PRÓLOGO

DON Pedro Leguía y Gaztelumendi, verdadero y auténtico cronista de la vida de Aviraneta, escribió unas líneas preliminares para explicar la procedencia de los datos utilizados por él en esta narración.

Por lo que dice, las bases de su relato fueron la historia que le contó en Cuenca un constructor de ataúdes y los comentarios y antecedentes que aportó a esta historia don Eugenio de Aviraneta en Madrid. Valiéndose del indiscutible derecho del narrador, Leguía antepuso los antecedentes de Aviraneta a la narración del constructor de ataúdes, proceder no desprovisto de lógica, pues la faena de un constructor de ataúdes debe ser siempre una faena final y epilogal. El lector, si es un tanto aviranetista, quizá encuentre medianamente interesante la transcripción del preámbulo de Leguía.

I

Unos años antes de la Revolución de Septiembre —dice Leguía— me encontraba en Madrid triste y débil, retraído de la vida pública por el fracaso de mis correligionarios y casi retraído de toda vida privada por padecer las consecuencias de un catarro gripal. En esto, un amigo senador se presentó en mi casa y me instó a que le acompañase a una finca suya, enclavada en el centro de los pinares de la serranía de Cuenca.

Tanto insistió y con tan buena voluntad lo hizo, que acepté y marché con él a su finca. Pasé allí cerca de un mes. Cuando comencé a aburrirme y al mismo tiempo a restablecerme en aquella soledad, perfumada por el olor de los pinos, sentí la necesidad de salir y andar. Mi amigo visitaba los pueblos de su distrito, y alguna vez le acompañaba yo.

Estuvimos en Salvacañete unos días, y luego en Moya, en donde supe con sorpresa que mi tío Fermín Leguía había sido comandante del fuerte de este pueblo y dejado en él cierto renombre. Un viejo boticario de Moya le recordaba muy bien. Por lo que me contó, la villa de Moya, en tiempo de la guerra civil, era un refugio de las familias liberales de los contornos, mientras Cañete constituía el gran baluarte defensivo de las familias carlistas. Moya goza de una gran posición estratégica, y tiene larga historia de sitios y de defensas en tiempo de los moros, y de las rivalidades entre aragoneses y castellanos.

En 1837 —como digo— se hallaba de comandante del fuerte de Moya Fermín Leguía. En octubre de este año, la partida mandada por el cabecilla Sancho, a quien se apodaba el Fraile de la Esperanza, se acercó a la villa y la sitió. El Fraile de la Esperanza sabía muy bien que no era lo mismo sitiar estrechamente aquella plaza que tomarla; las fortificaciones del pueblo, para entonces, tenían gran valor, y como el que intentaba abrir las ostras por la persuasión, él quiso tomar el pueblo por el mismo procedimiento.

El Fraile envió a Leguía un oficio exhortándole a rendirse, con frases en latín, que creía le llegarían al alma. Leguía le contestó diciéndole que él no se rendía, y añadió que don Carlos era un babieca; Cabrera, un bandolero; los carlistas, hordas salvajes y partidas de forajidos, y el latín, un idioma ridículo para el que no lo entendía. El Fraile de la Esperanza, a este oficio contestó con un segundo muy respetuoso, diciéndole a don Fermín que no comprendía cómo un hombre distinguido calificaba de babieca a un Rey como Carlos V, espejo de la cristiandad, llamaba bandido al ilustre Cabrera y tenía tan mala idea de la lengua de Lacio. Leguía leyó la segunda carta, y mirando fieramente al parlamentario del Fraile, le dijo:

—Dígale usted al frailuco ese que no soy ningún académico ni quiero discutir esas cosas, y añada usted que si me manda otro correo lo fusilaré sobre la marcha. ¡Con que, hala!

El correo desapareció de prisa, y el Fraile de la Esperanza abandonó pronto el sitio de Moya.

Varias anécdotas me contó el boticario de mi tío Fermín que retrataban su genio vivo y sus resoluciones prontas.

II

Después de la temporada transcurrida en los pinares, y ya completamente restablecido, determiné ir unos días a Cuenca, a la capital, que no conocía. La ciudad me gustó mucho, y estuve en ella un par de semanas.

Mi amigo el senador me había recomendado a varias personas, entre ellas a un cura joven, recién llegado al pueblo. Este curita se hizo muy amigo mío.

