EL SALÓN DE CORTES
EL día 27 de septiembre de1823, a las once de la mañana, llegábamos los presos a la capital de Andalucía y hacíamos nuestra entrada triunfal en medio de gritos y mueras y de alguno que otro tomate podrido o troncho de berza con que nos obsequiaba el pueblo soberano.
Fuimos todos a parar a la subdelegación de policía.
El subdelegado estaba en Alcalá de Guadaira, y nos recibió su secretario.
Interrogó al sargento rápidamente y mandó que llevaran a los presos por delitos comunes a la cárcel, a los soldados catalanes a la comandancia militar, y a mí al Salón de Cortes.
El sargento distribuyó su fuerza y me mandó con un soldado a mi destino. Aquel Salón de Cortes era un antiguo cuartel de Artillería, que antes había sido colegio de jesuitas. Me recibió el alcaide, un andaluz de unos sesenta años, a quien llamaban el señor Pepe, hombre que para dar mayor brillo a su figura vestía un frac viejo y un sombrero de copa.
—¿Ez uzté ingléz? —me dijo.
—Sí, señor.
—No zé zi estará uzté bien aquí, porque loz ingleze zon muy amigoz de comodidadez; pero véngame al zalón, y ayí ze encontrará entre cabayeroz.
Entré en el salón, y fui muy bien acogido por aquellos señores liberales presos. El señor Pepe, el alcaide, me alquiló dos colchones y una almohada, y buscando sitio para hacer mi nido encontré una pequeña tribuna vacante, donde me instalé.
Poco después del mediodía, los presos se disponían a comer en las mesas, formando grupos.
Como yo no pertenecía a ninguno de ellos, me senté por separado en un banco y me preparé a comer un poco de pescado frito y pan, que me vendió el alcaide por seis reales.
Los de la mesa inmediata me instaron a que me reuniese con ellos; les di las gracias, diciendo que no tenía ganas; pero dos señores se levantaron, me agarraron, me pusieron de pie y me obligaron a sentarme a su lado.
Comimos admirablemente, y algunos de aquellos sevillanos me dieron broma por mi falta de apetito.
—Un muchacho como este, como un castillo, y además inglés —decía un viejo—, se traga todo lo que le pongan.
Después de comer y de tomar café se quitaron las mesas, y unos se pusieron a fumar sentados en las sillas, y otros a pasear por la antigua iglesia, como si estuvieran en una plazoleta. Hubo discusiones violentas, interrumpidas por chistes; luego un señor se subió a una silla y echó un discurso muy retórico que fue estrepitosamente aplaudido.
Aquello me daba una impresión un poco rara: no se podía comprender si iba en serio o en broma. La mayor parte de los presos eran caballeros y ricos propietarios de Sevilla.
Se pasó la tarde así, y al anochecer comenzaron a entrar en el salón las familias, los parientes y amigos de los presos.
A la hora estaba llena la antigua capilla. Se encendieron las lámparas, se pusieron mesas de juego y el salón se convirtió en un gran café.
Asistieron también muchos oficiales de Artillería y algunos jefes de la guarnición. Yo me paseé con un coronel llamado Rosales y un canónigo grueso que estaba detenido como liberal: el canónigo Molinedo.
El coronel Rosales y el canónigo dijeron que las noticias de Cádiz eran muy malas y que el Gobierno constitucional había hecho proposiciones de paz a los franceses.
A las once se dio la orden de evacuar el salón por las familias y gente extraña. Cada cual se dispuso a acostarse; yo me metí en mi tribuna, y tendido en el colchón pasé la noche en un sueño.