LA CASA ABANDONADA
SIEMPRE tras de la señora Landon llegué a una calle muy lejana de la cárcel y me detuve delante de un gran caserón. Cruzó mi guía un portal, pasé yo después de ella; llegamos a un patio con jardín: luego a otro patio, y me encontré en una casa grande y abandonada. La señora Landon me llevó a una sala con una alcoba con columnas. Me mostró una mesa con viandas y me dijo:
—Cene usted y acuéstese.
—Muy bien. ¿Nada más?
—Puede usted estar con la luz encendida; pero no vaya usted con ella a las habitaciones que dan a la calle. Esta casa está deshabitada y tiene dos salidas. Si por una casualidad, que me parece improbable, vinieran a buscarle por el lado por donde hemos entrado, puede usted escaparse por esta otra parte. La llave está en la puerta.
—Bueno. Entendido.
—¿Quiere usted alguna cosa?
—Si no le molesta a usted, le diría que creo que sería conveniente el que fuera usted mañana al Salón de Cortes a hacer como que va a visitar al preso y ver lo que dicen de su fuga.
—Sí, sí; tiene usted razón. Así lo haré.
Dicho esto, la señora Landon me dio las buenas noches y me dejó solo. Cené, me acosté y dormí perfectamente hasta las siete.
Me levanté a esta hora y recorrí la casa.
Las habitaciones que daban a la calle estaban cerradas; el suelo y los muebles, cubiertos de una capa de polvo. En los grandes espejos deslustrados me veía en la semioscuridad como un duende.
Salí al momento al jardín. Era grande, tenía naranjos y palmeras y comunicaba únicamente con el de la señora Landon. Una pared muy alta lo separaba de un convento.
Me paseé una hora, escudriñé en un antiguo invernadero, con las puertas podridas y los cristales rotos, y después entré en la casa; recorrí los salones, y en uno encontré un armario abierto lleno de libros encuadernados en pergamino. Casi todos estaban en latín, y únicamente vi en castellano la historia de la conquista de Méjico, por el Capitán Bernal Díaz del Castillo, y el libro de mi paisano William Bowles, la Introducción a la Historia Natural y a la Geografía de España.
Leí alternativamente uno y otro libro y me engolfé de tal modo en la lectura, que cuando miré al reloj eran las doce.
Bajé al jardín, y la señora Landon, desde su ventana, me dijo que me acercase.
Había estado en la cárcel, y al llegar al patio de la torre se había encontrado con los artilleros asombrados y risueños.
—El inglés ha volado —le dijo el sargento guardalmacén.
—¿Cómo? ¿Ha huido? —le preguntó ella.
—Sí.
—¿Por dónde?
—Pues no se sabe. Es un misterio.
El sargento le contó que por la mañana, al ver la puerta cerrada por dentro, habían creído que el inglés estaría enfermo y llamaron repetidas veces, y en vista de que no contestaba descerrajaron la puerta y entraron. En el cuarto del preso se vio que estaba rota una sábana de la cama; en el campanario se encontró una peineta de mujer y en el zaguán de la torre un fuerte olor a aguarrás.
Algunos creían que el inglés había huido por arte de magia.
En aquel momento dos capitanes hacían un informe para resolver cómo se había podido llevar a cabo la evasión.
Después de contarme esto, la señora Landon mandó que me pasaran la comida, y por la tarde me dediqué a leer.
Al tercer día de cautiverio la señora Landon vino a visitarme y me dijo que había visto al subdelegado de policía y le había confesado que yo estaba en su casa. El subdelegado le advirtió que no me presentara en la calle, pero que no tenía necesidad de esconderme.
El mismo día la señora Landon me indicó que me iba a llevar por la noche a casa de un sastre; le dije que en aquel momento yo no tenía dinero, a lo que contestó que no importaba. Como la señora Landon era tan dominante, tuve que ceder y fui con ella en coche a ver al sastre, que llegaba de Gibraltar.
Era este sastre un francés de caricatura inglesa: alto, flaco, con los hombros más altos que la cabeza, la cara juanetuda y amarilla y las piernas delgadas. No le faltaba para ser un tipo de Gillrray mas que llevar las pantorrillas al aire, coleta y papillotes, y una rama en la mano.
El sastre nos elogió sus telas con grandes extremos y nos mostró sus trajes hechos.
La señora Landon escogió una levita verde botella que, según dijo, me venía muy bien, dos chalecos de piqué y un pantalón claro.
Después pasamos por una sombrerería, donde me compró un sombrero de copa; luego, por una zapatería, y volvimos con nuestras compras.
—Ahora, señor Thompson —dijo la señora Landon—, va usted a hacer lo siguiente: mañana por la mañana, antes de que se hayan levantado mis criadas, irá usted al sitio en donde paran las diligencias con un maletín en la mano; esperará usted que venga una, y en seguida tomará usted un coche, dará las señas de mi casa, y se presentará usted aquí y llamará a la puerta. Pasará usted por mi sobrino.
Hice lo que me dijo y al día siguiente llamaba a la puerta haciendo mi papel de extranjero. La criada me hacía entrar en la sala, y la señora Landon me recibía con una mezcla de displicencia y afecto, como si fuera de verdad un pariente importuno.