I

LA CASA DE HUÉSPEDES

LA llegada a las proximidades de Madrid en un día de verano, de sol, con la tierra desnuda, sin color por la claridad y el polvo, me pareció un tanto trágica y sombría. La puerta de Alcalá mitigó algo la triste impresión del paisaje que había recibido. Nos detuvimos a la entrada de la villa, y después subimos al galope por la calle de Alcalá y llegamos a la de las Huertas, hasta una administración de coches.

Una chusma policíaca, cínica y desvergonzada, revolvió mi pequeño equipaje, y uno de ellos me dijo que tenía que tomar carta de seguridad.

Fui a cumplir este requisito y me instalé en una fonda muy mala de la calle de la Gorguera.

La primera impresión de Madrid fue para mí confusa.

Afortunadamente, como venía de pueblos abandonados, no me dio la sensación de pequeñez y de miseria que daba a otros extranjeros.

Mi primer cuidado fue buscar un modo de vivir, pues no tenía más que unas monedas de cobre por todo capital.

Fui al café de La Fontana de Oro, tomé un refresco y pregunté al mozo por el Gran Oriente Escocés. Me dio la dirección y me presenté en la logia masónica. Salió a recibirme un hermano con aspecto frailuno; me preguntó lo que sabía hacer, expuse yo mis conocimientos y dejé las señas de mi posada. Al día siguiente me enviaron una esquelita diciéndome que fuera al Museo de Historia Natural, en la calle de Alcalá, y que preguntara por el director.

Fui, efectivamente, y el director me dijo que podía tener trabajo durante algún tiempo, y que me pagarían cincuenta duros al mes. Me marché satisfecho y comencé a acudir todos los días al Museo. Pronto vi que allí no trabajaba nadie. El director tenía por costumbre no ir a la oficina y los demás empleados hacían lo mismo.

Después pude comprobar que esta era una costumbre de casi todos los centros oficiales de España.

Como me veía en la precisión de pasar el mes entero sin cobrar un céntimo, fui de nuevo a la logia y me hicieron un anticipo de veinte duros, que devolví puntualmente cuando me pagaron.

En seguida que me encontré dueño de algún dinero, pagué la fonda y busqué una casa de huéspedes. Un empleado del Museo me recomendó a un oficinista amigo, que tomaba algunas personas en familia. Vivía este ciudadano en los barrios bajos, en la calle de la Encomienda, entre la de Embajadores y la del Mesón de Paredes; se llamaba don Nemesio Fernández de la Encina, y era escribiente en la Contaduría general de Valores, con poco sueldo. Su mujer, doña Mencía, patroneaba sus huéspedes, y con esto se ayudaba un poco.

Don Nemesio y doña Mencía me mostraron un cuarto claro y bastante ancho, que me cederían; me explicaron con detalles lo que se comía en la casa, y me dijeron que me llevarían diez reales.

Al principio se negaron a aceptar a Philonous; pero como yo dije que no quería desprenderme del perro, lo aceptaron, a condición de que lo llevara siempre conmigo y no lo tuviera en el cuarto más que de noche.

La casa del señor Fernández de la Encina era una casa vieja, a la que por una casualidad le daba el sol; tenía muchos cuartos, con un piso de baldosas rojas que se deshacían.

No había en aquella casa ni una arista aplomada, ni un ángulo recto; todo parecía andar bailando, y muchas veces se me figuraba que los techos y las paredes iban a venirse al suelo.

Al principio, la vida en casa del señor Fernández de la Encina me pareció un tanto monótona; pero me fui acostumbrando hasta encontrarla bien.

El señor Fernández era un poco petulante, y hablaba de su familia y de sus posesiones de Extremadura como un hidalgo venido a menos.

Su mujer, doña Mencía, una señora de cara pálida y agria, se lamentaba siempre de la carestía de la vida, y tenía que explicarme lo que costaban cuantos manjares ponía en la mesa.

—Ya ve usted, don Juan —me decía—, este escabeche que está usted comiendo me ha costado dos reales. No sabe usted cómo está la plaza.

Doña Mencía hablaba el castellano como un libro, con unos giros tan académicos y una cantidad tal de palabras, que me sorprendía.

Los otros huéspedes de la casa eran un matrimonio que había venido de un pueblo de Andalucía.

Los dos, muy viejecillos, tenían cierta gracia, por lo amartelados que estaban.

De las hijas del señor De la Encina, la mayor era una solterona ya marchita y de mal genio, que hacía labores. La segunda, muy decidida, iba y venía y estaba siempre en la calle; y la pequeña, la Paquita, tenía afición a las cosas de la casa, administraba los caudales familiares e impulsaba a moverse a la criada, una asturiana que se dormía de pie, se olvidaba de todo y tiraba las salsas encima de los comensales.

El hijo, el más joven de todos, era un diablo; estaba constantemente haciendo ruido, pegando a los gatos, y aspiraba a ser miliciano nacional.

La madre y las niñas se pasaban la mitad de la vida cosiendo en el balcón, debajo de una cortina de lona. Tenían allí algunos tiestos con geranios y claveles, y para ellas el balconcito este era un Versalles.

Enfrente, en la vecindad, vivían unos muchachos, y solían pasarse los vecinos cestitas con caramelos y con cartas.

La hija menor, la Paquita, solía bromear conmigo y me preguntaba si tenía novia en Inglaterra. Yo le contestaba contándole mentiras, y ella me decía:

—¡Ay, don Juan, don Juan! Es usted un pillo.

En el piso bajo de la casa trabajaba un sillero, picado de viruelas, que se llamaba Deogracias y que tocaba la guitarra; en su tenducho se reunía una tertulia de milicianos.

Allí solía oír contar lo que ocurría en Madrid.

Los sábados, el Deogracias y su hijo salían al portal, el uno con la guitarra y el otro con la bandurria, y tocaban ellos y bailaban las chicas de la vecindad.

La Paquita, la niña pequeña de doña Mencía, bailaba con mucha gracia el bolero.

—¿Es muy bonita mi niña, no es verdad, señor inglés? —me decía su madre.

—Ya lo creo.

Todos los muchachos de la vecindad andaban tras ella, y los domingos, después de misa mayor, aparecían en la calle tres o cuatro lechuguinos con aire de Tenorio.