III

EL PARADOR DE SUMBILLA

ERLÁIZ y Bidarráin me llevaron varias veces a ver sus minas. Estaban empeñados los dos en que yo entendía mucho de minería, pero que, por razones especiales, no lo quería confesar.

Bidarráin y Erláiz me pidieron que les escribiera varias cartas en francés y en inglés, y cuando yo indiqué al panadero me hiciera la cuenta, me dijo que no le debía nada.

El teniente Leguía pensaba marchar a Elizondo con unos cuantos hombres de su partida, y yo quedé en acompañarle y seguir después a Pamplona.

Con este motivo se decidió obsequiarnos a los dos con una cena de despedida en las Ventas de Yanci.

Éramos los comensales, además del panadero, Leguía, Bidarráin y yo; dos milicianos nacionales, sargento y cabo de la partida de Leguía, y un liberal de Vera, que gastaba antiparras de plata, a quien llamaban Laubeguicua (el de los cuatro ojos).

Fuimos todos paseando a las Ventas de Yanci, que distan una legua y media de Vera; nos sentamos a beber sidra, y se llamó al ventero y a la ventera y se les sometió a un grave interrogatorio. Erláiz, Bidarráin y el sargento de milicianos dieron a la consulta una importancia sacerdotal.

—Vamos a ver, ¿qué podemos comer? —preguntó Erláiz.

—Si quieren ustedes un cordero, ya lo asaremos —dijo la ventera, cantando al hablar.

—Bueno, un cordero. ¿Qué más?

—Ya tenemos también buenas truchas.

—¿Truchas? No está mal. ¿Qué más?

—Pollos también ya tenemos.

—¿Pollos? Bueno. ¿Qué más?

—Jamón bueno ya pondremos.

Así siguió la ventera explicando las provisiones que tenía, siempre empleando esta fórmula de ya tenemos o ya pondremos. Este ya, de aire germánico, me chocaba verlo empleado a todo pasto.

Después de consultarse con la mirada Bidarráin, Erláiz y el sargento de nacionales, decidieron, de común acuerdo, que pusieran todo lo que hubiese para no engañarse.

Dispuesta la cena, seguimos bebiendo, hasta que nos dijeron que la mesa estaba puesta.

Al sargento de los milicianos, hombre alto, de vientre piriforme, se le encandilaron los ojos, y frotándose las manos de gusto exclamó:

¡Pien, pien! Una puena cena. Esto es lo que me gusta. Puen cordero, puenas truchas, puen pollo y puen vino. ¡A comer! ¡A comer!

Comimos como buitres y bebimos hasta quedar mareados, lo que me dio una idea bastante pobre de la sobriedad de los vascos; se habló con entusiasmo de Mina, Riego y el Empecinado; con rabia, de las correrías que hacían por Navarra Juanito el de la Rochapea y don Santos Ladrón, y se cantó el Himno de Riego, a pesar de que el ventero y su mujer suplicaron que callásemos, porque les comprometíamos.

Salimos de las Ventas de Yanci a media noche; los de Vera se marcharon a su pueblo, y Leguía, con sus dos milicianos y yo, seguimos hasta Sumbilla.

Nos detuvimos en el parador de San Tiburcio. El sargento del vientre piriforme me dijo ingenuamente que con el paseo se le había abierto el apetito, y que iba a mandar que le hicieran unas sopas de ajo. Le miré con asombro y me fui a acostar.

Al despertarme por la mañana supe que Leguía había partido con sus milicianos camino de Santesteban, dejándome una carta para un amigo suyo de Pamplona.

Como no tenía prisa y hacía calor, dejé la marcha hasta que cayera el sol. Estaba en el portal del parador de San Tiburcio cuando se acercó un carro grande, tirado por siete mulas.

El arriero fue soltando sus animales, llamándolos uno a uno y llevándolos a la cuadra. La Morena, la Montesina, la Capitana, la Coronela, la Bonita, el Vigilante y la Leona fueron despacio al pesebre, donde primero se les dio de beber.

El posadero me preguntó:

—¿No va usted a Pamplona?

—Sí.

—Pues si quiere usted, puede ir con este arriero.

—¿No hay inconveniente?…

—Ninguno.

El arriero se llamaba Mandashay, y era un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta años, rubio, con unos ojos que parecían de cristal azul.

Me advirtió que si quería ir con él saldríamos a la mañana siguiente; le dije que tendría mucho gusto en marchar en su compañía, y le convidé a un vaso de vino. Quedamos de acuerdo; yo me fui a acostar, y al amanecer me llamaron.

La mañana estaba fresca; había una niebla espesa que prometía un día de calor. Mandashay sacó sus mulas y echamos a andar camino de Almándoz.

—Cuando se canse usted puede tenderse en la galera —me dijo Mandashay.

—No, no me canso tan fácilmente.

La galera española es un carro grande, de cuatro ruedas, tirado por una larga recua de mulas. En Navarra y en Castilla la Vieja se ven con frecuencia estas galeras; en Castilla la Nueva abunda más el carromato, que también llaman carro catalán.

El viaje a pie detrás de un carro tiene sus encantos. El que aproximó de un modo ideológico la galera carro a la galera barco, dándole el mismo nombre, no estaba equivocado. El parecido de estos dos medios de comunicación salta a la vista. El barco es una casa que flota, como el carro es una casa que rueda. El carretero tiene algo de marino: es un hombre que pasa y no se detiene, que lleva una ruta, que vive en un mundo de soledad.

Mandashay era un hombre muy interesante y ameno. Cada rincón del camino le recordaba una historia. Aquí habían salido a robar a un rico unos enmascarados; allá había vivido una muchacha de cabeza loca que trajo revueltos a todos los jóvenes de los contornos.

En algunos momentos, Mandashay se agarraba a la galga, y en otros tiraba de la brida del macho de varas, gritando: ¡Eup! ¡Eup!, o ¡ueschqué!, ¡ueschqué!

Charlando llegamos a Almándoz y seguimos subiendo una cuesta hasta el alto de Velate. El cielo estaba azul y el sol calentaba de firme. No hacía mucho calor porque íbamos ya a bastante altura y corría aire fresco.

A media tarde cruzamos un bosque que me pareció debía servir para los misterios de los druidas, y fuimos a parar a la Venta Quemada, en lo más alto del puerto.