EL FRAILE
EL segundo día de mi prisión en la torre no vinieron la señora Landon y su sobrina; en cambio, tuve la visita del canónigo Molinedo y del Capitán Iscar. Por lo que dijo el canónigo no quedaban ya presos en el Salón de Cortes, excepto unos milicianos, a los cuales querían trasladar a otro pueblo. El rey iba a llegar a Sevilla, y los realistas habían pensado, como un número de festejos para agasajar a Fernando VII, hacer una degollina de negros; y el subdelegado de policía, siempre paternal con los liberales, se disponía a ir sacando de Sevilla a los más calificados y llevarlos a otra parte. Molinedo e Iscar saldrían al día siguiente.
El absurdo seguía; persistía el régimen mixto de severidad y de benevolencia. Se fusilaba a las personas más inocentes y se dejaba libres a las más comprometidas.
El Capitán Iscar me dijo:
—¿Sabe usted aquel hombre bajito y rubio, algo bizco, que estuvo vigilándole a usted por orden del alcaide?
—Sí. ¿Qué le ha ocurrido?
—Que se ha escapado.
—Pero ¿no era un vigilante de la cárcel?
—¡Ca! Es un conspirador.
Iscar me contó cómo había engañado a los carceleros.
—Y ¿quién era ese hombre?
—Es uno de los tipos más revoltosos de la época. Se llama Aviraneta, y ha sido el brazo derecho del Empecinado.
—Ahora que me habla usted del Empecinado, recuerdo a este Aviraneta. Le he visto una vez con el general en el café de La Fontana de Madrid. Y ¿usted le conocía de hace tiempo?
—Sí; yo le conocía desde la intentona de Porlier. Yo fui como emisario de Porlier a ver al Empecinado a su finca de Castrillo de Duero, y allí hablamos Aviraneta, él y yo.
Se fueron Iscar y el canónigo Molinedo; yo subí al campanario y estuve contemplando Sevilla, iluminada por los últimos rayos del sol.
Al día siguiente, por la mañana, al despertar, experimenté la desagradable sorpresa de ver a un fraile dominico que entraba en mi cuarto, acompañado del sargento guardalmacén.
Era un fraile grueso, panzudo, con un aire de ballenato putrefacto, las barbas rubias, el pelo rojo y ensortijado, que parecía hecho con virutas, y los ojos de miope.
—Hijo mío —me dijo el fraile con un acento andaluz muy molesto—, he sabido que estás preso y vengo a ofrecerte los socorros de la religión. Supongo que tendrás cargada la conciencia y que una confesión general aliviará tu alma.
—¿Es que han pensado ahorcarme? —pregunté yo al sargento, saltando en camisa de la cama.
—No, no. Este padre ha venido aquí a confesar a otros presos y ha querido verle a usted.
—¡Pues así se muera de repente! —murmuré para mis adentros.
—¿No quiere usted confesarse? —me preguntó el padre.
—No, yo no soy católico —exclamé—. Soy inglés y de la religión de mi país.
—Tienes que abandonar esa herejía, hijo mío.
—Si tengo que convertirme por la fuerza —murmuré yo—, mi conversión no tendrá ningún valor. Me he educado en la religión reformada y no tengo motivo ninguno para creer que sea falsa. Si me dan argumentos, los tomaré en cuenta.
No me atreví a decir que el protestantismo, como el catolicismo, me parecían formados por mitos más alejados de la realidad que el de la Cosa en sí.
El fraile me echó una plática de las más ramplonas; en su acento dulzón me dijo que el momento de la muerte podía estar muy próximo: que había que prepararse para este instante terrible, y que me traería libros religiosos.
Se marchó el fraile con el sargento. Salté de la cama, me vestí y bajé las escaleras hasta la puerta de la torre. Tenía esta un cerrojo por dentro y decidí correrlo para que no me sorprendieran visitas como aquella.
Acababa de echar el cerrojo, cuando oí un ruido de pasos en el pequeño portal.
—¿Quién está aquí? ¿Quién es?
—¡Por Dios, caballero! —dijo una voz—. No me pierda usted.
—¿Pero quién es usted? A ver. Venga usted a la luz, que nos veamos las caras.
Subimos al primer piso y quedé atónito al ver una muchacha vestida de soldado.
—No diga usted nada, por Dios —exclamó.
—Yo que voy a decir, si soy un preso.
—¿Es usted un preso?
—Sí.
—Pues yo he venido disfrazada de soldado a darle un papel a mi novio, en el que le explicaba por dónde se podía escapar; pero precisamente esta misma noche le han sacado de Sevilla. Al saberlo he intentado marcharme; pero me he encontrado la puerta cerrada, y para que no me vieran me he metido aquí.
—Pues le va a usted a ser muy difícil salir. ¿No traía usted ropa de mujer?
—No.
—Veremos qué se hace. Suba usted.
La muchacha no era melindrosa. Nos repartimos los colchones, y ella durmió en la alcoba, y yo, en el gabinete.
Al otro día la Tránsito, así se llamaba la chica, arregló el cuarto y lo limpió, mientras estaba la puerta de la torre cerrada. Después tuvo que subir al campanario y pasar el día allí.