MIGUELITO TORRALBA
TAL era la situación de la Casa de la Sirena cuando aparecieron nuevos elementos que influyeron en ella. Uno de estos fue un joven calavera, Miguelito Torralba, que un día, por entretenimiento, comenzó a seguir y a galantear a Asunción. Ella, asombrada, manifestó primero sorpresa, luego un gran desdén; pero Miguelito, hombre perseverante cuando se proponía algo, no cejó. Siguió mirando a la muchacha, paseándole la calle a pesar del desprecio que ella le demostraba. Miguelito era hijo de una viuda y vivía con ella y con un hermano más joven llamado Luis.
Los Torralbas poseían una casa antigua en la calle de los Caballeros, con un huertecito. Eran parientes lejanos de los Cañizares y Barrientos.
La viuda, madre de Miguel, señora de escaso patrimonio, había gastado mucho con su hijo mayor, enviándole a estudiar a Salamanca.
Miguelito hizo poca cosa de provecho en la vieja ciudad universitaria; derrochó su dinero, corrió la tuna y volvió a Cuenca a los cuatro o cinco años con un criado que había recogido, a quien llamaba su escudero.
Miguelito volvió con muchas habilidades de poca utilidad práctica, entre ellas hacer versos y tocar la guitarra.
La madre se resignó al ver que el dinero empleado por ella no había servido a su hijo para alcanzar una posición, y pensó que al menos le habría hecho ilustrado.
Por uno de estos espejismos maternales frecuentes, la madre de Torralba creía que su hijo mayor era una lumbrera y que el pequeño, en cambio, valía poco.
No existía ningún motivo para creerlo así; pero la madre de Torralba suponía que esta diferencia era evidente. Pensaba que, con el tiempo, don Miguelito protegería a Luis y le ayudaría a desenvolverse en la vida.
La madre pidió al mayor que enseñara lo que sabía a su hermano menor, y el mayor accedió.
Miguel enseñó a Luis a traducir el latín y alguna que otra cosa que el muchacho aprovechó.
—¡Qué bondad la de mi hijo mayor! —pensó la madre.
Los dos hermanos eran muy distintos: Miguel, alto, esbelto, moreno, petulante, se las echaba de lechuguino. Solía tener con frecuencia diviesos en el cuello, que le obligaban a llevarlo vendado. Luis, más bajo, rechoncho, tirando a rubio, era muchacho sencillo y no pensaba en darse tono.
Miguel estaba siempre fuera de casa; Luis, en Cuenca, gustaba de trabajar en el huerto, y en el campo, de recorrer la hacienda.
Miguel era aficionado a las indumentarias teatrales; gastaba chambergo de ala ancha, capa de mucho vuelo y presumía de pie largo y estrecho.
Don Miguelito tenía en Cuenca, entre unos, fama de Tenorio; de atrevido entre otros, y de majadero entre algunos.
Don Miguelito era ridículo para casi todo el pueblo, menos para su hermano y para los amigos. Algunos de estos le tenían por un genio; y cuando Miguelito peroraba le miraban pensando:
—¡Qué hombre! ¡Qué tipo!
La cabeza de don Miguelito era un lugar de confusión de ideas y sentimientos. Habría querido encontrar algo para dedicarse a ello con toda su alma.
Don Miguelito era impertinente sin notarlo, y excepción hecha de su madre, de su hermano y de algún amigo, quedaba con frecuencia mal ante las personas, demostrando su falta de discreción y de sentido. Su petulancia molestaba a la gente.
La madre le consideraba como un portento; pensaba que el día que adquiriera gravedad sería una maravilla. Estaba convencida de ello y tenía en esto tanta fe como en un dogma.
La estancia de don Miguelito en Cuenca, de vuelta de la Universidad, se distinguió por sus extravagancias y sus disparates.
Al principio se manifestó liberal, republicano y habló con énfasis de Catón, de Bruto y de Aristogitón.
En algunas partes, y excitado por sus mismas palabras, no se contentó con esto, sino que aseguró que era discípulo de Robespierre y de Marat y que consideraba la guillotina como la más sublime y la más humanitaria de las invenciones del hombre.
Afortunadamente para él, la gente de Cuenca apenas tenía idea de Marat y de Robespierre, y no le hizo caso.
