SALIDA DE MADRID
EL ambiente de Madrid, de broma y de vida picaresca, me cogió a mí de lleno. Vi que no se trabajaba apenas en el taller del Museo y que nadie tomaba aquello en serio, e hice como los demás: ir cada vez más tarde, y acabar por no aparecer. Algunos amigos masones me dijeron que mientras ellos siguieran en el mando disfrutaría del sueldo con seguridad; pero que cuando salieran del Poder no duraría mi empleo más que una semana a lo sumo.
Escribí a Will Tick diciéndole lo que había hecho en mi viaje, y me contestó una larga carta; me contaba que le habían nombrado secretario de una sociedad de filohelenos de Londres, y que él, a su vez, me había nombrado agente de esta sociedad en España. Añadía que para junio me girarían una cantidad a Sevilla con el objeto de que comprara armas y las llevara a Gibraltar, y me indicaba que si yo conocía algunas personas simpatizadoras del movimiento libertador de Grecia iniciara una suscripción y me quedase con los cuartos. Pensé que si no encontraba otro recurso acudiría a este, preparándome de antemano alguna máxima jesuítica y una gruesa de reservas mentales.
Mientras tanto, ya sin ocuparme de mi destino más que para cobrar, comenzaba a tomarle gusto a Madrid: formaba corrillos con los liberales y los serviles, oía las letanías de los ciegos e iba a la vuelta de los toros a ver las manolas en los calesines y a los picadores con los monosabios en las ancas de los caballos.
Una persona con quien solía reunirme casi todos los días era un tal Patricio Moore, ex fraile español, de origen irlandés, exaltado y afiliado al carbonarismo.
Con él andaban dos italianos de aire muy misterioso, con los bigotes erizados, y un cómico, hombre de ciertas condiciones geniales en su oficio, pero que abusaba del alcohol e iba enronqueciendo por momentos.
Todos ellos eran republicanos y vivían en una exaltación perpetua, hablando y perorando constantemente. Yo me encontraba con ellos casi siempre en desacuerdo y me parecían proyectos utópicos los que ellos consideraban realizables, y al contrario. Una de las cosas que se discutía a todas horas entre ellos era si debía haber una o dos Cámaras representativas. Parecía imposible que una cuestión así pudiera apasionar a la gente. Claro que al pueblo esto le tenía sin cuidado; pero ellos suponían que el pueblo era una entidad que habían inventado y que servía para realizar las más estúpidas de las utopías.
No comprendían estos reformadores que se encontraban en España en una minoría insignificante, porque no sólo en el campo, en donde todos eran realistas, sino en Madrid mismo, no estaban los liberales con relación a los serviles en proporción de uno a diez.
Patricio Moore y sus amigos me tachaban de poco afecto al nuevo régimen y de que miraba las cosas serias con indiferencia. Yo no podía entusiasmarme en el mismo grado que ellos ni llegar a la pasión ardiente por una cuestión de palabras.
Cuando los soldados del duque de Angulema se presentaron en la frontera, la expectación pública se hizo enorme: algunos creían que si entraban los franceses volvería una época como la de la Independencia; pero la mayoría de la gente veía que los momentos eran distintos.
En la tertulia de Deogracias, el sillero de la calle de la Encomienda, explicó un criado del conde de Montijo cómo su amo estaba trabajando por el partido que llamaban de los anilleros o moderados, y cómo estaban de acuerdos los generales O’Donnell, Ballesteros, Morillo y los amigos de Martínez Rosa en intentar el cambio de la Constitución.
Este mismo criado de Montijo, liberal acérrimo, nos contó una escena que ocurrió en el palacio del conde, en la plazuela del Ángel, entre Montijo y el Empecinado.
Montijo había convidado a comer a don Juan Martín y a su ayudante Aviraneta y les esperó en compañía de una muchacha, querida suya. Se sentaron los cuatro a la mesa y hablaron de cosas indiferentes. Cuando acabaron de tomar el café, Montijo invitó al Empecinado a pasar a su gabinete, El ayudante quedó solo con la muchacha y comenzó a galantearla; ella se reía. En esto se oyó un estrépito de voces; la muchacha llamó al criado, se forzó la puerta del gabinete y se vio al conde de Montijo debajo de una mesa gritando y al Empecinado amenazándole con el bastón en la mano. La muchacha empezó a chillar; pero el conde le tapó la boca, y el Empecinado y su ayudante se fueron. Uno de los criados había visto y oído lo ocurrido. El conde había tratado de convencer al Empecinado de que era necesario cambiar de Gobierno y acabar con la Constitución; después le había intentado sobornar, y en vista de la frialdad del guerrillero le dijo con cólera: «Es usted un bruto, incapaz de sacramentos». Entonces el Empecinado, enfurecido, le dio tal bofetón al conde que le tiró al suelo, y enarbolando el bastón intentó pegarle.
El criado que nos contó esto nos dio tantos detalles, que no nos dejó duda alguna de que la escena era cierta.
Al entrar los franceses en España, la cólera de unos y el desaliento de los otros se acentuó.
Por esta época hubo un cambio de ministerio y me dijeron en el Museo que habían suprimido mi plaza y que estaba de más.
Tenía guardado algún dinero, y como no me convenía esperar, me decidí a marcharme a Sevilla sin tardanza. Hice mi maleta, y con mis documentos en regla y una recomendación eficaz para la logia masónica del Oriente Escocés, dispuse el viaje.
Me despedí del señor Fernández de la Encina y familia, que me dijeron que quedara con ellos hasta encontrar trabajo, y tomé la diligencia.
Quise llevar conmigo a Philonous, pero el perro se opuso. Al subir yo al coche se me quedó mirando como diciendo: Esto no es lo pactado entre nosotros; y dando una vuelta, se fue.
Le dediqué un recuerdo sentimental y seguí adelante.
En el camino tuvimos un ligero tropiezo con una partida de realistas que mandaba un sacristán, lugarteniente de Palillos.
Entre Andujar y Carmona se habló constantemente, en la diligencia, del peligro de encontrar partidas de bandoleros; pero no las encontramos, y llegamos con toda felicidad a Sevilla.