LAS RECOMENDACIONES
AQUELLA noche me acosté en una hermosa cama y dormí hasta las ocho. Poco después la Nieves abrió la ventana y me trajo un vaso de leche azucarada, con una torta, y me dijo que la tomase bien caliente y que no me levantase hasta las diez.
—Señora —le dije—; me trata usted demasiado bien; yo debo ser quien tenga el honor de servir a usted.
—A mí no me llamez zeñora. Erez un tonto, inglé.
—Sí; pero soy un tonto bien cuidado.
Me levanté de la cama y me vestí.
—Ahora vamoz a zalí —dijo ella.
—Bueno.
Salimos a la calle y fuimos a la parroquia.
—Le advierto a usted que soy protestante —le dije, para ver qué contestaba.
—¿Qué me cuentaz con ezo? —exclamó ella con desgarro—. ¿Que erez hereje? Pues hijo mío, dilo en alta yo y te llevarán al palo.
Yo quise convencerla seriamente de que todo el mundo tiene derecho a profesar sus ideas religiosas; pero no me hizo caso y fue necesario oír misa, tomar agua bendita y hasta darse golpes de pecho como un verdadero papista.
Al salir de la iglesia me dijo:
—Ahora vamoz a ve a mi comadre, que ez prima del comandante de voluntarioz realiztaz, a ver si hase algo por ti.
—Vamos donde usted quiera.
La comadre era mujerona morenaza y atrevida.
—¿De dónde haz zacado a ezte inglezote? —le dijo a mi patrona, al verme.
La Nieves le contó lo que me había pasado; dijo que yo era un inocente completo y que quería que ella hablase al comandante de realistas para que no hicieran una charranada conmigo.
La comadre dijo que haría lo que pudiese; pero que la Nieves debía hablar también al primo de una amiga del ama del cura que era consejero del comandante.
Por la conversación resultaba que no se hacía absolutamente nada en el pueblo más que por recomendaciones.
Esta red de influencias y de manejos maquiavélicos lo tenía todo minado.
Era imposible que hubiese así la más ligera sombra de justicia en el pueblo.
Después de la visita de la comadre de la Nieves volvimos a la cárcel.
Estuve seis días en la alcaidía. Para no quedar torpe con la inmovilidad y la buena alimentación me dedicaba a hacer gimnasia; luego hablaba con mi patrona.
La Nieves llevaba y traía a su marido como a un cordero; ella vestía los pantalones en la casa, y, según las malas lenguas, empleaba de cuando en cuando y con gran eficacia una vara de fresno, con la cual devolvía la razón a su marido, que la perdía en la taberna, por lo menos una vez por semana.
Por lo que me dijeron, esta costumbre la inauguró una noche que el tuerto, de mal humor, quiso emplear con su mujer el mismo procedimiento que empleaba con los presos; es decir, el del garrote; pero ella se lo quitó a tiempo y le supo administrar tal paliza que el tuerto quedó convencido para siempre de la superioridad de su mujer.