Salíamos juntos, veíamos todo lo notable de la catedral, de los conventos y de las casas particulares. Una tarde, al volver a la fonda al oscurecer, se me acercó una vieja y me dijo que si quería ir a su casa podría enseñarme algo que me conviniera. Supuse trataría de proponerme la venta de algún cuadro o talla antigua; le dije que iría, y me dio las señas de su casa.

Al día siguiente, por la tarde, paseaba en compañía del cura joven cuando recordé el ofrecimiento de la vieja. Era ya entre dos luces.

—¿Estará por aquí cerca la calle de la Moneda? —pregunté yo.

—Sí, creo que sí —me contestó el cura—; estos chicos lo sabrán.

Los chicos nos indicaron la calle.

El cura y yo entramos en ella, buscamos el número y nos detuvimos delante de un estrecho portal oscuro. Había un hombre denegrido, demacrado, con aire de padecer terciarias, vestido con harapos, un pañuelo atado a la cabeza.

—¿La señora Cándida? —le pregunté.

—¿Vienen ustedes a verla?

—Sí.

—Aquí es.

El hombre, volviéndose al interior de la escalera, gritó:

—¡Señora Cándida!

Esperamos un rato, y poco después bajó por una escalera estrecha, alumbrándose con un candilejo de hoja de lata, la vieja que me había hablado la tarde anterior.

—¿No viene usted solo? —me preguntó con gran sorpresa.

—No.

—Bueno, pasen ustedes.

La presencia del cura dejó atónita a la señora Cándida.

Estuvimos un momento en el estrecho zaguán vacilando si seguir adelante o no. La luz del candil iluminaba el grupo. La señora Cándida era una mujer adiposa, encorvada, con la cabeza metida entre los hombros, la cara roja, con dos o tres lunares en la barba; tenía el pelo blanco, el cuerpo pesado y torpe, la sonrisa maligna y cínica, los labios rojos y lubricados. A veces, a través de los párpados abultados y rojizos, lanzaba una mirada suspicaz, llena de claridad.

—Bueno, suban ustedes —repitió.

Subimos la escalera del tabuco, negra e insegura; las ráfagas de aire amenazaban con matar la luz del candil.

—¡Demonio, cómo sopla el cierzo! —dije yo.

—Sí, esta es la casa de los cuatro vientos —contestó la señora Cándida.

Tras de subir dos pisos llegamos a un cuartucho tan sucio, tan vacío, que nos sorprendió desagradablemente.

Recorrimos tras de la vieja unos pasillos tortuosos. En la casa había únicamente un cuarto un tanto limpio y curioso. Este cuarto tenía una mesa, un canapé y varias estampas; comunicaba con dos alcobas blanqueadas, cada una con su cama de colcha roja de percal desteñido. Una de las alcobas tenía un gran espejo dorado, que parecía estar allá asombrado de verse en tan mísero rincón. La señora Cándida nos llevó por la casa, en la que reinaba la más negra y trágica miseria, y en un buhardillón nos mostró unos cuantos lienzos pintados. Eran cuadros sin ningún valor.

La vieja me preguntó:

—¿Qué le parecen a usted?

—No me gustan, la verdad.

—¿No quiere usted comprarme nada?

—No.

La señora Cándida suspiró.

Bajamos de nuevo la escalera hasta el portal. Al salir di una pequeña propina a la vieja por la molestia, y al recibirla, agarrándome de la manga y llevándome a un rincón, me dijo:

—Venga usted otro día solo, y verá usted.

—¿Tiene usted algo más en casa? —dije yo.

—En casa o fuera de casa, es igual. Allí donde yo voy me abren.

Me chocó bastante lo enigmático de la frase y salí con mi acompañante.

Hablamos de la decadencia horrible de las mujeres viejas cuando caen en la miseria, mucho mayor aún que la de los hombres.

—Por fortuna para esta gente —dije yo—, la costumbre de la miseria los hace insensibles. Me despedí del amable clérigo, y al día siguiente, cuando vino como de costumbre a mi casa, dijo:

—¿Sabe usted que ayer hicimos una pifia gorda?

—¿Por qué?

—Porque estuvimos en casa de una Celestina.

—¿De manera que la vieja…, la señora Cándida?

—Sí, es una Celestina a quien llaman la Canóniga. Parece que ha tenido fortuna y buena posición.

—¿De modo que no acertamos en nuestras suposiciones?