Cansado de perorar sin éxito, don Miguelito se lanzó a la crápula, y excepción hecha de los días que iba a los montes a cazar con sus dos perros, Gag y Magog, solía emborracharse con frecuencia y volvía a casa de madrugada.
Le acompañaba su escudero, el mozo perdido, llamado Garcés, a quien don Miguelito había encontrado muerto de hambre en Sevilla en una de sus expediciones de tuna. Garcés era hijo de una familia acomodada de un pueblo próximo a Cuenca llamado Pajaroncillo. Había estudiado en el seminario y sido buen estudiante en los primeros años; luego, con una transición brusca, se hizo un perdido, y comenzó a beber, a jugar, a frecuentar los garitos y, por último, a robar. La familia de Garcés lo retiró al pueblo; el muchacho se arrepintió, entró de novicio en un convento y pocos meses más tarde se escapaba y volvía a su vida de tunante.
Unos años después de su escapada, Miguel Torralba lo encontró en Sevilla enfermo, lloroso y arrepentido, y lo llevó con él.
Garcés tenía la especialidad del arrepentimiento y de las lágrimas. Inmediatamente que le salía algo mal, se sentía contrito y marchaba a confesarse.
Don Miguelito, a poco de llegar a Cuenca, tenía una corte de ocho o diez amigos desocupados como él, noctámbulos y holgazanes.
Paseaban estos en cuadrilla por las dos Hoces del pueblo, por el alto de las murallas o por el fondo del barranco, contemplando las rocas vivas y los matorrales a la luz de la luna.
Robaban gallinas y quesos: clavaban una noche la puerta o la ventana de la vivienda de un pobre hombre; interceptaban una chimenea con trapos; sujetaban un coche a una anilla de una casa con una cuerda; metían un gato en un gallinero y hacían todas las clásicas calaveradas de todos los calaveras del mundo.
Alguno que otro tenía predilección por asustar a la gente haciendo de fantasma; habían formado también una rondalla de guitarras y bandurrias, y por las noches daban serenata a sus dulcineas.
—Es don Miguelito y sus amigos… —decían los vecinos, y muchos añadían: ¡De casta le viene al galgo!—, porque los Torralbas de Cuenca se habían distinguido siempre por su extravagancia.
Algunos llamaban a Miguel Miguelito Caparrota y le pronosticaban el mismo fin que al bandido andaluz, que, como se sabe, murió en la horca a pesar de que su asunto se arregló.
Don Miguelito había formado una asociación burlesca, de la que era presidente, cuyo objeto principal era beber y cantar. En las cenas celebradas par esta asociación se entonaba el viejo canto estudiantil, común a todas las Universidades de Europa, y que aún se recordaba en Salamanca a principios del siglo XIX:
También con grotesca solemnidad se hacía la salutación al vino en latín macarrónico:
Gaudeamus igitur,
juvenes dum sumus.
También con grotesca solemnidad se hacía la salutación al vino en latín macarrónico:
Ave, color vini clari;
Ave, sapor sine pari;
tua nos inebriari
digneris potentia.
La preocupación de Miguelito era mandar, demostrar su superioridad, producir asombro, sobre todo entre los suyos; así, para dirigirlos y admirarlos obraba y pensaba para ellos.
Era capaz de leer un libro largo y pesado con la esperanza de encontrar un par de frases con que sorprender a su auditorio. Don Miguelito vivía sólo para la galería.
Tal necesidad de producir expectación le impulsaba a hacer muchas necedades.
Una vez se lanzó al Júcar a salvar a un pescador de caña, sin saber nadar, y estuvo a punto de ahogarse; en otra ocasión salió fiador de un granuja y estuvo a punto de arruinar a su madre. Poco después escribió un romance contra algunas viejas murmuradoras del pueblo. Este romance, que tituló Las comadres de Cuenca, dio mucho que hablar y le conquistó una malísima fama.
Miguelito celebró exageradamente la hostilidad popular.
Todos los amigos encontraron que Torralba era un excelente versificador y que debía cultivar con más asiduidad el trato íntimo de las Musas.
Miguelito trabajó algunos días y sometió al juicio de sus camaradas varias poesías, como A ella, Noche de luna, La Hoz del Júcar, que fueron consideradas como obras maestras.
Por entonces un condiscípulo, que había encontrado en su casa varios libros de astrología judiciaria y un astrolabio, se los envió a don Miguelito.
