PAMPLONA
SALIMOS de Venta Quemada por la mañana, y emprendimos la marcha hacia la vertiente del Ebro. El paisaje había cambiado en absoluto. El cielo se mostraba más azul; el campo, más seco; en los altos corrían pequeños caballos de grandes colas y triscaban las cabras y los corderos; abajo resplandecían los campos de trigo y alguno que otro viñedo.
Al comenzar a descender hacia la cuenca del Ebro, me pareció que empezaba España; todo tomaba a mis ojos un carácter más triste y más serio: veía pueblos taciturnos, casas de paredes grises, árboles cubiertos de polvo.
Nos alejamos de la altura a medida que avanzábamos, y fuimos bajando hacia el llano. En los trigales brillaban las amapolas como gotas de sangre, y los grillos nos ensordecían con sus chirridos.
Dormimos en Villava, y al día siguiente entraba yo en Pamplona. Me despedí de Mandashay y fui a parar a una posada a la calle de la Curia. Saqué la carta del teniente Leguía; era para un Capitán de ejército llamado Iriarte. Me presenté a él, me acogió con amabilidad y me invitó a comer.
Durante la comida le hablé del mito Cox, y de cómo esperaba recoger una pequeña fortuna. En tanto, le dije, me hallaba dispuesto a trabajar en lo que se me presentase.
—Y usted, ¿qué sabe hacer? —me preguntó Iriarte.
—Sé francés y, naturalmente, inglés.
—Sí; quizá esto le pueda servir de algo.
—También tengo nociones de botánica.
—¿Botánica? No creo que haya aquí nadie que se ocupe de eso. A no ser algún herbolario.
—Pues estos son mis conocimientos. También sé disecar animales —añadí con resignación.
—¡Hombre! Eso quizá nos sirva. Aquí hay un profesor que todos los pajarracos y alimañas que le dan los envía a Francia a disecarlos, lo que le cuesta mucho dinero.
—Voy a verle.
—Sí; iremos juntos.
Fuimos, efectivamente; hablamos con él, y yo me comprometí a restaurarle algunos animales y a disecarle de nuevo otros, por el sueldo de seis pesetas al día, mientras durara el trabajo.
Disequé para aquel señor un caimán, un águila, un cisne y varios otros bicharracos.
El Capitán Iriarte me recomendó una casa de huéspedes de la plaza del Castillo, y me trasladé a ella.
Mi vida en Pamplona, mientras tuve trabajo, fue muy agradable. Por la mañana y por la tarde trabajaba, y al anochecer paseaba por los alrededores, y cuando no tenía tiempo de sobra iba a la Taconera.
Allí se reunían los aristócratas y los burgueses, los militares, las señoritas, los chicos y los curas, y algunos días de fiesta, por la noche, se ponían unos farolillos de papel colgados de los árboles.
Yo cultivaba mucho el mirador de la Taconera, un sitio bonito, desde donde se ven los pueblos de la cuenca de Pamplona.
Daba con frecuencia la vuelta a las murallas. Conocía la Ciudadela y los baluartes: el de la Reina, el de Redín, el de Labrit, el de los Canónigos, el de Gonzaga; las cinco puertas y la poterna de la Tejería.
Tenía algunos amigos, porque el Capitán Iriarte me presentó a varios de sus compañeros, militares liberales.
Por entonces, entre los militares y los milicianos de Pamplona había gran hostilidad; los militares se manifestaban anticlericales, partidarios de la Constitución; en cambio, los milicianos eran fervientes católicos y monárquicos, y armaban trifulcas gritando: «¡Viva Dios!». No parecía sino que tenían miedo de que lo mandasen matar los liberales. Yo, como extranjero, no daba mi opinión acerca de estas cuestiones.
En la casa de huéspedes donde fui por recomendación de Iriarte, eran todos perfectamente reaccionarios, comenzando por la dueña, doña Saturnina, señora vieja, nariguda y charlatana.
Doña Saturnina era un producto clásico de las ciudades levíticas; tenía la adoración por el aristócrata, por el cura, por el Don Juan provinciano; hablaba con ternura de los mozos calaveras alborotadores, que iban a los toros, bebían vino hasta emborracharse y hacían de cuando en cuando alguna canallada y luego iban a confesarse con aire hipócrita y santurrón al confesonario del cura que pasaba por más severo, que generalmente era el penitenciario de la catedral.
Al principio de estar en casa de doña Saturnina creí que se podría bromear con las costumbres del pueblo, e hice algunos chistes acerca de ese cartel que se pone en ciertos días en las iglesias de España: «Hoy se sacan ánimas del Purgatorio»; pero pronto vi que en Pamplona las bromas de este género tenían sus peligros.
Doña Saturnina la patrona y un sobrino suyo me espiaron y hasta me siguieron un domingo para ver si iba a misa. En vista de que no frecuentaba la iglesia, doña Saturnina me interpeló con valor:
—Dígame usted, ¿usted no es católico? —me dijo.
—No, señora —le contesté.
—¿Pues qué es usted? ¿Protestante?
—Sí; soy de una clase de secta que se llama de los agnósticos, que supone que no se sabe nada de nada.
—¿Pero usted no cree en la Virgen y en los santos?
—Los de mi secta creemos más bien en la sustancia única, y practicamos el culto del nuestro señor el Yo, y nuestra señora de la Cosa en Sí.
A esto dijo mi patrona que esta virgen sería muy importante; pero que los milagros de la Virgen del Camino eran mayores, porque se la había visto elevarse en el aire y ponerse en un madero que hay en la iglesia de San Cernin de Pamplona, a lo cual yo repliqué diciendo que bien podía la ley de la gravitación, inventada por mi paisano Newton, ser una costumbre o una rutina de la Naturaleza y de nuestro espíritu, y que, como dijo atrevidamente Protágoras, todas las cosas son verdaderas, y que el hombre es la medida de todas las cosas, de las que existen como existentes y de las que no existen como no existentes.
Doña Saturnina me preguntó si este Protágoras era algún santo; yo la dije que si no lo era, podía haberlo sido.
Entonces, doña Saturnina me recomendó que me convirtiese al catolicismo, y yo la tranquilicé diciendo que estudiaría la cuestión.
En España y en pueblos como Pamplona todavía hay un gran atractivo en ser incrédulo. ¿Cuánto durará esto? Al paso que vamos, ya poco. Cien años; doscientos años. Nada, una miseria.
La verdad es que, con el progreso, se priva al hombre libre de los grandes encantos y emociones de ser perseguido.
¿Qué vale un incrédulo, un librepensador en un país donde todo el mundo puede serlo impunemente? Nada. En cambio, en plena persecución, ¡qué delicia! Tener el libro prohibido bien guardado, leerlo a escondidas, burlarse por dentro de todas las ceremonias y mojigangas, y escapar de las tramas de esta red con la cual el despotismo judaico-cristiano ha intentado envolver al mundo. ¡Admirable cosa!
Los incrédulos debíamos protestar de la lenidad actual, que nos priva de una de nuestras mayores satisfacciones…