—Nada. Absolutamente nada.

—¿Le han contado a usted su historia?

—Sí, sin muchos detalles; me han dicho también que un viejo carpintero que hace ataúdes conoce su vida. Si le interesa a usted, iremos a verle.

—Bueno; iremos.

Fuimos, efectivamente, a una tienda de ataúdes del callejón de los Canónigos.

Estaba esta tienda en una casa antigua y negra, de piedra, con un arco apuntado a la entrada. El taller se hallaba en el portal, un portal pequeño y cubierto de losas, con un banco de carpintero en medio y algunas herramientas del oficio en las paredes.

A un lado tenía un cuarto con una ventana, que daba a una hendidura, por donde se veía la hoz del Huécar y por donde entraba el sol. Un chico nos hizo pasar a este cuarto. Había aquí una estantería con unos féretros pequeños de muestra, que hubieran podido servir para enterrar muñecas; había también varios relojes, de distintos tipos y clases: cuatro o cinco, de esos pintados que se construyen en la Selva Negra, con las pesas y el péndulo al descubierto; dos o tres, de cuco; otros, de pared, cerrados, que los ingleses llaman reloj del abuelo, y entre todos ellos se destacaba uno alto de autómatas y de sonería, con el péndulo dorado y esmaltado en colores.

Este reloj tenía una caja de color de caramelo oscuro llena de pinturas con guirnaldas y flores. Fijándose bien, en cada guirnalda se veía disimulado en ella un atributo macabro: aquí, una calavera con dos tibias; allí, un ataúd; en este rincón, un esqueleto. El péndulo tenía en medio de la lenteja una barca de latón sujeta con un tornillo y un contrapeso por dentro que hacía subir y bajar la proa y la popa alternativamente al compás de los movimientos del péndulo. En la barca había una figurita de Caronte. La esfera, de cobre, estaba rodeada de una orla de bronce con la efigie de Cronos, viejo haraposo y meditabundo, con unas alas en la espalda y un reloj de arena en la mano. Debajo, en una cartela con letras negras, se leía este apotegma de los antiguos relojes de sol de las iglesias:

«Vulnerant omnes, ultima, necat: Todas hieren; la última, mata.»

Sin duda, el construtor de aquella máquina tenía un gusto pronunciado por lo macabro. Había hecho algo como los cuadros de Valdés Leal, de la Caridad de Sevilla: algo alegre de color y triste de intención. Correteando por el portal, saltando de un reloj al armario de los féretros y de este a otro reloj, andaba un cuervo, grande y negro, que se dedicaba al monólogo y a veces al diálogo, mientras un gato negro, viejo y escuálido, con los ojos amarillos, le contemplaba atentamente.

El constructor de ataúdes me mostró el reloj de autómatas y sonería, del que estaba muy orgulloso, y después, sentándose entre un ataúd grande de un hombre y otro pequeño de un niño, y tomando el gato cariñosamente en un hombro y al cuervo en el otro, se puso a hablar sonriendo con una amable sonrisa.

Hablaba, como un discípulo de Séneca, de la inestabilidad de las cosas humanas, de lo fugaz del placer y del roer del tiempo con sus horas fatídicas.

Su reloj de figuras, su cuervo, a quien llamaba Juanito, y su gato negro, Astaroth, tenían para él, por lo que vimos, la importancia de divinidades siniestras y macabras que presidían sus momentos.

El hombre de los ataúdes nos contó la historia de la Canóniga y la suya, adornando ambas con sus fúnebres pensamientos.

III

Meses después, en Madrid, a principios de otoño, fui a casa de Aviraneta, que vivía en la calle del Barco con Josefina, su mujer.

Don Eugenio tenía entonces más de setenta años y estaba hecho una momia grotesca. Sus piernas se negaban a sostenerle, y para andar marchaba apoyado en un bastón grueso, dando golpes en el suelo como un ciego. Su cara, seca, arrugada, aparecía debajo de una gran peluca roja; su nariz, grande y también roja, amenazaba caer sobre el labio; sus ojos brillaban de inteligencia y de malicia.

A pesar de su edad y de sus enfermedades, Aviraneta conservaba brío y tenía las facultades tan despiertas como en sus buenos tiempos de conspirador.

Me encontré a Aviraneta en el cuarto de sus bichos. Era este un chiscón abuhardillado con jaulas, donde tenía ratas sabias domesticadas, loros, cacatúas y una porción de cajitas con mariposas disecadas, escarabajos, moscones, conchas y espumas de mar.

