LA FAMILIA DEL PATRÓN
ME presentó Paquito a su mujer y a su madre y ordenó después que me arreglaran un cuarto. Estuvimos hablando de varias cosas. Paquito, como todos los liberales españoles, altos y bajos, tenía la preocupación de la política y me preguntó acerca de las costumbres parlamentarias inglesas, estas costumbres que son, según parece, un gran honor para todo inglés, aunque a mí, la verdad, me han dejado siempre un tanto indiferente.
Luego hablamos de la posibilidad de que la reacción, entronizada por los Cien Mil Hijos de San Luis en España, se sostuviera o no. Paquito tenía la esperanza de un movimiento revolucionario. A mí no me parecía esto probable, y menos próximo, porque la mayoría de la gente había quedado cansada de los ensayos infructuosos de los constitucionales.
Acabada nuestra charla me llevaron a un cuarto pequeño y encalado que me cedieron. Paquito se mostraba en su casa, a pesar de su liberalismo, perfectamente tiránico. Era exigente, gruñón; todo lo que hacían los demás le parecía detestable y únicamente manifestaba benevolencia para sus faltas.
La madre era por el estilo: una vieja que reñía por costumbre y hablaba con una rapidez incomprensible para mí. Siempre se quejaba de frío.
Muchas veces que yo estaba sofocado por la tibieza del ambiente le oía lamentarse de que no cerraban las puertas:
—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué frío hace hoy! ¡Me quieren matar! ¡Yo no puedo resistir este viento, que corta! Santo Cristo de la Alameda, ¿por qué no me habrá quitado Dios de en medio, que no sirvo más que de estorbo a todo el mundo?
Así iba esta vieja engarzando quejas y conjurando todos los santos y santas del calendario.
La mujer de Paquito parecía una princesita condenada a vivir entre piratas. Tenía un aire resignado, unos ojos claros, ingenuos y una gran suavidad. Era hija de un militar que había guerreado en América. Había quedado huérfana muy niña. Se llamaba Dolores. Me pareció que en la casa no la guardaban consideración alguna y que la hacían trabajar demasiado.
El matrimonio tenía un chico y una chica. El chico era un salvaje de seis o siete años, despótico y mal educado. Yo estuve muchas veces a punto de calentarle las orejas porque se manifestaba de muy mala intención. El chiquillo llegó a tomarme odio.
Al cuarto o quinto día de llegar a Algeciras fui a ver al cónsul inglés, que me proporcionó trabajo para una temporada.
Le dije que estaba en relación con los filohelenos de Londres, y él me informó de que iba a llegar un barco con soldados para Grecia.
Cuando cobré el dinero del cónsul hablé con Dolores, la mujer de Paquito, para que me dijera lo que tenía que pagar por estar en su casa.
Nos pusimos de acuerdo, y quedé allá, en mi cuartito pequeño, escribiendo y pintando. Por la tarde solía dar un paseo por la playa, y recorría también las calles del pueblo, con sus grandes caserones blancos, con balconadas salientes, adornadas con hierros barrocos, sus rejas, sus canalones y sus persianas pintadas de verde.
Paseaba también por la plaza Alta y por una avenida, cuyas bocacalles iban a dar a la bahía, y por las cuales se divisaba el cielo y el mar.
Como se estaba en un período de política revuelta, todos los días había algún acontecimiento. A medida que los ministros de Fernando VII se apoderaban del Poder, la represión era mayor. Se hacían prisiones, y llegaban constantemente cuerdas de presos que el comandante del campo de Gibraltar, don José O’Donnell, enviaba a los presidios de África.
Un día vi en la plaza Alta un espectáculo triste. Un constitucional, un hombre viejo, de noble aspecto, se escapó de la cuerda; dos voluntarios realistas le siguieron gritando: «¡A ese! ¡A ese!». La gente fue tras él, le cogieron y a palos lo dejaron tendido en el suelo.
El pueblo entero manifestaba un gran fervor realista; se había sustituido la lápida de la Constitución por otra con el letrero: «Plaza del Rey», con las armas de la ciudad y una corona. Paquito, que estaba señalado como liberal exaltado, no salía apenas, y muchos, entre ellos yo, le aconsejaron que fuera a Gibraltar y que no viniese más que de tarde en tarde. Esto fue lo que hizo.
Yo me alegré mucho, no por la seguridad de Paquito, que me tenía sin cuidado, sino por hablar libremente con Dolores. La verdad es que me iba enamorando de ella por momentos. ¡Era una mujer tan simpática, tan buena! No me cansaba de oírla.
