EVASIÓN
AL día siguiente decidí estudiar el terreno para ver si era posible una evasión.
Me acosté muy temprano y me levanté al amanecer. Bajé las escaleras de mi encierro, abrí la puerta y exploré el patio. Este patio, en donde se levantaba la torre, se hallaba enlosado y circunscrito por tres paredes altísimas y otra no tan alta que le separaba de un jardín poblado de árboles.
Examiné la tapia más baja y vi que había una antigua ventana cerrada a una altura de tres o cuatro varas.
Si esta ventana no tenía reja, por allí debía de ser fácil pasar al jardín vecino.
Vi en el patio una barrica, la empujé y la llevé debajo de la ventana; bajé de mi cuarto una silla y la puse encima. Después me subí a la silla, y con un palo con punta, metiéndolo en el resquicio de la ventana, llegué a abrirla. No había reja. Cerré la ventana y me volví a la torre.
A las nueve de la mañana vino a visitarme el sargento guardalmacén que había ocupado la torre antes que yo. Traía varios libros místicos, enviados para mí por el fraile.
Me dijo que ya no quedaban presos políticos, pues todos habían sido trasladados fuera de Sevilla, mientras estuviera el rey en la ciudad.
—Y conmigo, ¿qué van a hacer?
—No sé. A mí me han ordenado que le ponga un centinela de vista y que le encierre con llave desde mañana.
—Pues es una broma.
Me convenía hacer algunas investigaciones antes de que se cerrase la puerta, y al día siguiente, antes del alba, bajé al patio.
La Tránsito quedaría en la ventana, y si veía asomarse a alguien tiraría una piedrecita al suelo para avisarme.
Cogí la silla en una mano, bajé las escaleras, abrí la puerta de la torre, marché hacia donde estaba la barrica y la coloqué debajo de la ventana, y encima la silla, y después a pulso entré por la ventana, llenándome de arañazos la cara y las manos.
Pasé al otro lado, al jardín vecino; me agarré a la rama de mi árbol y bajé por el tronco hasta la tierra. Estaba el huerto en el mayor silencio; se oía únicamente el piar de los pájaros en el follaje. Crucé el jardín sin hacer ruido.
Me acerqué al árbol que estaba más inmediato a la pared que daba a la calle; trepé por él, y de rama en rama llegué al borde de la tapia y miré con precaución. Daba a una callejuela estrecha y desierta. La tapia tendría seis o siete varas de alto. Me dieron tentaciones de saltar; pero no quise dejar sola a Tránsito y volví al jardín, luego al patio y después a mi torre.
Hecha la excursión me lavé y me acosté.
Al día siguiente, al levantarme de la cama, vi que en la puerta había un artillero de centinela, con la bayoneta calada.
—¿Es que no puedo salir? —le pregunté.
—Esa es la orden que me han dado.
Al mediodía se presentó la señora Landon. Le dije que mi asunto se complicaba; que tenía un centinela de vista y que me encerraban en la torre con llave.
—Yo voy a ver si me escapo —continué diciendo.
—Hará usted muy bien —exclamó ella.
—¿Usted me podría ayudar?
—Sí, sí; dígame usted lo que necesita.
Yo tenía pensado mi plan.
—Necesitaré un cordel de ochenta varas de largo, del grueso del dedo meñique.
—¿Y eso cómo lo voy a entrar aquí?
—Usted mañana me regalará un almohadón; dirá usted que es mi cumpleaños, y dentro del almohadón vendrá la cuerda.
—Muy bien.
—Además, tomará usted dos botellas de Jerez, vacías, que conserven las etiquetas, las llenará usted de aguarrás, las cerrará muy bien y me las enviará con el almohadón, como regalo.
—Descuide usted; todo esto se hará. ¿Cómo piensa usted salir?
—Voy a hacer una escalera con el cordel que usted me traiga, y me descolgaré por la torre.
—¿Y después?
—Después pasaré al jardín de al lado por un agujero de la tapia, y de este jardín iré a la calle. Lo que quisiera saber son las salidas de la calle que va por ahí detrás.
La señora Landon y yo nos asomamos a la ventana enrejada, y yo le mostré las copas de los árboles del jardín próximo, que asomaban por encima de la tapia.
—Yo le podría enviar a usted un plano de Sevilla —dijo la señora Landon—. ¿Pero para qué? Es mejor otra cosa. ¿Mañana será la escapatoria?
—Sí; si usted me manda el almohadón.
—Eso vendrá sin falta. ¿A qué hora piensa usted escaparse?
—De diez a diez y media de la noche.
—A esa hora habrá en esa callejuela una persona apostada que le esperará y le acompañará.