Don Eugenio acababa de volver de los baños de Trillo, adonde iba todos los años a curarse el reuma, y, a pesar de que no hacía todavía frío, estaba envuelto en la capa y al lado del brasero. Hablaba a sus bichos, les echaba migas de pan y los observaba. Esta era una de sus principales ocupaciones; la otra, la de leer folletines.

Hablamos; le conté mi historia de Cuenca, y después de oírla, dijo riendo, con su risa sarcástica, que se convertía en algunos momentos en tos:

—Aún podría añadir yo algo a tu historia.

—Pues añada usted lo que sea.

Aviraneta explicó algunos antecedentes políticos que el viejo carpintero de Cuenca ignoraba y que don Eugenio conocía por haber convivido con algunas personas de la época.

He aquí lo que me contó Aviraneta.

IV

—En 1822 —dijo don Eugenio— estuve yo en París, enviado por don Evaristo San Miguel, con el objeto de enterarme de los trabajos de los absolutistas españoles y franceses para provocar la intervención de Luis XVIII en España.

Algo averigüé, e hice cuanto pude para recabar el apoyo de los liberales franceses, aunque no conseguí gran cosa.

Sabía yo, como sabía todo el mundo, que habían ido varios delegados realistas españoles a París en busca de protección del Gobierno francés; lo que no supe, hasta pasado algún tiempo, fue de dónde salió el dinero que tuvieron para realizar sus planes.

Pagés, el secretario de don Vicente González Arnao, a quien tú conociste en aquel restaurante de la calle de Montorgueill, el Rocher de Cantal; Pagés, a quien no hace muchos años vi en San Sebastián, ya viejo y enfermo, me lo contó.

La Regencia de Urgel había enviado en 1822 a don Fernando Martín Balmaseda a París en busca de recursos para la Restauración española.

Balmaseda se dirigió a los absolutistas, desde los más altos a los más bajos; llamó a todas las puertas, y recogió una abundante cosecha de votos, promesas, protestas de amistad, manifestaciones de entusiasmo, etc.

Balmaseda buscaba esto; pero buscaba también un préstamo de trescientas a cuatrocientas mil pesetas para la Regencia de Urgel, con las cuales pudiera comenzar sus trabajos.

Balmaseda vio, sin gran sorpresa, que, a pesar de los grandes ofrecimientos, el dinero no aparecía por ningún lado.

Inventó algunas combinaciones, pero nadie cayó en el lazo.

Un día, en el hotel, ya en pleno desaliento, recibió la visita de un español que se llamaba Toledo. Toledo había huido de España por varias estafas, pero se hacía pasar por emigrado político realista.

Balmaseda tuvo la corazonada de oír a su compatriota, de darle una moneda de cinco francos y de explicarle las dificultades con que tropezaba para encontrar dinero.

Toledo le dijo:

—¿Ha visto usted a Fernán-Núñez?

—Sí.

—¿Y a los demás realistas ricos?

—A todos.

—¿Y nada? ¿No están en fondos?

—Nada.

—¿Sabe usted lo que haría yo? —dijo Toledo.

—¿Qué?

—Ir a ver a la princesa de Caraman Chimay.

—¿Y qué tenemos que ver con ella?

—La princesa de Caraman Chimay es nuestra compatriota, Teresa Cabarrús, madame Tallien.

—¡La revolucionaria! —exclamó Balmaseda.

—¡Bah! Ya no es revolucionaria —replicó Toledo—. No hay princesas revolucionarias. Además, esta se va haciendo vieja, y como no tiene adoradores de carne, se dedica a los santos, y sustituye el boudoir por la iglesia.

Balmaseda, que era hombre un tanto de sacristía, torció el gesto con la explicación, y preguntó secamente.

¿Y qué puede hacer por nosotros Teresa Cabarrús?

—Mucho. Teresa Cabarrús ha sido la amante del banquero Ouvrard. Ouvrard es el único hombre capaz de prestar para una cosa así una millonada. Si Teresa se lo indica, lo hace.

Toledo se marchó, y Balmaseda quedó pensando que el consejo de aquel perdulario no dejaba de tener interés, y tras de vacilar un tanto se decidió a escribir a la bella Teresa explicándole su misión y diciéndole lo que esperaba de ella.

