IV

SANSIRGUE EL PENITENCIARIO

EN 1821, el penitenciario de la catedral, don Manuel Rizo, que estaba enfermo desde hacía tiempo, murió en un pueblo de la sierra, donde había ido a reponerse, y fue nombrado para el cargo don Juan Sansirgue.

Sansirgue venía del Burgo de Osma, y al llegar a Cuenca se dijo de él que era liberal. Fue una de esas voces que corren por los pueblos, sin base ni razón alguna.

Don Juan era hombre de unos cuarenta años de edad, de estatura media, más bien bajo que alto y tirando a fornido.

Tenía el pelo rojo oscuro, los ojos verdes, la cara cuadrada y pecosa, las pestañas rojizas, el cuello de toro, los brazos largos, las manos gruesas y los pies grandes.

Se veía en él al lugareño nacido para destripar terrones. Llevaba gafas, aunque no las necesitaba, sin duda con el objeto de darse un aire doctoral, y miraba siempre de través.

Pronto se averiguó su vida, con toda clase de detalles.

Sansirgue, hijo de un campesino muy pobre de Priego, terminó la carrera casi de limosna. Tras de obtener un curato en el campo y una parroquia en Almazán, había sido nombrado canónigo racionero de Burgo de Osma, y después, penitenciario de Cuenca.

Sansirgue, al decir de sus colegas, demostró ser bastante fuerte en latín y cánones, y como predicador se dio a conocer como hombre arrebatado y de tosca elocuencia. La gente pronosticó que llegaría a obispo.

En la vida social el nuevo penitenciario se desenvolvió como un perfecto intrigante, adulador y un tanto bajo. Acostumbrado al servilismo del ambicioso pobre que escala su posición lentamente y con grandes esfuerzos, en muchas ocasiones ponía en evidencia su naturaleza lacayuna.

A los seis meses de permanencia en el pueblo, Sansirgue lo conocía a fondo y comenzaba a dominarlo. Algunos otros canónigos, dirigidos por el lectoral, intentaron atajarle el paso; pero Sansirgue, sostenido por el obispo, por su secretario Portillo, joven ambicioso y por la gente rica, marchaba adelante.

El confesionario le daba la clave de cuantos conflictos interiores en las familias y en los matrimonios ocurrían en el pueblo. Esta arma de inquisición y de dominación teocrática. Sansirgue la empleaba con paciencia y con método.

Tenía la sagacidad y la malicia del lugareño, e iba perfeccionando y alambicando su sistema de inquirir con el esfuerzo y la perseverancia.

Sansirgue había ido a vivir a casa del pertiguero de la catedral.

Ya por costumbre inveterada, desde hacía muchos años, se alquilaba una habitación grande a un canónigo en casa del pertiguero Ginés Diente.

El más notable de estos canónigos hospedados en ella fue don Francisco Chirino.

Don Francisco dejó al morir fama de hombre de gran virtud y sabiduría. Chirino fue magistral desde fines del siglo XVIII hasta muy poco después de la guerra de la Independencia; estuvo prisionero y a punto de ser fusilado por los soldados de Caulaincourt.

La leyenda aseguraba que Chirino se salvó asombrando a los franceses con un discurso en latín y otro en francés que les dirigió.

En un viaje hecho a Valencia murió Chirino, y dejó en su casa de Diente una biblioteca muy nutrida de libros de historia, de teología, y algunas ediciones raras que los herederos no se cuidaron de recoger.

Después de Chirino ocupó la habitación el canónigo Rizo, y tras de la muerte de este vino Sansirgue a posesionarse del cuarto que por tradición pertenecía a un canónigo.

En aquella casa vieja de una calle sombría, el penitenciario Sansirgue, como una gruesa araña peluda, plantó su tela espesa dispuesto a mostrarse clericalmente implacable para la mosca que cayese en ella.