IV

DE SEVILLA A LA CÁRCEL DE SANLÚCAR

LLEGUÉ a Sevilla con bastante dinero para esperar un mes. Era ya verano; hacía un calor respetable. Acudí a la logia masónica, donde trabé algunos conocimientos, y estuve en casa de un banquero representante de Beltrán de Lis, el cual me dijo que en seguida que recibiera el aviso de los filohelenos de Londres me pagaría.

Este banquero me presentó a varias personas, entre ellas a una inglesa viuda, la señora Landon, y a su sobrina Mercedes.

El tiempo que estuve en Sevilla lo pasé bien. A pesar de las trifulcas políticas, la vida era allí alegre. Se bailaba en todas partes; y yo, siguiendo el ejemplo de otros señores, fui a una academia de baile que dirigía un hidalgo apellidado Álvarez de Acuña. Álvarez de Acuña era una de las personas más serias de la Península. Pocos hombres ponen tan buena fe en su sacerdocio. Él daba a la ciencia del baile todo lo necesario, y cada pirueta suya tenía la estabilidad de un axioma y la trascendencia de un dogma.

Álvarez de Acuña era un hombrecito pequeño y canoso, con una cara tan movible que parecía de goma. Exageraba la gesticulación de tal modo, que yo me figuraba si haría gimnasia con la cara. Vestía con una pulcritud excesiva y tenía la costumbre de taparse la boca con la mano derecha, como considerando cínico el mostrar una mella de su dentadura.

En la academia de Álvarez de Acuña conocí a mucha gente joven; se supuso, no sé por qué, que yo era hombre rico, y aunque afirmé repetidas veces que no, no se me creyó.

Mientras yo me divertía, los asuntos de España iban de mal en peor; los franceses ocuparon Madrid, y presencié su entrada en Sevilla y el alboroto que armaron la gente de Triana y los gitanos en contra de los liberales y a favor de Fernando VII.

Un día de agosto recibí una carta de Will Tick en la que me decía que fuese a Cádiz y esperara allí un brick-barca que vendría con un cargamento de fusiles para Missolonghi.

Todo el mundo me dijo que por tierra sería muy difícil llegar a Cádiz, y que me prenderían.

Tomé en Triana un barquito de vapor que se llamaba el Guadalquivir, y bajando el río llegué hasta Bonanza. Desembarqué y fui a hospedarme a un fonducho lleno de oficiales franceses.

Iba a salir inmediatamente, cuando el dueño de la fonda me recomendó no saliera.

—Pues ¿qué pasa? —pregunté.

—Pasa, que la playa de Sanlúcar está llena de ladrones y bandidos y al extranjero que lo pescan lo cosen a puñaladas.

—¿No hay vigilancia?

—Sí; andan rodando patrullas francesas de caballería, infantería y gendarmes.

—Pues yo necesito trasladarme a Sanlúcar para ir a Cádiz.

—Le será a usted imposible.

—¿Por qué?

—Porque todos los barcos de estos puertos y los vapores del Guadalquivir están embargados por las autoridades francesas para llevar municiones al Puerto de Santa María.

—¿Y qué se dice de la guerra?

—La gente dice que Cádiz resistirá ya muy poco.

Me acosté sin resolver el plan de viaje. Dormí profundamente, y a la mañana siguiente me encontré sorprendido al ver que entraban en mi cuarto un sargento y cuatro soldados realistas. Venían a prenderme.

—¡Esto es una equivocación! —exclamé yo—. Yo soy una persona pacífica.

—Sí, será cierto —me replicó el sargento—; pero tenemos la orden de conducirle a usted preso a Sanlúcar de Barrameda.

Pensé si me habría denunciado el fondista; aunque este me juró que no había hablado a nadie de mi presencia allí.

Pagué la fonda, tomé un calesín para preservarme del sol de fuego que caía, y al paso, y escoltado por los cuatro soldados, salimos de Bonanza.