La bella Teresa, la célebre Notre-Dame de Thermidor, que había lanzado a Tallien con un puñal contra Robespierre, estaba aquel día para salir de París a su palacio de Menars, cerca de Blois, pero había retrasado el viaje por la indisposición de un hijo suyo.

Teresa leyó la carta, y con una esquela suya mandó que se la enviaran a Ouvrard.

Ouvrard entonces era el lion de la especulación, el hombre de negocios de la época, un Law injerto en un Petronio.

Ouvrard fue uno de los primeros banqueros de París, uno de los que comenzaron el reinado de la plutocracia.

Ouvrard vivió como un nabab: dio las fiestas más espléndidas y ricas, alternó con la alta aristocracia. Ouvrard era hijo de sus obras; la suerte y el amor le favorecieron.

Ouvrard había sido una de las bellezas masculinas del Consulado; había sido llamado el bello Ouvrard. El bello Ouvrard tuvo amores con la bella Teresa Cabarrús, y de esta conjunción del Apolo bretón y de la Venus española nacieron varios hijos.

Bonaparte, celoso de la fortuna y de los éxitos del bello Ouvrard, lo prendió, lo desterró, lo anuló; pero Waterloo permitió al especulador entrar en Francia, y pronto volvió a brillar en París.

Al día siguiente de escribir Balmaseda a Teresa Cabarrús, el delegado realista español recibía una carta del banquero francés citándolo en su casa.

Balmaseda se presentó al banquero, y en pocas palabras le explicó lo que necesitaba.

—Soy delegado de la Regencia de Urgel —le dijo— y he venido para pedir al Gobierno francés un auxilio de dos millones de francos, orden para el paso de armas por la frontera, dos regimientos suizos, un buque de transporte y una fragata para auxiliar a los realistas de España.

—¿Y el Gobierno se lo ha concedido?

—En parte sí, en parte no. El dinero no lo tenemos aún, y como los trabajos urgen, he pensado si usted podría anticiparnos trescientos mil francos a cuenta de los dos millones que tenemos que cobrar.

—Amigo mío —dijo Ouvrard, sonriendo—, su proposición me prueba que no es usted un hombre de negocios.

—¿Por qué?

—Porque yo no le puedo prestar trescientos mil francos; la Regencia los tragaría en un momento, y yo perdería mi dinero. Usted necesita cuatrocientos millones de francos, y yo se los puedo proporcionar a usted en ciertas condiciones.

El español, estupefacto, murmuró:

—Veamos en qué condiciones.

—Estas condiciones son: Primera. La Regencia de Urgel se llamará desde luego Regencia de España.

—Esto no creo que sea difícil —dijo Balmaseda.

—Segunda. La Regencia será reconocida con personalidad por el Congreso de Verona y por Francia.

—Trabajaré en ello. El ministro Villele parece que se muestra propicio.

—Tercera —siguió diciendo el banquero—. Se asegurará una amortización del 2 por 100.

—Está bien.

—Cuarta. Se pagará un interés del 5 por 100. De aceptar, M. Rougemont de Lowenberg será el banquero.

—Por ahora no encuentro nada imposible.

—Y quinta y última. El Gobierno español me reembolsará las sumas que le he prestado anteriormente, con los intereses.

A esto Balmaseda calló un momento y dijo, después de pensarlo, que no tendría más remedio que consultar can la Regencia.

—Consúltelo usted y tráigame cuanto antes la contestación —replicó Ouvrard, levantándose e inclinándose fríamente.

Balmaseda comenzó al momento sus trabajos con gran diligencia. Escribió al Gobierno de Luis XVIII pidiendo que reconociese la Regencia de Urgel, pero Villele se negó a ello.

Al mismo tiempo comunicó al triunvirato de la Regencia: Eroles, Mataflorida y Creux, la proposición de Ouvrard. Estos no creyeron que podían comprometerse a tanto como pedía el banquero. Algunos emisarios del Gobierno francés, entre ellos el vizconde de Boiset, intentaron convencer a los miembros de la Regencia absolutista de las ventajas de la proposición Ouvrard; pero ellos, sobre todo Mataflorida y Creux, no quisieron ceder.

Balmaseda fue a ver a Ouvrard, se cambiaron las condiciones del empréstito, se prescindió de la Regencia de Urgel, se hizo que Eguía y sus amigos garantizaran la operación, y se firmó el compromiso el 1 de noviembre de 1822.

