IX

CONSPIRACIONES

NO me ocupaba yo gran cosa de lo que ocurría en Pamplona, ni estaba enterado de sus cuestiones políticas, cuando el Capitán Iriarte y un francés emigrado por sus ideas republicanas, Juan Pontecoulant, me llevaron un día a una velada masónica que se daba en el billar de un café.

Se trataba de celebrar el triunfo liberal obtenido en Madrid el 7 de julio.

Mientras esperábamos que comenzase la reunión, Pontecoulant, que tenía bonita voz, cantó La Marsellesa, y después, la canción de Los Girondinos, con mucho fuego y gran énfasis:

Par la voix du canon d’alarmes

la France appelle ses enfants.

Le escuchamos con gusto y coreamos sus cantos.

Cuando se reunieron los masones, que casi todos eran militares, se comenzó a hablar de la conspiración realista que se había tramado en Navarra y tenía su centro en Pamplona. Yo entonces me enteré de los manejos de los absolutistas.

Los primeros conspiradores de Navarra habían sido el cura de Barasoain; el canónigo Lacarra; un tal Uriz, de un pueblo llamado Sada, y los militares Eraso, Juanito el de la Rochapea y don Santos Ladrón de Cegama.

Estos tres últimos eran antiguos guerrilleros del general Espoz y Mina en la guerra de la Independencia. Mina consideraba a Eraso como absolutista de corazón, pero no a Ladrón ni a Juanito, a Ladrón le tenía por hombre de ideas liberales; respecto a Juanito el de la Rochapea, lo miraba como a hombre desleal y traidor.

Juanito el de la Rochapea, Juan Villanueva, había sido Capitán del primer regimiento de la división Navarra, mandada por Mina.

Cuando la tentativa liberal de este sobre Pamplona, en 1814, Juanito fue el que comprometió con su impaciencia al coronel Górriz, y pasándose luego a los realistas contribuyó a su fusilamiento.

Villanueva odiaba a Mina y le tenía miedo. Al entrar este en Pamplona en triunfo con la bandera constitucional, en 1820, Juanito se escapó e hizo preguntar a su antiguo jefe si tenía que temer algo de él. Mina le contestó que no. Juanito creyó que todo se había olvidado entre los dos y se presentó al general, quien le miró de arriba a abajo, con desprecio.

Respecto a Ladrón de Cegama se había lanzado al campo por despecho y por rivalidad con los militares que se pronunciaron por la Constitución.

Reunidos los contrarrevolucionarios realistas, Eraso, Juanito y los demás dispusieron una estratagema para armarse. Eraso era alcalde de Garínoaín, pueblo del valle de Orba. Eraso mandó reunir las cendeas del valle e hizo que oficialmente se pidieran a la Diputación provincial trescientos fusiles y sus municiones correspondientes con destino a los milicianos nacionales. La Diputación los proporcionó, y los trescientos fusiles sirvieron para formar la primera expedición realista.

La política de los católicos siempre ha sido igual. Ellos harán una deslealtad o una infamia; pero eso sí, la harán con reservas mentales; luego oirán su misa con devoción, se confesarán, tendrán propósito de enmienda, se darán unos golpes de pecho, y limpios para hacer otra canallada.

Los fusiles del Gobierno sirvieron para preparar unas compañías absolutistas bien armadas y equipadas.

El general Eguía, presidente de la Junta realista, y don Vicente Quesada, comandante general de las tropas del rey absoluto, nombraron jefes a Guergué, a Ladrón y a Juanito el de la Rochapea, que salieron al campo y comenzaron a operar.

El Capitán general de Navarra ordenó a las compañías del regimiento de Toledo y a las partidas de milicianos guardasen los pasos de la frontera, por si los realistas entraban por Francia.

Se vigiló Vera, Zugarramurdi, Maya, el Irati y el Roncal.

Los absolutistas tenían protectores por todas partes y no se les encontraba; en cambio, se capturó en el Irati a ocho soldados franceses desertores y a su Capitán, llamado Adolfo, que intentaban entrar en España con proclamas republicanas.

El Capitán Adolfo se escapó, gracias a lo protección masónica del comandante español; los otros soldados franceses, presos por los milicianos nacionales de Salazar, fueron traídos a Pamplona. La gente creía que los iban a fusilar, y les parecía muy lógico a los buenos católicos que se les fusilase, por ser republicanos; pero el Capitán general mandó incorporarlos en las filas del ejército.

Juan Pontecoulant me dijo que Adolfo era un hijo del general Berton, y que este general, que por entonces era el jefe de los revolucionarios y con quien más se contaba para la revolución en Francia, había estado en San Sebastián.

El Capitán Adolfo vivió oculto en un caserío de la frontera; pero los realistas de Ochagavia lo denunciaron y fue preso.

La hostilidad entre el ejército y los milicianos, la conspiración permanente de los absolutistas, los rumores que corrían de que los exaltados de Madrid intentaban establecer la República, todo esto hacía que la provincia de Navarra viviese en perpetua agitación. Los realistas pamploneses se escapaban al campo con armas, y algunos se descolgaban de noche por las murallas. Yo hubiera estado tranquilo en Pamplona si hubiese tenido medios de fortuna; pero mis trabajos de disecación se acababan y era indispensable levantar el vuelo. Así que puse mis papeles en regla, gracias al Capitán Iriarte y a sus amigos, y preparé mi viaje.