UN ROMANCE ANÓNIMO
DESDE que Miguelito cambió de vida y formalizó sus relaciones con Asunción iba con mucha frecuencia a ver al cura don Víctor y a charlar con él.
Los amigos del ex calavera lo habían abandonado, y tomaron como cabeza del grupo al capitán Lozano, un jugador empedernido, borracho, alegre e inconsciente.
El escudero Garcés vagaba por Cuenca, como alma en pena, sin saber qué hacer, y cuando estaba muy apurado pedía a su antiguo amo un par de pesetas para ir pasando.
Don Miguelito y don Víctor hablaron varias veces de lo que se empezaba a murmurar de la Cándida y del penitenciario.
Miguelito se alarmaba pensando en su novia, colocada entre el odio de la madrastra y de la abuela. Suponía que cualquier día doña Gertrudis iba a provocar un escándalo a la Canóniga.
Don Víctor se dedicó a espiar a Sansirgue. Lo consideraba peligroso.
Desde su cuarto podía oírle, y desde la reja, verle a través del patio.
Conocía los hábitos del canónigo.
—Latet anguis in herba —decía don Víctor, y pensaba que aquella serpiente escondida entre la hierba había de hacer algún daño y producir grandes males.
Un día don Miguelito contó a su amigo don Víctor que doña Gertrudis había tenido al fin una explicación borrascosa con la Cándida.
En su disputa se dijeron las dos cosas muy duras. Don Víctor, en parte por mala intención, y también por favorecer a su amigo, escribió un romance, del que pensó hacer tres copias y mandarlas: una, a la Cándida; otra, al obispo, y otra, a Sansirgue. El romance se llamaba A la Canóniga, y empezaba así:
En un caserón vetusto,
más alto que la Mangana,
más negro que un solideo,
y un escudo en la fachada
con un sol, una sirena,
dos dardos y una granada,
una vieja pergamino,
siete lustros en cada anca,
echando lumbre los ojos
y temblándole la barba,
a su zamarresca nuera
enderezó esta soflama:
«Nunca fueron tradiciones
de las fembras de mi casa
servir en la clerecía
a tenor de barraganas.
Nunca doncellas, ni viudas,
ni casadas, sin ser santas,
fueron viribus et armis
sin gracia canonizadas.
Non son los limpios blasones
de vieja estirpe fidalga
el contar en ella obispas,
canónigas ni vicarias.»
Después de largas insinuaciones malévolas, en que aparecían don Juan y la Canóniga, concluía diciendo la vieja a su nuera en el romance del cura:
Marchad, señora canóniga,
al cabildo o a la tasca,
que si no os marcháis aína,
yo os echaré noramala.
Terminado y corregido el borrador, don Víctor hizo las tres copias, desfigurando la letra, las escribió en trozos de papel antiguo y las envió al obispo, a la Cándida y al penitenciario.
Al día siguiente se puso a estudiar el efecto.
El canónigo volvió de la catedral tarde; estaba preocupado. Después de comer no salió de casa, y anduvo paseando arriba y abajo por el cuarto.
Sansirgue, al leer el romance, quedó al principio atónito; después se puso a cavilar quién podía ser el autor de estos versos.
Su instinto le decía que aquel papel provenía de algún clérigo. ¿Pero de quién? No tenía ningún enemigo, no conocía tampoco a nadie aficionado a satirizar en verso a la gente. El que había escrito aquellos había, sin duda, leído e imitado los romances de Quevedo.
El autor de A la Canóniga demostraba una malevolencia grande, cierta facilidad de pluma que no tenían sus colegas y un desprecio por el clero poco natural.
Por exclusión, vino a creer Sansirgue que el autor del romance era Miguelito Torralba. No podía comprender una imprudencia así en don Miguelito. Sin embargo, no encontraba otro a quien achacar la culpa. Miguel había escrito antes Las comadres de Cuenca en el mismo estilo; él, sin duda, era el autor de los versos A la Canóniga.
Sansirgue quedó preocupado y asustado. Al mismo tiempo sintió un feroz instinto de vengarse.
Se veía cazado como un conejo; comprendía que había dado un mal paso, que su carrera podía truncarse. Como buen plebeyo ansioso de una posición elevada, temblaba pensando en la opinión ajena, y este miedo le excitaba más la furia vengativa.
¡Ah! ¡Si hubiera conocido al autor! ¡Se habría lanzado a él a deshacerlo, a pulverizarlo! Don Juan supo que la Cándida había recibido un papel igual, y Portillo, el secretario del obispo, amigo de Sansirgue, le entregó, sonriendo con cierta soma, otro.
El penitenciario estuvo ocho días inquieto, entregado al miedo, a la desesperación y a la ira. Don Víctor le oía pasear arriba y abajo, como un lobo en la jaula.
Sansirgue dejó de ir a casa de la viuda: temía mucho que esta hiciese alguna tontería comprometedora; pero la Cándida discurría como mujer, y como mujer solicitada y guapetona; y al ver que el canónigo la abandonaba aceptó los homenajes del capitán Lozano, el jefe de los calaveras del pueblo, y sustituto en este trascendental puesto de don Miguelito.
Sansirgue, que no tenía afecto ninguno por la viuda, se alegró.
—La viuda se entiende con el capitán —le dijo Portillo a Sansirgue, unos días después—. Aproveche usted esta coyuntura. Escríbala usted, hágase usted antipático a ella, y luego visítela usted.
Sansirgue escribió un anónimo a la Cándida, acusándose a sí mismo de que hablaba mal de ella.
A los pocos días la hizo una visita. La Cándida le recibió muy mal y Sansirgue salió cariacontecido. En varios sitios manifestó hipócritamente su tristeza al ver que no había podido llevar por buen camino a la viuda, y mucha gente lo creyó.