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UN LOCO

PASÉ Ubrique, pueblo bastante mísero, en donde todo el mundo se dedicaba a hacer contrabando con la mayor impunidad y a coser petacas de cuero. Me chocó que se vendiera el tabaco de contrabando a la vista de todo el mundo, y me dijeron que el Gobierno español no se atrevía a mandar aduaneros.

Los ubriqueños estaban dispuestos a defender su prerrogativa de hacer contrabando con la sangre de sus venas.

Desde Ubrique me interné en la sierra de los Gazules y llegué a Jimena.

Entraba en este pueblo por una callejuela cuando me vi seguido por un hombre alto, delgado, moreno, con los ojos muy hundidos y la barba negra, manchada de plata. Me esperaba algún nuevo percance. Me detuve dispuesto a afrontar el conflicto. El hombre se me acercó y me dijo con una voz bronca:

—¿Es usted godo?

Hice un gesto de extrañeza, que lo mismo podía ser afirmativo que negativo.

El hombre debió de creer que decía que sí, y sacando una hoja del bolsillo exclamó:

—Tome usted y lea usted.

Cogí el papel, que era un impreso, y comencé a leerlo. Se trataba de un manifiesto anticonstitucional completamente absurdo en donde se protestaba de las impiedades de la época. El manifiesto terminaba diciendo: «¡Viva la religión! ¡Viva el Cid! ¡Viva el honor castellano! ¡Abajo el vil judío que mora en Gibraltar!

»Dado en Jimena de la Frontera el 15 de agosto de 1823.

»Yo el Rey

Después de leer el papel sonreí, comprendiendo que aquel pobre hombre no andaba bien del caletre, e hice una señal de asentimiento, y el loco, agarrándome del brazo, me dijo:

—¿Me reconoce usted como soberano?

—Sí, señor.

—¿Me traerá usted la cabeza del traidor Riego?

—Ahora mismo.

—¿Sabe usted dónde está ese pillo?

—Sí; necesitaría una cuerda para atarlo.

—Ahora vengo con ella.

El loco echó a correr y yo me metí en una posada. Pedí noticias de aquel desdichado, y me dijeron que las cuestiones políticas le habían sorbido el seso; se habló también de los bandidos que merodeaban en la sierra; pero yo no dije nada ni indiqué que los conocía.

Por la tarde salí de Jimena, y poco después comencé a ver el mar.

El pasaje cambiaba; se veían grandes piteras y chozas con el tejado de ramaje y de hierba.

Ya enfrente de la bahía encontré a un guardia del resguardo, que me indicó el camino de Algeciras.