NIEVES LA ALCAIDESA
EN compañía del tuerto salí de la cuadra, recorrí un largo pasillo, subimos una escalera de madera y entramos en una hermosa casa. Era la alcaidía. En una salita, cosiendo, había una mujer. El tuerto me dijo que era su señora. Se llamaba Nieves.
Era la Nieves una mujer soberbia, de unos treinta años, morena, de tipo árabe, los ojos negros, rasgados, el pelo de ébano, los dientes deslumbrantes y la boca pequeña. Había nacido en Ceuta.
Explicó el tuerto a su mujer lo que me había pasado. Nos sentamos. Luego el tuerto habló largo rato. Era un aventurero. Había sido sargento de Artillería en Orán y vivido mucho tiempo entre los moros.
El alcaide, después de contarme largas historias muy interesantes, dijo a su mujer que me arreglara dos comidas al día, me pusiera una cama y me llevara lo que bien le pareciera. Dicho esto, el hombre se marchó y nos quedamos la alcaidesa y yo solos.
Me preguntó quién era y por qué me habían metido en la cárcel, y se lo conté. Estuvimos charlando amablemente largo rato.
Por la noche, antes de la hora de cenar, vino el tuerto y me dijo que el comandante de los voluntarios realistas, el amo del pueblo en aquel momento, había sabido mi riña en la cárcel con los matones, lo que le hizo mucha gracia, y añadió que podía estar yo en la alcaidía con tranquilidad hasta que se enviara la remesa de presos a Sevilla, y que me autorizara para salir a pasear por la ciudad con una persona de confianza.
—Bueno; entonses zaldrá conmigo —dijo la Nieves—. ¿Eh, qué parese inglé?
—Yo encantado. Si su marido lo permite.
—Nada, nada; aquí mando yo.
Se marchó el tuerto y quedé solo con la alcaidesa y la criada.
Pusieron la mesa y dos cubiertos.
—¿Su marido de usted no come con nosotros? —pregunté.
—No; él come zolo y yo también.
Me sirvió la sopa, un puchero con garbanzos y jamón, y un buen trozo de carne, un plato de verdura, luego una perdiz asada, después pescado frito, aceitunas en abundancia, todo esto regado con vino de Manzanilla de Sanlúcar y tinto de Rota.
Yo comí como un bárbaro, y algo arrepentido le dije a la alcaidesa:
—He comido como un príncipe, como mi príncipe hambriento; pero temo no poder estar aquí mucho tiempo, porque esto debe costar mucho.
—Te yevaré trez pezetaz al día —dijo la Nieves, que se había empeñado en hablarme de tú.
—¿Tres pesetas?
—Zí.
—¡Pero se va usted a arruinar!
—Ezo a ti no te importa. Ahora me voy a veztir y noz vamoz al café.
Esperé un momento, y poco después se presentó la Nieves muy peinada, con grandes rizos, vestida de negro, con mantilla de casco y una rosa roja en la mata negra del pelo.
—¿Eztoy bien azí? —me dijo.
—Como la mismísima diosa Venus.
—Bueno, bueno; pocaz bromaz, que tengo mal genio.
—Pues no sabe usted lo que a mí me gustan las mujeres de mal genio, patrona —le dije yo.
—Vamoz, sosón, ¡zangre gorda! Arréglate.
La alcaidesa me miró, me arregló la corbata y se echó a reír.
Cruzamos unas calles, salimos a la plaza de la Constitución, que ya era de la ex Constitución, y entramos en un café lleno de gente.
La Nieves y yo llamamos la atención de todos los espectadores; las mujeres hablaban de mí; aseguraban que era un inglés millonario y liberal; los franceses se entusiasmaban con la gracia y el garbo de la Nieves.
—Oh, quelle belle fille! —se les oía decir—. C’est un vrai tipe d’andalouse! Voilà una véritable manola.
Salimos del café y estuvimos paseando por la plaza.
Había muchas chicas bonitas, de ojos negros y vivos, en el paseo. Este cantar que oí por entonces me pareció muy legitimado:
Para alcarrazas, Chiclana;
para trigo, Trebujena,
y para niñas bonitas,
Sanlúcar de Barrameda.
A las once de la noche mi patrona se cansó de pasear y nos volvimos a la cárcel.