El sargento de realistas subió conmigo en el calesín y fuimos hablando. Me contó que era bodeguero y cachicán de un rico propietario de Sanlúcar que estaba en Cádiz con los liberales, y que él había tomado el partido de inscribirse en la Milicia realista para defender los intereses de su amo contra la barbarie de los absolutistas, que estaban fanatizados por algunos frailes y clérigos furibundos.

Llegamos al pueblo de Sanlúcar, y entre grupos de campesinos y de soldados franceses nos acercamos a casa del comandante de voluntarios realistas.

Entramos en una sala de estas de los pueblos españoles, llenas de cortinas, que tienen aire de capillitas, y me llevaron a la presencia del comandante, que estaba en compañía de un cura.

El comandante era un hombre rechoncho, de unos cincuenta años, con los ojos chiquitos y negros, la cara muy carnosa y roja y una levita entallada. Le saludé y comenzó a interrogarme.

Conferenciaron después el clérigo y el comandante y me dijeron que tenía que ir a la cárcel pública.

Protesté, pero fue inútil.

Salí en compañía del sargento; tomamos de nuevo el calesín y bajamos delante de la cárcel, en una plaza cuadrada. El sargento dio dos aldabonazos, abrió un soldado un rastrillo, y pasamos adentro por un corredor hasta otra puerta. Se volvió a llamar: se descorrieron varios cerrojos; giró un postigo, y un hombre viejo y seco, con una gorrilla en la cabeza, me hizo pasar a una cuadra grande, donde había unos cien hombres; unos sentados, otros tendidos, unos charlando y otros fumando.

Saludé a derecha e izquierda, sonriendo amablemente, y me retiré a un rincón.

—Es un francés —decían unos.

—No; es un inglés.

En esto dos hombres ennegrecidos y mal encarados se abalanzaron a mí, y cogiéndome uno de ellos de la barbilla me dijo:

—Oiga uzté, inglé. Ya zabe la obligación de loz novatoz.

—No sé nada. ¿Qué obligación es?

—Apoquine uzté aquí la mitá del dinero que yeva y haga cuenta que noz ha entendío.

—¿Yo? ¡Ca! —exclamé.

Vamoz, cabayero, zuerte uzté el dinero —dijo el otro con sorna—, que en nuestraz manoz eztará máz zeguro, porque aquí hay mucha gente perdía y ze lo podrían robar.

Volví yo a agitar la cabeza con energía en señal de negación, y uno de los matones, metiéndome la mano en el bolsillo, me sacó el pañuelo.

Le agarré yo inmediatamente de la chaqueta, y como le tenía sujeto y él quería escaparse, se desgarró la chaqueta hasta el hombro. El matón, al ver la prenda de vestir rota, dijo que la estimaba más que a su propia piel y que aquella ofensa no se podía lavar más que con sangre. Efectivamente, abrió la navaja; pero yo, con una rapidez extraordinaria, le agarré de la muñeca y se la estrujé con tal fuerza que tuvo que soltar el arma, dando unos chillidos que creí que le había roto el brazo.

El otro matón se me acercó de lado, con la navaja escondida en la manga; pero acerté a darle una patada tan definitiva en la parte más redonda de su individuo, que le dejé en potencia propincua para hacer, a estilo de Fielding, una luminosa disertación acerca de los puntapiés en el trasero.

Después de la batalla recogí la navaja del primer matón, que era una navaja realista, pues en la hoja, a un lado, ponía: «Muero por mi rey», y, en el otro: «Peleo a gusto matando negros».

La riña mía había producido un tremendo estrépito entre los presos; unos estaban a mi favor, otros en contra. Se gritaba y se chillaba con exageraciones y frases cómicas que se lanzaban unos a otros.

—Que traigan el zanto óleo para ezte señó, porque lo voy a matar —decía uno.

Encomiéndeze uzté a Dioz —gritaba otro.

En esto entraron los calaboceros repartiendo estacazos a diestro y siniestro, seguidos del alcaide. El alcaide prendió a los dos matones y me interrogó. Era un hombre tuerto, alto, seco, membrudo y mal encarado.

Le conté lo que había ocurrido y decidió sacarme de aquella cuadra y llevarme a la alcaidía.