VIII

SU MAJESTAD EL ODIO

EL nuevo penitenciario, don Juan Sansirgue, se estableció a sus anchas en casa de Ginés Diente el pertiguero. Pronto se vio que no era de la raza de los hombres como el canónigo Chirino, aficionados a la lectura y a la soledad.

Sansirgue pasaba poco tiempo leyendo en su despacho; comía mucho, bebía bien, escribía con frecuencia largas cartas y a todas horas se le veía entrar y salir en el palacio del obispo.

Sansirgue no tenía la amabilidad de Chirino ni la llaneza de Rizo. No se paraba un momento en el taller de Damián, ni acariciaba a los chicos en la calle, ni quiso dar una limosna al Degollado, que se pasó varias horas por la tarde cantando oraciones a la puerta. Sansirgue ahuyentó de su cuarto al espíritu familiar de la casa, al infernal Astaroth, con su traje negro y sus ojos de oro.

Sansirgue no quiso tampoco tener intimidad con la familia del pertiguero. Supo que en casa de la Dominica había un capellán de un convento de monjas de huésped; pero no le dio importancia ni pensó en conocerle, ni menos en convidarle alguna vez a su mesa.

Don Víctor no le perdonó el desvío, y desde aquel momento comenzó a sentir por el penitenciario uno de esos odios clericales profundos y contenidos.

Don Juan y don Víctor tenían que sentirse hostiles. Don Juan, hombre de suerte, al mes de estar en Cuenca entraba en todas partes, tenía influencia, era de los familiares del obispo y subía como la espuma; en cambio, don Víctor parecía la representación de la desdicha.

Una de las cosas que indudablemente se refleja mejor en el rostro es el éxito o el fracaso. La fisonomía del penitenciario tomaba una expresión de contento y de triunfo a medida que adquiría importancia; en cambio, la del capellán de monjas era un puro vinagre. Su nariz iba adquiriendo el aspecto de un pico, y su color verdinegro se hacía cada vez más oscuro y bilioso.

Don Víctor, que columbraba desde una de las rejas de su cuarto la habitación de Sansirgue, comenzó a espiarle. Le veía pasear, escribir cartas, fumar sentado en la butaca. Si el penitenciario predicaba, sabía de dónde había tomado las frases de su último sermón, las citas que había equivocado y los errores de concepto que había vertido. Sabía, además, quién le visitaba y lo que hacía hora por hora. Sansirgue era muy visitado y consultado.

El penitenciario era un hombre caído con buen pie en la ciudad. En su confesionario las señoras hacían cola para confesarse con él; en el púlpito había tenido gran éxito. Se le consideraba como orador de fuerza. Era de los predicadores que gritan y apostrofan, y que son los más admirados. El público de los sermones no acepta más que el sermón almibarado o el colérico, y, generalmente, este le gusta más.

Sansirgue extremaba su nota colérica, era de los declamadores dionisíacos; insultaba, amenazaba, arrastraba por el fango a sus oyentes, sobre todo a las mujeres, para quienes manifestaba su mayor desprecio.

La figura tosca y plebeya de aquel hombre, sus gritos, sus apelaciones a la cólera divina entusiasmaban. Cuando golpeaba el púlpito con sus manos de patán y pintaba los horrores del infierno, las mujeres suspiraban y se oían lamentos y quejidos ahogados en el ámbito de la catedral.

Este sentido de esclavitud, propio de la mujer y más de la mujer católica, hizo que las señoras de Cuenca se entusiasmasen y se acercasen con admiración a aquel ensoberbecido patán.

Uno de los sitios donde fue presentado y recibido con entusiasmo Sansirgue fue en casa de doña Cándida, la madrastra de Asunción.

El penitenciario, al conocer aquella mujer, vio pronto su flaco. Poseía Sansirgue esa sagacidad que los hombres de iglesia, y sobre todos los jesuitas, han desarrollado en la práctica del confesionario; tenía también la mala opinión que los curas tienen casi siempre de las mujeres, opinión que, según los bromistas, proviene de la comunidad de faldas.

La intimidad entre doña Cándida y Sansirgue fue haciéndose mayor; el penitenciario tomó la costumbre de ir a la Casa de la Sirena todos los días por las mañanas y después al anochecer, y por la puerta del callejón, para que no le viesen.

No era seguramente raro ni extraño en un pueblo de clerecía el que un cura visitara a una señora rica, ni aun siquiera que la galantease; lo que sí pareció extraordinario fue que inmediatamente se comenzara a murmurar y a contar mil cuentos en todo el pueblo de las relaciones entre doña Cándida y el canónigo.