Desde aquel momento el papel de la Regencia de Urgel comenzó a bajar y el de los amigos de Eguía a subir.

El empréstito de Ouvrard, lanzado a la publicidad, tuvo sus dificultades. Nuestro embajador, el duque de San Lorenzo, denunció a Ouvrard ante el fiscal; el banquero M. Rougemont no quiso tomar parte en el negocio, y Ouvrard le sustituyó por M. Tourton, Ravel y Compañía; el Gobierno francés estaba indeciso, pero el empréstito se cubría.

En este lapso de tiempo la Regencia de Urgel, huida de Cataluña, se estableció en Tolosa de Francia, y después en Perpiñán.

Ouvrard, viendo que el Gobierno francés no se decidía a declarar la guerra a España, envió sus agentes a Eguía y a Quesada para activar las operaciones.

Quedaron de acuerdo en prescindir de la Regencia de Urgel y en obrar sin contar con ella para nada.

Los agentes de Ouvrard propusieron el que los generales realistas hicieran una intentona y se acercaran a Madrid.

Ni Eguía ni Quesada estaban en condiciones de intentar esa correría, y se decidió que la hiciera Bessières.

Ouvrard mismo se vio con Bessières y conferenció con él. Se sorprendieron ambos al saber que los dos eran masones. El banquero expuso su proyecto. Se trataba de reunir diez o doce mil hombres, acercarse a Madrid, entrar en la capital y disolver las Cortes.

Bessières, que era hombre de instinto militar, vio que el proyecto era factible, y expuso su plan. Formaría él un núcleo de tres o cuatro mil hombres en Mequinenza y marcharía hacia el centro. En el camino se le reunirían las fuerzas realistas de Valencia, Aragón y el Maestrazgo, y todas juntas, en número de seis a ocho mil, avanzarían sobre la capital. Era, poco más o menos, la misma operación militar que hicieron los aliados al mando de Stanhope y otros jefes en la guerra de Sucesión.

—Veamos el presupuesto de esta maniobra —dijo el banquero.

Bessières, reunido con su lugarteniente Delpetre, su sobrino Portas y otros varios realistas, hizo este presupuesto:

Concepto

Francos

A Jorge Bessières, para organizar una brigada y hacer varios trabajos de compra y espionaje:

200 000

A Bartolomé Talarn y sus fuerzas:

100 000

A Sempere, el Serrador, Royo de Noguerucia, Arévalo el de Murviedro, etc;

100 000

Al coronel don Nicolás de Isidro:

50 000

A Chambó, Forcadell, Peret del Ríu, Tallada, Perciva (el Fraile) y Viscarró (alias Pa Sech):

100 000

A Capape, Carnicer y el Organista:

100 000

A Ulman:

50 000

Total:

750 000

Ouvrard encontró que la suma era muy crecida, y Bessières la rebajó.

Después de regatear el cabecilla y el banquero quedaron de acuerdo en que Ouvrard iría girando cantidades a medida que Bessières avanzara.

Así salió Bessières, enviado por Ouvrard en enfant perdu —como decía el banquero— para pulsar al enemigo.

Bessières tomó la parte del león, del dinero enviado por Ouvrard. Cincuenta o sesenta mil duros fueron a parar a su bolsilla. Así se explica el lujo de sus uniformes, sus bordados y sus magníficos caballos en esta época. Corría por debajo el dinero de los tenderos y de los porteros de París después de pasar por la bomba aspirante de Ouvrard.

—Esta explicación —terminó diciendo Aviraneta con su voz ronca— no añade ni quita nada a la historia que me has contado; pero aclara un punto que siempre tiene interés: la procedencia del dinero. Así como en la averiguación de los crímenes se ha dicho: buscad a la mujer, en la investigación de las intrigas políticas, revolucionarias o reaccionarias hay que decir: buscad el dinero.

—¡Qué rarezas tiene el Destino! —exclamé yo—. Un capricho de Teresa Cabarrús, en París, produce la catástrofe de dos enamorados en Cuenca.

—Es la Fatalidad, la Ananké —exclamó Aviraneta, que sabía lo que significaba esta palabra por haberla leído en Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo.

—Extrañas carambolas.

—Sí, muy extrañas —y Aviraneta se frotó las manos, movió con la paleta la ceniza del brasero y se echó el embozo de la capa sobre las piernas.