EL CALOR
SALÍ de Pamplona a mediados de julio. Hacía un tiempo bochornoso; el cielo estaba blanquecino del vaho y del polvo, los campos de trigo segados, los montones de gavillas en la tierra. Anduve yo largo rato resguardándome en las sombras de los árboles y bebiendo en las fuentes; Philonous hacía lo mismo.
En las paradas me dedicaba a reflexionar. Una de las cosas que se me ocurrió fue el hacer un esfuerzo en dominar las impresiones desagradables y ver si podía llegar a contemplar el paisaje con el máximo de ecuanimidad. Me pareció que con ese sistema se encontraría belleza e interés en todo. El primer ensayo del procedimiento lo hice mirando en el valle de Orba una nube de polvo sofocante iluminada por el sol.
¿Se puede llegar en esta contemplación a suprimir el dolor o la molestia física? Es lo que me preguntaba varias veces en el camino.
No cabe duda que el carácter de la contemplación es una más o menos aparente generosidad; ¿pero es real o no este carácter?
¿No habrá en el fondo de nuestras efusiones estéticas una raíz utilitaria?
Cuando ve uno un campo verde y se regocija, ¿no será esto el resultado de que nuestros antepasados, al ver los campos verdes, han supuesto que en ellos había algo que comer?
El segundo punto que intenté dilucidar en el camino fue si la contemplación desinteresada es buena o no, y saqué en consecuencia que si es cierto que arrastra a la pereza y al aislamiento, le lleva a uno también a bastarse a sí mismo en momentos penosos, lo cual no es poco.
El primer alto en mi marcha lo hice en la venta de las Campanas, donde tomé unos huevos cocidos y pan, y por la tarde seguí hasta llegar a Barasoain, rendido de cansancio y, sobre todo, de calor. Dormí bastante mal en una posada y me levanté al amanecer a continuar mi ruta.
El día prometía ser tan ardoroso como el anterior.
Avancé todo lo que pude por la mañana. Al llegar al puente sobre el Cidacos se despertaba una tropa de gitanos. Dos o tres hombres se desperezaban extendiendo los brazos, una mujer hacía fuego con unas ramas y unos chicos dormían al sol, medio desnudos.
El calor y el bochorno seguían terribles. El cielo echaba lumbre, los montones de gavillas parecían rebaños de oro sobre un campo ceniciento.
A lo lejos veía pueblos con tejados blanquecinos que con la fuerza de la luz del sol me parecían nevados. Las mujeres, montadas en los trillos, daban vuelta a las eras.
Cuando más apretaba el sol, muerto de sudor, llegué a Tafalla y entré en una posada. El posadero era hombre amable que nos recibió bien a Philonous y a mí.
Tafalla es una ciudad colocada en una enorme llanura. Tiene una campiña fértil y de aspecto monótono, formada por viñedos, trigales y huertas.
Este pueblo se me figuró una granja colocada en medio de sus tierras de labor.
Por todas partes se notaba el reinado de Baco, de un Baco huraño y violento. Se veía vino en las barricas, en los toneles, en las palanganas.
Pasé la tarde y la noche en Tafalla en una taberna.
La gente me pareció agresiva y malhumorada. Únicamente estos ribereños se humanizaban hablando del vino, por el cual tenían una verdadera adoración.
Allí el vino es un dios, un dios que hace a los hombres irritables y violentos.
En toda la ribera de Navarra la agresividad es una costumbre.
El carácter de los ribereños es de una petulancia que desconocen los vascos de la montaña. Al llegar a Castilla esta petulancia se transforma en una serenidad arrogante, a veces un poco teatral, pero que da cierta idea de nobleza.
Uno de los rasgos simpáticos que encontré en estos navarros, rasgo que quizá es común a todos los pueblos un poco primitivos, fue el tener cierto desdén por el dinero.
El amo de la posada de un pueblo considera mucho más al compadre suyo que al forastero rico.
Esto me parece muy bien. Yo soy de los que creen que el dinero no es apenas de uno; solamente son de uno los instintos y las pasiones, las enfermedades y los deseos.
Salí de Tafalla de noche, antes de que apuntara la mañana, y comencé a marchar.
Entreví en Olite al amanecer las torres amarillentas de su castillo y seguí por la orilla del Cidacos. Comenzó el día muy temprano. Persistía el horrible bochorno; tuve que ir quitándome ropa, y llevándola al brazo. Mi primera entrevista con la tierra llana española, era poco grata. Mi cuerpo marchaba en perpetuo incendio; tenía la cara roja, los ojos inyectados, las manos abultadas por la sangre. El maldito bochorno no desaparecía. El cielo seguía gris y el aire caliginoso.
Almorzamos Philonous y yo en la venta del Murillete, y tuvimos que detenernos en un pueblo requemado y polvoriento, con unas cuevas agujereadas en una tierra blanca y arenosa y una gente áspera y desabrida.
Todo el mundo estaba con plan de reñir. Se lo hice notar al posadero y este me dijo, riendo, que a aquellos navarricos no los bautizaban con agua, sino con vino.
Inmediatamente que el ribereño bebe se muestra jactancioso y desafiador y siente deseos de golpear o de herir.
En este pueblo, donde me detuve, me contaba un mozo con satisfacción que todos los sábados había allí trabucazos. No se podían tener faroles en las calles porque al día siguiente estaban hechos añicos.
Otro mozo de Ujué que estaba oyendo dijo, celebrándolo, que en su pueblo era una cosa rara un día sin puñaladas y que había habido un cura que tenía que ir a decir misa con el trabuco debajo del manteo, porque si no se burlaban de él. Esto me entristeció.
—En el fondo, la gente no tiene la culpa —dije—. Es la geografía con convivencia con las instituciones la que produce tales efectos.
Es imposible que la gente sea civilizada y sociable en una tierra gris, abrasada por el sol, olvidada por las personas ricas, donde no hay frescura, ni sombra, ni medias tintas y a la cual no llega ni el eco más lejano de la cultura de Europa.
Mientras marchaba por estos pueblos, Philonous me producía serios conflictos, y yo, como Pedro; tenía que negarle más de tres veces.
Hacía barbaridades; un día entraba en la cocina de una venta, tiraba la olla y se la comía; otro salió de una tahona con todo el hocico lleno de harina, perseguido por el tahonero; también se comía los pollos que podía, pero sólo cuando estaba muy hambriento.
Muchas veces no le veía en todo el día, pero luego, por la noche, se me acercaba y me daba con la pata, como diciendo: Aquí estoy, amigo.