La causa de una expansión tan rápida de la maledicencia se debió a una vecina y antigua amiga de la Cándida, que tenía una confitería frente por frente de la Casa de la Sirena.

La confitera había prestado al abuelo de Asunción, don Diego Cañizares, por dos veces, cinco mil pesetas en hipoteca sobre la Casa de la Sirena en pacto de retroventa, y ya la miraba como suya.

El tener la hermosa casa de piedra sillería delante había dado a la confitera una gran ambición de poseerla. Había hecho sus proyectos de trasladar su establecimiento a la Casa de la Sirena, ensanchar el taller y alquilar los pisos altos. Este plan, acariciado días y noches con tenacidad en la calma de la vida provinciana, se frustró y se desvaneció al casar don Diego a su hijo con la Cándida.

El Zamarro proporcionó el dinero necesario para levantar la hipoteca, y su hija se quedó a vivir en la Casa de la Sirena.

Desde entonces la confitera dedicó a su antigua amiga el más profundo odio; consideraba que le había robado la casa. De la rabia, enflaqueció, palideció, quedó hecha un espectro.

La confitera comenzó a tratar a su marido, que era un pobre calzonazos, alto y triste, a puntapiés.

Por envidia o por celos, día y noche se puso a espiar a la Cándida desde el fondo de la tienda y desde las ventanas de su primer piso. La veía vestirse, peinarse, adornarse; aquilataba los detalles más pequeños de la indumentaria y del tocado. La Cándida no sospechaba que en la casa de enfrente latiera un odio tan profundo contra ella.

En estos pueblos tranquilos, donde pasan pocas cosas o no pasa nada, fermenta el odio y la envidia con una enorme virulencia.

En la vida de las ciudades y de los pueblos pequeños apenas se da un caso de amor fuera de inclinación sexual; en cambia, el odio inmotivado crece con una lozanía extraordinaria.

El ingenuo que descubre este fondo de odio se pregunta: ¿Qué motivo puede haber para ello? Ninguno. El motivo de existir otros hombres y otras mujeres es suficiente.

Es curioso cómo se odia en los pueblos, y cómo, debajo de la farsa cristiana de la caridad y del amor al prójimo, aparecen de la manera más descarnada y terrible la envidia y el odio. Probablemente, sólo la vanidad y el deseo de lucir pueden mitigar este odio nacido del fondo del hombre.

La exaltación de las pasiones sociales es, sin duda, lo único que ha de moderar el egoísmo.

La mayor posibilidad de que el rico propietario sea un tanto humano es que se sienta vanidoso. Así, si tiene hermosos caballos, querrá que los vean los demás; si posee un bello parque, hará que la gente lo pueda contemplar; en cambio, el buen rico, cristiano, modesto y no vanidoso, cerrará su huerto con una alta tapia, y además la erizará de pedazos de cristal.

Hay que reconocer que esta predicación cristiana, con su palabrería mística, al cabo de veinte siglos no ha conseguido no ya que los hombres se amen un poco los unos a los otros, sino ni siquiera que esos pobres ricos cristianos no pongan unos agudos pinchos y unos hermosos cristales en las tapias de sus propiedades para desgarrar las manos de los rateros y de los vagabundos que intenten coger una fruta.

En los pueblos donde no hay apenas pasiones sociales, el odio y la envidia predominan.

Si se pudiera recoger la oleada de rabia y de rencor contenida en una aldea o en una ciudad pequeña, se quedaría uno asombrado. En las grandes ciudades hay, sin duda, más vicios, más irregularidades y anomalías; pero tanta cantidad de odio, tanta virulencia, imposible…

Las dos personas que olfatearon al momento la intimidad de la Cándida y Sansirgue fueron las dos personas que más les odiaban: la confitera y don Víctor.

La confitera contó a todo el mundo lo que había visto: las entradas en la casa, a escondidas, de Sansirgue; las cartas que se cruzaban entre la viuda y el canónigo, las golosinas, y sobre todo, la cantidad de anisete y de licores que llevaba Adela, la doncella, para su ama.

La confitera propaló la voz de que doña Cándida era aficionada al vino y a los licores. Una semana después, todo el mundo en Cuenca llamaba a la Cándida la Canóniga, decía que era borracha y que estaba enredada con el penitenciario.

Años antes había habido una obispa; luego, una capuchina; después, una vicaria, y por último, una canóniga.

Para pueblo de clerecía, no era mucho.