EN EL CAMINO
A los seis días de vivir en casa de la Nieves la comadre suya me avisó que a la mañana siguiente iban a trasladar a los presos a Sevilla; yo iría a caballo con el sargento.
Efectivamente; antes de las siete se presentó la escolta a la puerta de la cárcel. Sacaron de ella unos ochenta presos, cincuenta milicianos y soldados prisioneros del Trocadero, y el resto, de delitos comunes.
El comandante de realistas y la comadre de la alcaidesa vinieron a saludarme, y la Nieves me abrazó casi llorando.
Subí a mi caballo, y al lado del sargento, que montaba una linda jaca cordobesa, salimos del pueblo.
Llegamos a las tres horas a una venta del camino entre Sanlúcar y Trebujena y se detuvo nuestra comitiva. A los presos de delitos comunes se les metió en un corral, debajo de un cobertizo; a los políticos se les llevó a una cuadra, y nosotros, el sargento y yo, quedamos en el ventorro.
Entramos en la cocina, que era enorme, y hablamos con la ventera. Nos dijo que si no queríamos esperar podía darnos al momento una sopa, un puchero, una cazuela de arroz con conejo, un plato de callos y ensalada.
—¿Qué le parece a usted? —me preguntó el sargento.
—Que luego es tarde, como decía mi patrona.
Nos sentamos en una mesita pequeña, dispuestos a comer, cuando estalló un gran escándalo en el zaguán; salimos a ver qué pasaba y vimos a un grupo de oficiales franceses acompañados por una pequeña escolta.
Hablaban de una manera tan despótica y tan desagradable, que para cortar las explicaciones salí yo al portal y me ofrecí a servirles de intérprete y de amistoso componedor.
Los franceses querían habitaciones para dos jefes; el ventero se las pudo proporcionar.
Arreglada la cosa, comimos el sargento y yo en paz en un rincón de la cocina.
Habíamos dado buena cuenta de la sopa, del cocido y del arroz con conejo, e íbamos a comenzar con los callos cuando me acordé de los presos liberales que venían con nosotros, y dije:
—¿Habrá comido esa pobre gente?
—Sí; algo tendrán.
—¿Quiénes son estos presos políticos?
—Son catalanes —me dijo el sargento— que estaban en el ejército de Cádiz. Parece que hicieron una salida de la isla a los pinares de Chiclana y se vieron rodeados por los franceses. Quisieron resistir, pero la mitad de ellos murieron, y los demás quedaron prisioneros con el teniente.
—Bueno; vamos a llevarles esta fuente de callos. Les compraré unos panes y unas botellas de vino.
Lo hice así; entramos en una tejavana, y hablé yo con el teniente catalán, quien me confesó que tenía un hambre que se le nublaba la vista, y que nuestra aparición en el corral con la fuente de callos y los panes le había parecido más sublime que todas las apariciones celestes.
A las dos horas de llegar a la venta el sargento dio la orden de marcha y nos formamos todos.
Uno de los militares franceses, comandante de la gendarmería real, estaba en el balcón de la posada.
—¿Es que es usted el jefe de esta canalla de soldados de la Fe? —me preguntó en francés, de una manera incisiva y seca.
—Esta canalla se ha formado gracias a la protección y a los cuidados de ustedes los franceses —le dije, inclinándome.
—Ya lo sé. Es una vergüenza para la Francia. ¿En calidad de qué va usted con esa tropa?
—Voy como prisionero, a que me identifiquen en Sevilla.
El comandante me dio su nombre y sus señas, ofreciéndose por si me podía ser útil en algo, y echamos a andar.
—¿Qué le ha dicho a usted ese franchute? —me preguntó el sargento.
—Me ha preguntado por qué iba en la comitiva.
—¡Qué gente! Se tienen que meter en todo; ya se creen otra vez los amos de España.
Al salir del camino de Trebujena y desembocar en la carretera que va de Jerez de la Frontera a Lebrija, se acercó a nosotros un escuadrón de caballería española. Iban diez o doce jefes, entre ellos un edecán francés, escoltando a un general.
El general era un hombre ya viejo, de cara correcta, patillas blancas, ojos claros y aspecto malhumorado.
Uno de los jefes del escuadrón se paró a preguntar al sargento quién era yo, y el sargento preguntó a su vez a un soldado quién era el general que escoltaban, a lo que contestó diciendo que era don Francisco Ballesteros, un militar de los liberales exaltados que acababa de capitular de una manera más que sospechosa.
Al anochecer llegamos a Lebrija, y el sargento y yo fuimos enviados a casa de un labrador rico, de ideas liberales, que nos trató muy bien.