la Sirena. La confitera, que repartía su atención entre los dulces y el espionaje, le dijo que el capitán Lozano estaba en la casa y que no había salido. Don Víctor esperó horas y horas sentado junto al mostrador…

La confitera encendió una lámpara, y su luz mortecina comenzó a iluminar la tienda; del fondo del taller venía un olor a cera, a azúcar y a retama quemada.

En un convento una campana sonaba aguda y constante.

En la calle, el Degollado cantaba, acompañado de la guitarra, la oración de San Antonio de Padua:

Su padre era un caballero

cristiano, honrado y prudente,

que mantenía su casa

con el sudor de su frente.

Y tenía un huerto

en donde cogía

cosecha del fruto

que el tiempo traía.

La canción, la hora, el tañido de la campana entristecieron a don Víctor; todo aquello le recordaba su infancia, el corretear de chico por las calles al anochecer; le sacaba a flote un poso de una amargura interior.

El Degollado seguía una tras otra sus coplas. La confitera abrió la puerta de la tienda y dio un maravedí al ciego.

Este siguió su canto con relación del milagro de los pajaritos:

Mientras yo me vaya a misa

gran cuidado has de tener;

mira que los pajaritos

todo lo echan a perder.

Entran por el huerto,

pican lo sembrado;

por eso te digo

que tengas cuidado.

Don Víctor sentía una tristeza tumultuosa en el fondo del alma. El Degollado se alejó, dando golpes con el bastón en la acera; se calló la campana y no se oyó en la tienda más que el revoloteo de las moscas entre los papeles de los dulces secos.

Eran ya cerca de las nueve, y en vista de que el capitán no salía, don Víctor cruzó la calle y entró en el portal de la Casa de la Sirena. Llamó, salió la doncella, la Adela, que negó que estuviera allí el capitán; pero ante la insistencia del cura, le dijo que aguardase. Esperó don Víctor en el descansillo de la puerta hasta que se presentó Lozano con su puro en la boca, con el aire de un hombre que goza de la vida.

Era Lozano un tipo sensual, alegre, perezoso y amigo de divertirse y de beber. Tenía unos ojos claros de perro fiel, una sonrisa afectuosa y una actitud de hombre a quien todo le parece indiferente. Lozano era capaz de cualquier barbaridad por inconsciencia; para él todo era fácil y factible.

A pesar de que nadie podía ignorar su condición de borracho y jugador, era el capitán cajero de su regimiento.

Don Víctor contó lo que sabía, y mientras hablaba apareció doña Cándida, a quien el capitán explicó de qué se trataba.

La Canóniga no quedó nada sorprendida al saber que era Sansirgue el denunciador de la empresa realista. Doña Cándida se manifestó delante del capellán como muy enamorada de Lozano, y rogó a don Víctor convenciera a su amante de que abandonara el complot.

Lozano explicó a don Víctor cómo se había preparado la entrada por la puerta de San Juan. Si a él le relevaban al mediodía era señal de que no se intentaba la sorpresa, y entonces él mismo se lo avisaría a don Víctor.

Con esta seguridad, don Víctor se fue de la Casa de la Sirena a la suya.

Don Víctor explicó a Ginés y a la Dominica lo que ocurría. Ya todos miraban a Sansirgue como un traidor. La Dominica, aún no del todo convencida, fue a ver a la confitera, con quien tenía grandes relaciones por la cuestión de las velas y cirios que se necesitaban en los funerales, y hablaron las dos.

La Dominica se persuadió de que el canónigo era un bandido, un verdadero Sacripante.

La Dominica, como mujer decidida y valiente, se dispuso a vigilar al canónigo, a espiarle, y en último término, si era necesario, a luchar con él a brazo partido hasta vencerle.

Al día siguiente salió don Víctor, por la mañana, a decir su misa; y al volver, la Dominica le dijo que, al mismo tiempo que él, Sansirgue había salido de casa, pasado por el correo y echado otra carta.

Don Víctor quedó asombrado y fue a buscar al capitán Lozano.

Lozano estaba en su casa de huéspedes, en la cama. Se había acostado tarde. Le dijo al cura que por la noche había habido una serie de cabildeos entre el comandante de la plaza, el jefe político y el de la Milicia Nacional.

El coronel había llamado a Lozano para advertirle que se aplazaba el movimiento realista hasta nueva orden. El coronel había intentado persuadir al jefe político que lo del complot era una fábula, y el jefe político se habría persuadido a no ser por Cepero, hijo, y por dos subtenientes liberales que se habían presentado en el Gobierno civil a denunciar al comandante de la plaza y a la oficialidad como absolutistas, ofreciéndose ellas a prenderlos si les daban autorización.

Los amigos de Cepero, de la Milicia Nacional, querían preparar un lazo a los absolutistas.

—Dicen que se ha recibido un papel explicando las señas convenidas —terminó diciendo Lozano—; es posible que sea de su canónigo.

Don Víctor dejó al capitán en la cama; salió a la calle y fue a ver al Zagal, el armero de la Ventilla. Este, por unos milicianos, sabía que don Miguelito iba a intentar de noche entrar por la puerta de San Juan, y que, si lo intentaba, se le prendería.

Los dos directores de la Milicia que querían cazar a Miguelito eran Cepero, hijo, y un joven, Nebot.

El motivo que impulsaba a Cepero, hijo, era puramente patriótico; el que arrastraba a Nebot, no.

El padre de Luis Nebot se había ido lentamente apoderando de una posesión que la familia de Miguel tenía en Torralba.

Miguel Torralba, al encontrarse que la tierra de su familia se hallaba ocupada por el intruso, quiso llegar a una avenencia con él, pero Nebot, padre, dijo que no, que la finca era suya, pues había prestado por ella lo que valía y aún más.

Miguel le hizo observar que era imposible, puesto que la finca aparecía en el Registro de la Propiedad como de su madre. Nebot, sin atenderle, comenzó a construir una gran tapia; Miguel mandó hacer un boquete en ella. Entonces Nebot provocó el pleito, y lo perdió en muy malas condiciones; hubo que medir las tierras de las propiedades colindantes, y la finca de los Torralbas, a la cual habían ido bloqueando los vecinos, recuperó todo su antiguo terreno.

Nebot no sólo perdió sus tierras, sino la estimación de la gente de la vecindad. El aldeano puede perdonarlo todo menos la torpeza. Aquellos vieron que perdían los campos de que se habían apoderado por una maniobra inoportuna. De esperar unos años, la propiedad de los Torralba hubiera prescrito.

Resuelto el pleito, la madre de Miguelito empleó gran parte de su dinero en cercar la finca. Nebot, padre e hijo, se consideraron enemigos a muerte de los Torralbas y se trasladaron a Cuenca, y el hijo Luis se hizo miliciano nacional.

Querían considerar los Nebot que lo ocurrido a ellos era una de las mayores injusticias que podían pasar en España. Cepero, Nebot y un joven llamado Bellido dispusieron preparar un lazo a los realistas, hacer la señal convenida para que se acercaran, emboscarse en la puerta de San Juan, y sorprenderlos.

Cuando don Víctor fue a su casa se discutió entre la familia del guardián los medios para salvar a Miguelito. No se sabía dónde se habían de hacer las señales.

Saldrían Ginés, Damián, la Dominica y don Víctor, de noche, a buscar a Miguelito, al azar, y a decirle, si lo encontraban, que suspendiera su aventura.

Rondarían de lejos el camino que lleva a la, puerta de San Juan, sin acercarse mucho, por el temor de que hubiese vigilancia.