IX

DE VIAJE

TOMÉ mi camino hacia Gibraltar por Utrera. Era a principios de noviembre y hacía un hermoso tiempo para viajar. Las horas de sol apretaba el calor, pero no de una manera molesta.

Solía dormir en el campo; compraba pan en los pueblos, y con pan y fruta me alimentaba.

Me sirvió mucho el libro de William Bowles que había sacado de casa de la señora Landon, y gracias a sus indicaciones pude desayunarme con los frutos del madroño (arbustus unedo), del alfóncigo (pistacia vera) y del algarrobo (seratonia silicua), que produce vainas azucaradas. También tuve que explotar, en malas ocasiones, la glycyrrhiza gladio o regaliz y el opuntia vulgaris o higo chumbo.

Lo pasaba mal que bien siguiendo mi camino cuando, al comenzar a subir una sierra, entre El Bosque y Ubrique, me encontré con un aldeano que marchaba con su hija a Gibraltar, los dos a caballo.

Él era un hombre de cincuenta años, muy moreno y muy seco, con patillas ya grises. Ella tendría lo más unos quince o dieciséis, y era preciosa, delgada, fina, con los ojos negros, llameantes, la cara redonda y los labios rojos.

Hablamos largamente el hombre y yo; me dijo que viajaba con frecuencia y que hacía contrabando. Él se llamaba el señor Juan; la niña, Milagros. Yo les conté quién era y algunas de mis aventuras, y los dos se rieron mucho.

—Vaya, móntese usted a la grupa de mi caballo —me dijo él—, que me va dando pena verle caminar a pie.

Subí al caballo y seguimos conversando y marchando por entre breñales secos, abruptos, interrumpidos muy de tarde en tarde por matas polvorientas y lentiscos.

En los picachos áridos, quemados por el sol, se veían algunas cabras, y las águilas volaban trazando grandes curvas por el aire.

—¿Y qué? ¿No tiene usted miedo a los bandidos? —me dijo de pronto ella.

—Yo, ninguno. ¿A mí qué me van a hacer, si no tengo un cuarto?

—Quitarle la vida.

—¿Para qué?

—¿No le han ofrecido allí en Sevilla un seguro para los ladrones? —me preguntó él.

—A mí, no. ¿Es que hay un seguro así?

—Sí, señor. En toda Andalucía tiene usted seguros contra los ladrones. El propietario que viaja y no quiere ser robado paga una cantidad a la sociedad, y esta le da un salvoconducto y a veces una pequeña escolta.

—¿Pero el Gobierno no hace nada para acabar con esta inmoralidad?

—Nada. El Gobierno de la Constitución parece que ha querido hacer algo; pero con la entrada de los franceses se ha acabado todo el orden, y la gente perdida anda por los caminos como Pedro por su casa.

Mientras el señor Juan hablaba, su hija me examinaba con una mirada curiosa e irónica.

Íbamos marchando por un mal camino ardoroso y polvoriento, por la sierra, entre grandes encinas y algarrobos.

Antes de llegar a Ubrique paramos en una venta del camino.

—¿Usted hará noche aquí? —me dijo el señor Juan.

—¿Es buena venta esta? —le pregunté.

—Muy buena.

—Es que no me quedan más que unas pocas pesetas para llegar a Algeciras y no me atrevo a gastarlas.

—No tenga usted cuidado. No le llevarán aquí casi nada.

Bajamos en la venta, y el ventero, un tipo no muy bien encarado, nos llevó a los tres a la cocina. Estuvimos charlando, cenamos, y después de cenar se armó un bailoteo de padre y muy señor mío con la Milagros y otras chicas de la venta y unos mozos arrieros.

Los tales arrieros me parecieron un tanto desvergonzados. El señor Juan me presentó a ellos.

Se llamaban el Gavilán, el Moreno, el tío Malas-pulgas y el Manguillo; todos iban muy elegantes.

Me chocó que obedecieran al señor Juan ciegamente, y este me dijo que eran sus mozos.

Yo tuve que bailar y lucir las habilidades que había aprendido en Sevilla en la academia de Álvarez de Acuña.

—¡Olé por el inglés! ¡Ahí la sangrecita gitana! ¡Vaya calor! —me gritaban.

Estuvimos de broma hasta media noche. Cansado y con el recuerdo de la Milagros en el cerebro me eché en el colchón y me quedé dormido.

Desperté ya entrada la mañana. Bajé a la cocina y no había nadie. Llamé, no me contestaron. La puerta estaba cerrada.

Entré en un cuarto próximo a la cocina y me chocó ver en un rincón dos trabucos y varios paquetes.

¿Quizá aquel era un nido de contrabandistas? Salí al zaguán y quedé atónito y espantado al ver en el suelo un reguero de sangre. Este reguero manchaba el portal y la cocina, seguía por un corralillo y terminaba en un rincón, donde la tierra estaba removida. La idea de que allí acababan de enterrar a un hombre me sobrecogió.

Entonces recordé vagamente que de noche había oído ruido y rumores de lucha. ¿Este señor Juan y su hija y sus mozos serían bandidos?

Me pareció que no cabía duda, y sin pensar en más escalé la tapia del corral, salté al campo y salí a marchas forzadas camino de Ubrique.

Al registrarme los bolsillos vi que me habían robado el poco dinero que llevaba, dejándome solamente unas monedas de cobre.