Este, ante el nuevo mundo que se abría a sus ojos, decidió con la mayor seriedad hacerse astrólogo.
Leyó la Astrología, de Pisanus; el libro De praecos gnitione futurorum, de Molinacci; el epítome Totiu astrologiae judicialae, de Juan de España; los Discursos astrológicos, de Juan de Herrera; el libro de Paracelso, De generatione rerum naturalium, y las Profecías, de Nostradamus.
Después, para unir la teoría y la práctica, llevó al terrado de su casa el astrolabio, y allí se dedicaba a medir los ángulos y ver la conjunción de las estrellas.
Después de aprender a determinar el aspecto de los astros se dedicó a la predicción del porvenir. El horóscopo de su madre y el de su hermano resultaron felices; en cambio, el suyo, dominado por Marte, fue completamente nefasto. Probablemente él mismo se había preparado en el horóscopo el final trágico, casa que a sus ojos y al de sus amigos le hacía más interesante.
A juzgar por lo que dijo, la línea de su vida cruzaba la casa de las enemistades, pasaba por la de la amistad y el amor, rondaba la casa de las dignidades y caía en la de la muerte.
Las lecturas astrológicas se notaron en don Miguelito y en sus amigos. Se habló durante algún tiempo de horóscopos y conjunciones; a una taberna de un hombrecito pequeño, que se llamaba el tío Guadaño, se le llamó desde entonces la taberna del Homunculus, y a otra, la de la tía Lesmes, la taberna Sibilina.
Una de las gracias de Miguelito era asegurar que al Homunculus de la taberna, el ex tío Guadaño, lo había creado él con una fórmula de su maestro Paracelso.
También decía que a una moza del partido le había dado él la suerte entregándole un trozo de vitela con la palabra mágica Abracadabra, escrita en forma triangular y con sangre de niño.
La muchacha, siguiendo las instrucciones de Miguelito, había llevado nueve días la vitela como un escapulario, colgada al cuello, y al noveno la había echado al río sin volver la cabeza. Don Miguelito había tenido sus dudas acerca del punto donde debía echarla, porque era indispensable arrojarla en unas aguas que corrieran hacia Oriente; pero al fin encontró el sitio verdadero.
La operación dio resultado, porque un mes después un comerciante rico se llevó a la muchacha a Madrid y la puso en gran tren.
Entre algunas mozas del pueblo, compañeras de la otra, se supo lo ocurrido, y se creyó que don Miguelito tenía algo de brujo.
Los amores de don Miguelito eran, como no podían menos de serlo, extraordinarios y raros.
Don Miguelito había galanteado durante algún tiempo a una gitana del barrio del Castillo, a quien llamaban Fabiana la Cañí.
Esta Fabiana era una muchacha preciosa, de piel cobriza y ojos verdes.
Don Miguelito había llegado a hacerse amigo del Ajumado, un esquilador de burros, padre de la Fabiana.
El Ajumado y don Miguelito se entendían; al esquilador le parecía natural que al payo le gustara la mocita de su casa, y se dejaba convidar y contemplar.
La madre de la Fabiana, la Petra, era una gitanaza que se dedicaba a comprar y a vender viejos cachivaches, a freír morcillas y churros; a la abuela, gitana legítima, que odiaba el trabajo como buen ejemplar de su raza, la decían en la calle la Zincalí, y tenía por oficio echar la buenaventura en las ferias, vender la raíz del Buen Varón y la Hierba de Satanás y arrobiñar lo que podía.
Don Miguelito hablaba con la vieja gitana de magia y de astrología, y la dejaba llena de espanto.
Él le enseñó en qué ocasiones se debían emplear las siete palabras mágicas principales: Abracadabra, Jehová, Sator, Arepo, Tenet, Opera y Rotas.
También le dio la frase sacramental para todos los conjuros, que es esta: Nomen Die et Sancte Trinitatis quod tamen in vanum assumitur, contra acerrimum summi legislatoris interdictum.
La gitana temblaba al oír a Miguelito. Todos los hombres y mujeres de la casa odiaban y temían a Torralba, a quien llamaban el Busnó. Miguelito sentía por ellos un profundo desprecio.
En esto se presentó en Cuenca un calderero gitano, el Romi, hombre cobrizo como sus calderas, alto, mal encarado.
