V

LA CASA DEL PERTIGUERO

LA callejuela tortuosa, en cuesta, partía de la plazuela del palacio del Obispo por una escalera, y terminaba en un camino de ronda de la muralla.

En este callejón, llamado de los Canónigos porque antiguamente había varios que tenían allí su casa, vivía el guardián y pertiguero de la catedral, Ginés Diente. Ginés era hijo de pertiguero y nieto de pertiguero.

La pértiga constituía una institución en la familia de los Dientes. Se podía decir que los Dientes vivían de ella y comían de ella.

Ginés el guardián era por este tiempo un viejo seco, flaco, de nariz aguileña, afilada y roja, el pelo gris, el mentón saliente, con claros en la barba, y picado de viruelas. Gastaba anteojos de plata gruesos para leer.

Solía usar a diario, fuera de las grandes ceremonias, calzón oscuro, medias negras, zapatos rojos con hebillas de plata, balandrán de color negro pardusco, en la cintura una faja azul y encima una correa con ganchos, en los cuales fijaba varios manojos de llaves.

Ginés tenía cerca de sesenta años. Conocía la catedral mejor que su casa.

Era hombre de mucho gusto para la lectura, y muy liberal.

Desde hacía tiempo, cuando concluía sus faenas, iba al cuarto del canónigo Chirino, se ponía sus anteojos de plata gruesos, compuestos con hilo negro, cogía algún libro y lo leía muy despacio. Cuando terminaba dejaba una señal, y al día siguiente comenzaba de nuevo la lectura. Lo que no entendía bien lo volvía a leer.

Así había pasado cerca de un año con el Teatro Crítico, de Feijoo; pero se había enterado tan perfectamente de las opiniones y doctrinas del autor, que desde entonces podía pasar por un erudito.

Su hija Dominica regañaba a su padre por su afán de leer.

—No sé para qué lee usted tanto, padre —le decía—. Deje usted eso a los que saben.

—Los que saben son los que leen —contestaba Ginés—; sean canónigos o pertigueros.

Ginés era viudo; la Dominica, su hija, estaba casada con un carpintero, constructor de ataúdes.

La Dominica, la guardiana, mujer muy morena, juanetuda, fea, con una fealdad simpática, tenía unos ojos grandes, negros, muy expresivos, y una sonrisa de bondad. Era muy activa y trabajadora y más fuerte que un hombre.

La Dominica se ocupaba de limpiar la iglesia, y tenía también el cargo de funeraria. Ella se entendía con la familia del muerto para disponer cómo había de ser la caja, el coche, el número de hachones y la importancia del funeral, que se clasificaba en de tercera, de segunda, de primera, solemne y solemnísimo.

La guardiana revelaba un gran espíritu de dominio. Casada a los treinta años, cuando todo el mundo creía que ya no se casaría, no había tenido hijos. Su marido, el carpintero constructor de ataúdes, era un buen hombre, fantástico y un tanto borracho.

La Dominica sentía gran amor por la catedral y por todo lo que tuviese relación con ella.

A los canónigos que hospedaba en su casa los trataba como a hijos.

Hablaba constantemente del canónigo Chirino, cuya ciencia y virtud habían quedado como legendarias.

El buen señor este era tan inútil para las cosas de la vida que no sabía atarse un botón, afilar un lápiz o tallar una pluma.

La Dominica había sido el factótum de Chirino y del canónigo Rizo. Les atendía, les ordenaba como si fueran chicos.

Una necesidad de mando tal no era cosa muy cómoda para la guardiana, porque la obligaba a trabajar como una negra.

Todo lo contrario de ella se manifestaba Damián, su marido, el constructor de ataúdes. Este era vago, poltrón, ocurrente, y siempre estaba inventando pretextos para dejar el trabajo e ir a la taberna.

El ser, además de carpintero, relojero de la catedral le permitía andar siempre de un lado a otro.

Damián era chiquito, moreno, de cara muy correcta, pero de una expresión de rata. Era hombre de gran paciencia, domesticaba pájaros y toda clase de bichos. Tenía un cuervo, Juanito, que hablaba mejor que algunos hombres y que le conocía, y un gato negro, con ojos de oro, a quien Chirino había bautizado con el nombre fenicio de Astaroth.