Ya sé yo que hay un mandamiento, no sé cuál, que dice que no se debe desear la mujer del prójimo; pero esto siempre me ha parecido una tontería; yo, no sólo deseaba la mujer de mi prójimo, sino que se la hubiera quitado si hubiese podido.
Cuando Dolores quedó sola con su suegra y los chicos, yo le decía que saliera, que no estuviera siempre metida en casa.
Un domingo dimos una vuelta por la bahía en el Lince, una barca grande. El Chirri iba al cuidado de la vela y yo al timón.
Estaba el cielo azul y el mar casi tan azul como el cielo.
Enfrente se divisaba el Peñón, de un color gris de ceniza, oscuro en los sitios cubiertos de bosque y alargado hasta la punta de Europa…
Dolores me habló de su infancia, de la que conservaba un recuerdo confuso de idas y venidas por los colegios de distintas ciudades; me contó una serie de niñerías con verdadera gracia. Yo le hacía mil preguntas y le oía encantado.
El barco marchaba suavemente; veía desarrollarse ante mis ojos la línea quebrada de los montes, formada por las últimas ramificaciones de la sierra de los Gazules.
A lo lejos aparecía la serranía de Ronda, los montes de Gaucín y Casares y los de Estepona.
Más cerca la sierra Carbonera, con San Roque en un alto; El Campamento, a orillas del mar, y luego La Línea sobre el arenal que une la tierra con Gibraltar.
—Vamos ya —dijo Dolores—, que la madre estará esperando.
—¿Qué prisa tiene usted para volver? —le pregunté yo.
—Sí; hay que hacer la cena.
—Deje usted la cena; por un día cenaremos más tarde. ¡El día está tan hermoso!
—Bueno —replicó ella.
Seguimos hablando. Avanzamos hasta la salida de la bahía. Estaba el Estrecho lleno de barcos, que navegaban con las velas desplegadas. Pasamos cerca de las murallas, llenas de líquenes, de la isla Verde.
Ahora se veía el otro extremo de la gran bahía casi circular, la Punta Carnero, y a lo lejos, la costa de Africa, el acantilado blanquecino de los montes de Sierra Bullones y el pico de la Almina de Ceuta.
Seguimos hablando Dolores y yo largo rato, y al caer la tarde le dije al Chirri que volviéramos.
Pasamos de nuevo por delante de la isla Verde. El sol iba retirándose con lentitud, iba escalando las casas de Algeciras, brillaba en los cristales, subía a los tejados, los abandonaba e iluminaba el campanario de la iglesia con una claridad rojiza. La sierra parecía acercarse, y al borrarse sus repliegues tomaba el aspecto de una muralla que se levantara tras del pueblo. Las casas se destacaban con más claridad a la luz fría del crepúsculo.
El cielo tomaba un color de escarlata por el lado del mar y este iba brillando con resplandores de rosa.
Al desembarcar, al acercarnos a Algeciras, las ventanas de las casas comenzaban a iluminarse; se oía en las tabernas rasguear de guitarras y se sentía un olor fuerte de aceite frío.
Desde el muelle fuimos hasta la plaza Alta.
Al pasar hacia casa oíamos la retreta en un cuartel.
Dos días después estaba en mi cuarto escribiendo, cuando se me presentó Paquito, con un aire grave, dramático.
Me advirtió que me tenía que hablar; hice ademán de oírle, y de repente me dijo que yo era un sinvergüenza, un ingrato y un canalla que estaba cortejando a su mujer. Negué yo el hecho, y entonces él me replicó que el domingo anterior había ido a pasear en la lancha con Dolores, y que le había dicho que era muy guapa y otra porción de cosas.
—¿Quién le ha dicho a usted eso?
—Mi chico y el Chirri.
Me callé y no repliqué; él siguió insultándome, y después insultando a su mujer.
Esto no lo pude soportar y salté.
Ya furioso, le dije que era un botarate y que su mujer valía millones de veces más que él; que le tenía por un vanidoso y un farsante; que su liberalismo era una mentira, porque no era más que envidia por los que podían y valían más que él, y, en último término, que estaba dispuesto a batirme con él a puñetazos, a navajazos o a tiros, porque le consideraba uno de los seres más despreciables y más ridículos de la tierra.
Mi indignación le enfrió a Paquito, y sin contestarme nada se marchó, dejándome solo e iracundo.