EL COPO
LLEGUÉ a Algeciras un día de noviembre por la mañana, cansado y sin una moneda de cobre; antes de entrar en el pueblo me acerqué a la playa de los Paredones, y viendo que no había nadie me desnudé, dejé la ropa sujeta con una piedra y me metí en el mar.
El agua estaba templada; me froté el cuerpo con manojos de algas secas y con arena. El baño me quitó la comezón del camino y me dio un gran sueño y mucha hambre.
Me hubiera gustado ser como el asno de Buridán, que me hubiesen puesto a un lado una ración de comida y al otro unos colchones, para demostrar, eligiendo, que tenía libre albedrío.
Como no estaba de suerte, no pude satisfacer mis dos necesidades de comer y dormir, y me decidí por aquella que no me costaba nada, y me tumbé al lado de una barca, de manera que el sol no me diese en la cabeza.
Dormí bastantes horas, y cuando me desperté me encontré rodeado de un círculo de muchachos y de algún hombre, haraposos todos, que me miraban hablando y riendo.
—Este es un gigante —decía uno.
—¡Ca! ¡Es un elefante!
—Pues las patas las tiene de camello.
—No vaya a ser un ballenato que se ha escapado de la jaula.
—¿A qué va a venir aquí un ballenato, compadre?
—Quizá quiera tomar lecciones para sacar el copo.
—Señores —dije yo, incorporándome—, no soy nada de lo que dicen ustedes; soy un ciudadano inglés que en este momento bosteza de hambre.
—¡Ah! Es un inglé —exclamaron todos.
—Pues, nada —dijo uno—: si tiene usted tanta carpanta, tire usted del copo con nosotros y tendrá usted su parte.
—Tiraré aunque sea de una carreta por comer.
Quizá el hombre había hecho su ofrecimiento con ironía; pero al ver que yo aceptaba su proposición se quedó sorprendido.
Me enteré en qué consistía el copo; me quité la levita, que dejé en una caseta de la playa, cogí una cuerda de esparto con un corcho en la punta y me puse a tirar de la sirga como los demás.
Teníamos ya las redes cerca de la playa cuando se nos acercó un vejete.
—No cogeréis más de dos pájaros —nos dijo. Él pronunciaba páharos.
—Así revientes, pájaro de mal agüero —murmuré yo.
Se sacó el copo, salieron en la red un amontonamiento de peces grandes, y de pececillos, y se presentaron en seguida varios hombres a ofrecer dinero por el pescado. Se terminó la subasta y se sacaron cincuenta reales, de los que me correspondieron a mí tres. Al parecer fue una buena pesca. Concluida la faena me lavé y me puse la levita.
—¿Dónde coméis vosotros? —le dije a uno de los muchachos compañeros míos de tirar del copo.
Cada uno me indicó un sitio distinto y me decidí a ir a un figón con uno a quien llamaban Cara e perro, que me inspiró más confianza. Comí en el muelle, en una taberna, cerca de donde sale al mar el río de la Miel, y fraternicé con Cara e perro, el Currichi, el Mojama, el Chirri, el Rondeño y otros personajes distinguidos.
Estaba pensando en el problema de acostarme cuando se presentó en la taberna un hombre de unos veinticinco años, en compañía de un viejo.
El joven se acercó a la mesa.
—Tú, Chirri —dijo de una manera imperiosa—, vete a casa del Nacional y dile que mañana esté listo para las siete.
El Chirri se levantó inmediatamente y salió escapado.
—¿Quién es este señor? —pregunté yo, señalando al hombre del bigote.
—Este es Paquito, nuestro patrón —me dijeron—, el amo de la red de la que ha tenido usted que tirar esta mañana, y de los botes.
—¿El no suele estar allá?
—No; él tiene dos barcas, una grande, con la que hace el contrabando, que se llama el Lince, y otra más pequeña, la Consolación.
Al mismo tiempo el dueño de las barcas y el viejo que le acompañaba debían hablar de mí. Paquito llamó a uno de los muchachos que estaban en mi mesa, que después se me acercó.
—El patrón —me dijo— quiere hablar con usted.
Me levanté y fui a su mesa.
—Siéntese usted —me dijo Paquito— y tome usted lo que quiera.
Me senté y pedí una taza de café.
Era el patrón un hombre de unos treinta años, delgado, seco, curtido por el sol y el aire del mar, con los ojos brillantes y el bigote negro.
—¿Es usted inglés? —me preguntó de pronto.
—Sí, señor.
—Me han contado que ha estado usted esta tarde tirando del copo.
—Es verdad.
—¿Ha sido por capricho?
—No. Por ganar unos cuartos para comer. Se me ha concluido el dinero que traía…
—Eso está bien. Puede uno ser más caballero que el verbo divino y tener las manos callosas del trabajo… ¿Viene usted de Gibraltar?
—No; vengo por Francia.
—¿Y, oiga usted, ha venido usted a España por pasear nada más?
—No.
Y en seguida eché mano del mito Cox y lo desarrollé ante los ojos del patrón.
—¿Le ha gustado a usted España?
—Mucho. Es un país por el que tengo gran simpatía.
—Chóquela usted. No le falta a usted más que una cosa para tenerme de su parte.
—¿Y es?
—El ser liberal.
—Pues lo soy.
—Es usted de los míos. ¿Cómo se llama usted, señor inglés?
—Yo, Thompson.
—Bueno, señor Thompson, aquí tiene usted un amigo.
—Muchas gracias.
—¿Qué necesita usted por el momento?
—Un sitio donde comer y dormir hasta que me manden dinero de mi país.
—Vendrá usted a mi casa. ¡Hala, vamos!
Salimos de la taberna, tomamos por una calle en cuesta a salir a una hermosa plaza, y de allá seguimos por una avenida hasta detenernos en una casita de un piso solo con una puerta grande y un escalón.
—Pase usted, Thompson —me dijo Paquito, y yo pasé.