La familia del Ajumado concertó la boda de la Fabiana con el Romi, y a la zambra que hubo asistió Miguelito, cosa que hizo reír a sus amigos, que consideraron la asistencia de Torralba a la fiesta como una prueba de serenidad admirable.
Alguno le dijo después a Miguelito que no se fiara con el Romi, pero Miguelito despreció la advertencia.
Iba declinando el entusiasmo por la gitanería y la astrología cuando don Miguelito se fijó en Asunción, y con la violencia característica de sus inclinaciones decidió que desde entonces ella sería la dama de sus pensamientos.
Los amores comenzaron con todo el aparato y absurdidades propias y naturales de don Miguelito. Varias veces escribió a la muchacha con la arrogancia de un hombre grande y extraordinario; pero como ella no le contestaba, se fue desesperado, y concluyó por tomar una actitud exageradamente humilde.
Cómo conoció Asunción que en el fondo de aquel calavera botarate había un hombre, un hombre valiente, un hombre digno, difícil es saberlo; lo cierto fue que lo conoció.
Don Miguelito todavía hizo alguna simpleza al verse atendido par la muchacha; pero pronto se tranquilizó y tomó el aspecto de una persona sensata.
Al comenzar a hablar con Asunción pensó que toda su juventud había sido una pobre majadería, y decidió abandonar a los amigos y al escudero Garcés. Les dijo que iba a ir al yermo, que estaba harto de vanidades. Un amor vulgar y corriente por una señorita del pueblo le habría dejado en mal lugar entre los camaradas que le veían como hombre extraordinario, raro, lunático y nigromántico. Todavía no se atrevía a afrontar su desdén.
Al poco tiempo la gente averiguó el noviazgo, los camaradas le desdeñaron y las personas que pasaban por serias comenzaron a decir:
—No, no, Miguel no es tonto; si quiere, se hará un hombre de provecho.
Miguelito dejó de frecuentar sus antiguos amigos, y reanudó sus amistades con un clérigo que había estudiado con él en la escuela. Este clérigo, don Víctor, vivía en casa del guardián de la catedral, y era hombre estudioso e ilustrado.
A Miguelito le trataba muy ásperamente.
—¡Botarate, aprendiz de mago, majadero! —le solía decir con voz iracunda.
—Sí, tienes razón —contestaba Miguel—; soy un mentecato.
—Vale más que lo confieses —le decía el cura.
—Pues lo confieso. He llegado a los veintisiete años sin oficio ni beneficio. He perdido el tiempo en pasear, en hablar y en hacer versos…
—Y versos malos.
—Cierto, versos malos. Te advierto que todas mis vanidades antiguas se han deshecho: no me importa que me llames mal poeta ni mal astrólogo. No me hace mella.
Miguel no pensaba más que en encontrar un medio de ganar la vida con independencia. ¡Tenía tan poca base! ¡Era tan difícil hacer algo de provecho en Cuenca! Se le ocurrió marcharse a Madrid, pero no se atrevió a decírselo a su madre, porque habría sospechado que el viaje era pretexto para otra calaverada.
Miguelito consultó con Asunción, y los dos en sus conversaciones y cartas se ocuparon de este magno asunto. Pensaron varios medios para resolver el problema.
Pronto estos amores los conoció todo el pueblo y también la abuela y la madrastra de Asunción. Asunción contó, temblando de miedo, a su abuela la historia de sus amores, y doña Gertrudis dio el visto bueno.
—Si es un caballero, aunque sea pobre, no importa —dijo la vieja severamente.
—Pues caballero lo es.
—Entonces puedes estar tranquila.
Asunción besó y abrazó a su abuela con entusiasmo.
Se decidió que don Miguelito visitara a doña Gertrudis, y en la entrevista que tuvieron ambos quedaron muy amigos y de acuerdo.
La madrastra de Asunción, la Cándida, quizá por llevar la contraria a su suegra, se puso en contra del noviazgo, y como no conocía el carácter de hierro que había en el fondo del cuerpecillo anémico de su hijastra, quiso convencerla de que su novio, don Miguelito, era un perdido, un vagabundo, viejo, cínico, sin oficio ni beneficio, que quería vivir a su costa.
Desde aquel momento, Asunción juró romper con su madrastra y no volver a dirigirle la palabra. Empezó a faltar a todas horas del primer piso de la casa; luego, más tarde, se trasladó definitivamente al cuarto de la abuela a vivir con ella.