Se marchó la señora, y yo pasé el día con la mayor impaciencia. Por la mañana me despertaron, trayéndome los regalos de la señora Landon: el almohadón y las dos botellas de aguarrás disfrazadas de Jerez. Al verme solo rompí el almohadón, saqué la cuerda, y la Tránsito y yo comenzamos a hacer la escala. Reservé un trozo de cordel de unas ocho varas.
Eché el cerrojo de la puerta de la torre y estuvimos trabajando atando las cuerdas.
Desde el campanario advertimos la gran animación del pueblo.
Iba a entrar el rey de España en la ciudad. Todos los balcones se veían engalanados con colgaduras, con arcos de triunfo, ramas y flores. Las calles estaban atestadas de gente.
Por la orilla del río se veían coches y calesines que iban hacia la torre del Oro, y por los caminos lejanos se advertían grupos de labradores a pie y en caballerías.
—¡Pueblo estúpido! —exclamé yo elocuentemente—. Entusiásmate con tu Fernando. Cuando le convenga a este truhán te calentará las espaldas.
En todo el día terminamos la escala entre la muchacha y yo. A la hora de la retreta bajé yo a la puerta de la torre. Estaba cerrada con llave. Escuché. No andaba nadie por el patio.
Comencé mis pruebas. La escala no bastaba; le faltaban cinco o seis varas para llegar desde el balconcillo del campanario al patio. Estuve pensando en la manera de resolver esta dificultad, y me decidí a añadir a la escala una cuerda hecha con un trozo de sábana.
—Yo bajaré primero —le dije a la Tránsito—; esperaré en el patio y silbaré. Si acaso, cuando llegue usted a la cuerda hecha con la sábana le falta fuerza para sostenerse, la recogeré en brazos.
La muchacha dijo que no tenía miedo. Entonces yo vacié mis dos botellas de aguarrás en la palangana y fui embebiendo la escala y el trozo de la sábana, hasta que empaparon casi todo el líquido. El resto lo eché por un agujero en el zaguán de la torre.
Después até la escala al barandado de piedra del balcón del campanario, y fui echándola abajo. Hecho esto, metí una caja de pajuelas en el bolsillo, y salté al lado de fuera del barandado y fui descendiendo con dificultades hasta alcanzar al trozo de sábana y llegar al patio.
Silbé suavemente, y noté, por la cuerda, que la escala se agitaba y la muchacha comenzaba a bajar despacio. Antes de que llegara al trozo de la sábana yo acerqué la barrica y me subí a ella. Al llegar la Tránsito al trozo de sábana pude sostener a la muchacha por los pies y luego por el cuerpo.
Venía la muchacha rendida.
—Descanse usted —le dije—. Ahora vamos a ver un bonito espectáculo —añadí.
Saqué el eslabón, el pedernal y la mecha; até una pajuela de azufre en el trozo de sábana en que terminaba la escala y la pegué fuego con la mecha.
Ardió la pajuela, después el pedazo de sábana, luego la escala, de una manera tan discreta, que parecía desaparecer por arte de magia.
Concluida esta parte, acercamos la barrica al ventanillo que comunicaba con el jardín contiguo; hice pasar a la muchacha, luego pasé yo, cruzamos el jardín y subimos por un árbol a la tapia.
Até el trozo de cuerda que llevaba a una rama gruesa de un árbol y la punta la eché fuera de la tapia, hacia la calle.
—Yo me descolgaré primero —le dije a la Tránsito—; luego la recibiré en brazos.
Me deslicé por cerca de la pared y descendí fácilmente. Después bajó la muchacha, que se desolló las manos, y estuvo a punto de derribarme al sostenerla.
Para que nadie lo advirtiera, desde la calle hice un ovillo con la punta de la cuerda y la tiré al otro lado de la tapia hacia el jardín.
—Ahora ¿qué hacemos? —preguntó la Tránsito.
—¿Usted tiene sitio adónde ir?
—Sí.
—Pues entonces cada cual por su lado.
La estreché la mano y me separé de ella. La noche estaba oscura; no había un alma por aquellas inmediaciones.
Di dos vueltas arriba y abajo por la calle, cuando se me acercó una mujer de pobre aspecto. Era la señora Landon.
—Sígame usted —me dijo.
La seguí; en las calles céntricas se sentía el gran barullo; había comparsas de guitarras y panderetas y gente que cantaba canciones alusivas a la entrada del rey. Los curas y frailes pasaban seguidos del populacho, hablando y accionando, y capitaneando a patrullas de desharrapados.
Todos eran gritos y vivas al rey absoluto y mueras a la Constitución, a los herejes y a los negros.