Este constructor de ataúdes solía ir a veces con Juanito en un hombro y Astaroth en el otro a beber con un compadre sepulturero, con quien tenía grandes amistades.

—A mí que no me den un armario ni una mesa que hacer —decía Damián a sus amigos cuando estaba inspirado—; lo que más me llena es hacer una caja fúnebre. Hay que ver la cantidad de filosofía que hay dentro de un ataúd… ¡Ja…, ja!

—¡Bah! No tanta como en una sepultura —saltaba el sepulturero su amigo, que quería poner también muy en alto su profesión.

—¡Más, mucho más! —replicaba el carpintero dulcemente hundiendo su mirada en el oscuro amatista de un vaso de vino—. Yo, cuando veo las tablas que traen a mi taller, pienso: esto era un árbol que estaba en un bosque… ¡ja, ja!…, y en ese bosque había pájaros, alimañas, leñadores, serradores, y estos árboles los había plantado alguno. ¿Los había plantado alguno, o habían crecido solos? No se sabe… ¡Ja, ja!… ¡Qué filosofía! ¡Y los clavos! Estos clavos, que al clavarlos con el martillo la familia del difunto cree que suenan de otra manera… ¡Ja, ja! ¡Superstición! ¡Superstición! Estos clavos los han trabajado en una fragua, donde saltaban chispas; han sacado el metal de una mina, donde andaban los hombres como los topos… ¡Ja…, ja! ¿Y la tela? Esa tela negra que se va a descomponer en la fosa, ¿de dónde viene? Viene de un telar, de una fábrica que quizá es un hormiguero… de gente trabajadora… ¡Qué filosofía tiene esto! ¡Ja…, ja…, ja, ja!

Y Damián se reía, con una risa mecánica y triste.

—A mí, si me sacan del ataúd, soy hombre muerto —añadía.

—Como a mí, si me sacan de la sepultura, no sé qué hacer, no le encuentro encantos a la vida —aseguraba el sepulturero.

—En esto nos diferenciamos del resto de los hombres, a quienes pasa todo lo contrario… ¡Ja…, ja…, ja! —exclamaba Damián.

—Somos gente superior —añadía el sepulturero.

—Es que nuestros oficios tienen más fondo, más filosofía. El fondo de una fosa. ¡Hermoso fondo! ¿Vas a tener tú la insustancialidad de un peluquero? No. ¿Voy yo a compararme con un sastre? Tampoco. El hace una envoltura pasajera; yo no, yo la hago definitiva… ¡Ja…, ja! ¡Qué filosofía tiene esto!

Damián sentía tanto entusiasmo por los ataúdes que echaba la siesta dentro de uno de ellos, vigilado por Juanito y por Astaroth.

El enterrador admiraba a Damián. En cambio, su mujer, la Dominica, le despreciaba y le dirigía constantemente una lluvia de sarcasmos, que él oía indiferente.

En la casa del pertiguero lo más trascendental era la habitación del señor canónigo. La Dominica fregaba todas las semanas el suelo, y en el verano todos los días; limpiaba los cristales, sacudía los colchones y la alfombra, y pasaba el plumero por los libros.

La habitación del canónigo, la mejor de la casa, era espaciosa y clara. La luz entraba en ella por un gran balcón y por una ventana pequeña. Esta ventana pequeña daba hacia la Hoz del Huécar, que se veía sobre el solar de una casa derruida convertida en huerto. El huertecillo, limitado por cuatro tapias cubiertas de hiedras, estaba lleno de zarzas y de rosales silvestres.

Tenía la habitación una chimenea de piedra con el hogar cubierto durante el verano por una mampara de papel vieja, con una estampa en colores desteñida, y dos bolas de cristal azul.

En un ángulo estaba la cama, de madera, con colgaduras verdes descoloridas, y en las paredes, un armario de varios cuerpos, también con cortinas. El suelo era de ladrillos grandes, rojos, que se desmoronaban, y la pared, tapizada de un papel dorado, con arabescos negruzcos.

