II

DIGRESIONES SOBRE EL PAÍS

EN la sillería de Deogracias, como en el taller del Museo de Historia Natural, como en la mesa de La Fontana de Oro, adonde solía ir de cuando en cuando por la noche, no se hacía más que discutir de política. Quizá no se razonaba gran cosa; pero se ponía en las discusiones mucho fuego y apasionamiento.

El presenciar estos altercados me dio la idea de que España perdía por completo su antigua homogeneidad. El país no podía transformarse en bloque y se escindía violentamente. El Gobierno revolucionario había dado una carrera en una senda oscura y estaba ya perdido, sin poder orientarse. Su empujón había desgarrado más el espíritu del país y no era posible ya un zurcido. La clase pobre en Madrid seguía su vida a la antigua, en sus callejuelas estrechas y sórdidas, y tenía sus majos y sus majas, sus manolas, sus toreros, sus bravucones, sus menestrales, que empeñaban el colchón para ir a los toros; sus maestros zapateros y herreros, que trabajaban en un portalillo o en la calle; sus aguadores, sus rateros, sus mozas de partido, sus ciegos que tocaban la guitarra en los rincones…

La clase directora quería transformar esto rápidamente, y como no podía, se quejaba del pueblo.

Les pasaba lo que a algunos extranjeros que habían venido a España creyendo que la Revolución iba a cambiar el país en un momento.

—Esto no es Europa —solían decir, y hablaban de París, de Londres, de Bruselas.

Los tales franceses e ingleses suponían que no hay más que un figurín para vestir a los pueblos y un modo, uno e indivisible, de hacer su dicha.

Esto, por lo menos, no está probado. Yo, por mi parte, creo que cada cual debe buscar la felicidad a su manera; cada cual bebe en la fuente de la vida cuando puede y como puede.

Mucha gente cree que no hay más que una felicidad para el individuo: ser rico, respetable, etcétera, etcétera; pero hay hombres que son felices contemplando un paisaje, otros interviniendo en una intriga, otros pensando exclusivamente en las mujeres, otros trabajando en un laboratorio, otros mirando un campo verde. La vida de cada uno tiene sus directrices. El poder seguirlas lo más exactamente posible es el sentirse bien, y lo mismo pasa en los pueblos. Claro es que esto no se puede conseguir fácilmente; pero ¿por qué hemos de creer que no hay para el hombre más que una clase de felicidad? ¿Por qué hay que pensar que únicamente el voto y el sistema parlamentario y lo que llaman la democracia es la felicidad y el progreso de los pueblos?

Algunos dicen que para saber si las cosas son buenas no hay más que confrontarlas con la realidad. ¿Pero cuál es la realidad?

Hay mucha gente que cree que la realidad es sólo lo tangible, como si el tacto fuera un sentido de exactitud matemática. Tan realidad es una piedra como una nube; no hay más diferencia que a la piedra se le siente con el tacto y con los ojos, y a la nube sólo con los ojos. En la Naturaleza misma no es fácil distinguir la realidad. Y si en la Naturaleza no es fácil distinguir la realidad, ¿cómo se va a distinguir en los hechos sociales?

Cuando yo discutía con mis amigos de Madrid de política y de filosofía me tenían por un perturbador.

—Nuestras conclusiones están demostradas; son definitivas —afirmaban ellos.

Es notable el afán de los políticos de concluir, de no dejar nada que hacer a los que vengan detrás.

«Esto es lo definitivo, lo verdadero, lo inatacable», dicen los de los ojos miopes, y lo creen cándidamente.

¿Qué sabemos nosotros qué es lo definitivo y lo que no lo es? ¿No va rodando la verdad por el mundo y cambiando de aspecto de época en época? Más definitivo que la democracia y el parlamentarismo pareció en su tiempo Júpiter con su cortejo de dioses, y se vino abajo; más definitivo ha parecido Jehová, y ya se retira entre bastidores con su cortejo de profetas de barba negra y de nariz de loro; tan verdadero como el sistema de Copérnico se creyó el de Hiparco, corregido por Ptolomeo…

¡Qué imprudencia más ridícula hablar de lo definitivo! ¡Qué ganas de cerrar puertas que han de abrir los que vengan detrás!

Por eso yo le suelo decir constantemente a Philonous:

—Amigo can. Dejemos las conclusiones para los imbéciles.