LA SEÑORA LANDON
AL día siguiente me desperté temprano, me lavé y me vestí, y salí a pasear por los claustros del convento.
Le dije al señor Pepe, el alcaide, que me permitiera hacer gimnasia en el claustro, porque me apoltronaba estando quieto.
El señor Pepe debió de desconfiar, porque puso un subordinado suyo, un hombre bajito y rubio, para que me vigilara. No tenía aquel guardián un aire tranquilizador. Se me figuró conocerle, aunque no sabía de qué.
Hice una porción de flexiones en el montante de una puerta, bastante fuerte para sostenerme a mí, y anduve después con las manos, con la cabeza para abajo y los pies para arriba.
Me encontraba en esta actitud cuando oí risas de mujer; volví a mi posición natural y me encontré con la señora Landon y su sobrina Mercedes.
—Hace usted unas planchas preciosas —me dijo Mercedes, burlonamente.
—Sí; no las hago mal. Y ¿qué las trae a ustedes por aquí?
—Vengo por usted —me dijo la señora Landon—. Me hablaron ayer de un inglés que estaba preso de las señas de usted, y venimos a verle. Yo me incliné muy reconocido.
Añadió la señora Landon que conocía mucho al subdelegado de policía de Sevilla, don Lorenzo Hernández de Alba, y que inmediatamente que volviera de Alcalá de Guadaira le hablaría para que me dejaran en libertad.
—Yo supongo que usted no será ningún Bruto. ¿No habrá usted matado a ningún tirano?
—No, no. A no ser en sueños.
—Entonces creo que le libraremos a usted.
Le di mis más expresivas gracias, y la señora Landon añadió que mandaría enviar una cama y ropa blanca para mí, y que encargaría a una fonda mi comida y almuerzo.
—Señora —le dije—, que no me manden mucha comida, porque la comeré toda y me pondré pesado y no podré hacer estos ejercicios.
La señorita Mercedes se reía. Charlaron un largo rato conmigo, dijeron que volverían al día siguiente y se fueron.
Yo me reuní con el canónigo grueso de la noche anterior y con un joven Capitán que se llamaba Iscar.
Iscar era un hombre muy nervioso y muy vivo, que había tomado parte en varios movimientos revolucionarios. Fue el brazo derecho del general Porlier cuando este intentó levantarse en Galicia con el marqués de Viluma. Fracasada la empresa de Porlier y fusilado el general, a quien llamaban el Marquesito, Iscar, Viluma y los demás complicados estuvieron presos en La Coruña durante algún tiempo.
—Ha tenido usted la visita de una señora principal de Sevilla —me dijo el canónigo.
—Sí; la señora Landon.
—Los sevillanos que están aquí han quedado un poco asombrados de la visita, y dicen que debe usted de ser hombre de gran familia y posición.
—No, no. Soy de familia modesta.
El canónigo sonrió con incredulidad. En esto pasó el hombrecito rubio que me había vigilado mientras yo hacía gimnasia, y el Capitán Iscar se abalanzó a él.
El hombre rubio miró antes a derecha e izquierda con gran alarma, hablaron los dos un rato rápidamente y se separaron.
—Esto está lleno de misterios —me dijo el canónigo.
Volvimos al salón; pero la estancia allí no era del todo grata. Entre los presos había enfermos en sus camas, algunos de tifus y de disentería; nadie se había cuidado de resolver el modo de ventilar la antigua iglesia, y el ambiente era ya irrespirable.
Yo decidí dejar la tribuna y poner mis dos colchones en el claustro, a pesar de que todo el mundo consideraba esto como una extravagancia.