Esta habitación canonical tenía seis sillas de damasco, ya tan ajadas, que apenas se podía notar su primitivo color, y un canapé de paja, con un almohadón rojo, completamente desteñido. Delante de la ventana pequeña, por donde el sol entraba al amanecer, había una vieja mesa tallada, y junto a ella, un sillón frailero con clavos dorados.

Allí el canónigo Chirino pasó toda su vida dedicado a la lectura, mientras Astaroth, acurrucado, le contemplaba con sus ojos de oro.

Únicamente al atardecer solía asomarse al balcón a contemplar las rocas de la Hoz del Huécar, que se veían desde allá, y a oír las oraciones del Degollado, a quien solía echar una moneda. La Dominica conservaba la habitación siempre limpia, pero no podía luchar con la polilla que corroía sus viejos muebles, ni con el olor a rancio que exhalaban los volúmenes alineados en los estantes.

En vida de Chirino, uno de los muebles más curiosos de su despacho era un gran reloj, que cuando murió el canónigo pasó al taller de Damián. Este reloj de pared tenía música y varias figuras aparecían al dar las horas. En el péndulo, Caronte se agitaba en su barca, y en la orla de bronce que rodeaba la esfera se leía: Vulnerant omnes, ultima necat. Damián, el marido de la Dominica, había arreglado el reloj y hecho que se movieran las figuras. Estas eran un niño y una niña, un joven y una doncella y un viejo y una vieja seguidos de la Muerte, representada por un esqueleto con su sudario blanco y su guadaña. Cuando desaparecían las edades de la vida seguidas de la Muerte, se abría una ventana y aparecía la Virgen. Al mismo tiempo que estas figuras pasaban por delante de la esfera del reloj sonaba una música melancólica de campanillas.

Damián, que había visto el reloj parado, lo llevó a su taller, lo desarmó, lo volvió a armar y consiguió que marchase, que se moviesen los muñecos automáticos y funcionase la sonería.

Chirino le dijo que al morir él le dejaría el reloj como recuerdo, y, efectivamente, cuando desapareció el canónigo, Damián se apoderó del reloj y lo llevó al cuarto pequeño próximo al portal donde solía trabajar.

Damián se encontraba en aquel cuarto satisfecho; el ataúd grande donde solía dormir la siesta, el armario con los ataúdes pequeños, el cuervo, el gato negro y el reloj; no podía pedir más. A no estar enterrado de verdad, no era fácil alcanzar un mayor grado de perfección funeraria.

Siempre que pasaba por delante del reloj del canónigo Chirino, Damián lo contemplaba con entusiasmo. Las guirnaldas de calaveras y tibias, entre flores, su carácter macabro y la salida de la Muerte le entusiasmaban. Se le antojaba una de las más bellas y geniales ocurrencias que podía haber salido de la cabeza de un hombre.

Le habían dicho lo que significaba el letrero en latín, y le parecía admirable. Vulnerant omnes, ultima necat: Todas hieren; la última; mata.

El constructor de ataúdes repetía la frase sonriendo, con un tono de salmodia triste como un cartujo el: «Hermano, morir tenemos».

Damián, y quizá también su cuervo, se extasiaban pensando en la profundidad de aquella sentencia.

Al llegar el penitenciario Sansirgue a ver la casa, le parecieron las condiciones de la Dominica muy buenas, y decidió quedarse allá, encargando a la guardiana que quitara dos o tres armarios para dejar más espacio en el cuarto.

Sansirgue examinó los libros de Chirino, vio muchos volúmenes de Historia, Cánones y Teología, que no le interesaban, y tomos de colección de sermones de predicadores célebres.

Estos libros estaban señalados y anotados, así que era muy fácil y cómodo consultarlos.

Siguiendo las indicaciones del penitenciario, que hizo una selección rápida, se quitaron tres cuerpos del armario y se llevaron los libros en cestos a un cuarto interior.

Hecho el traslado pedido, Sansirgue se instaló en la casa. Por diez reales al día la guardiana le daba la comida, la ropa y el fuego en el invierno. El penitenciario comería aparte de la familia, en la sala, y los domingos tendría un plato extraordinario.

Segundito, un sobrino de Ginés, estudiante de cura, serviría al canónigo de paje para llevar las cartas y hacer los recados.