II

ERLAIZ EL PANADERO

DESPUÉS de mis libaciones dejé la venta de Inzola y comencé a marchar hacia Vera. Enfrente tenía un enmarañamiento de montañas fragosas y oscuras, de crestas y de barrancos.

Por toda la zona pirenaica vasconavarra ocurre lo mismo: lo trágico y fosco ha quedado para España; lo sonriente y amable, para Francia.

A pesar de esto, el espíritu de los vascos de un lado y otro de la frontera ha quedado el mismo; la misma seriedad, el mismo gusto por los trajes negros, el mismo aire de desilusión.

Parece que este pequeño pueblo tiene la conciencia vaga de su desaparición, de su absorción por los de alrededor, y le queda la tristeza y el orgullo de los pueblos viejos que se hunden sin dejar apenas rastro de su existencia.

Bajaba despacio de la venta de Inzola a Vera del Bidasoa cuando oí a lo lejos el ruido de una carreta. ¡Cómo chirriaba! Tan pronto se la oía como se perdía su sonido, como volvía a aparecer. Estas carretas vascas tienen las ruedas de madera de una sola pieza y sujetas al eje, lo que hace el rozamiento muy grande.

Preguntaba unos días después a los campesinos en Vera por qué hacían así las carretas, al menos por qué no daban sebo a los ejes, y uno me dijo que con aquel chirrido áspero se divertían los bueyes, y otro, que así no había que avisar a nadie del paso de la carreta, porque el chirrido de las ruedas avisaba solo.

Iba bajando al fondo de un arroyo, a cuyo borde se veían varios caseríos, cuando me encontré con un viejo que marchaba seguido de su perro. Era un hombre afeitado, encorvado, con un perfil de cuervo.

Entablé conversación con él y, después de someterme a un interrogatorio, me dijo que andaba buscando minas.

En el interrogatorio tuve que decir quién era y a qué venía a España, y eché mano del mito Cox y de la herencia, y expliqué mis planes.

El mismo individuo me preguntó qué pensaba hacer en Vera; le dije que pasaría allí un día nada más y seguiría adelante.

—¿Tiene usted posada?

—No.

—Pues yo le llevaré a casa de un paisano amigo mío, que le hospedará barato.

Llegamos a uno de los barrios del pueblo al anochecer. En lo hondo de un valle se veían unas cuantas casas viejas en fila, envueltas en la niebla; el humo salía de las chimeneas en ligeras columnas azules.

El viejo y yo recorrimos una calle larga, pasamos por cerca de la iglesia y salimos a la carretera, a orilla del Bidasoa, y en una casa con una tienda nos detuvimos.

A la puerta estaba Erláiz, el panadero; hablaba con un herrador de una fragua próxima. El panadero, un hombre bajo, cuadrado, picado de viruelas, de cara fosca y ceñuda, explicaba algo al herrador, hombre grueso, panzudo, con una sonrisa llena de malicia.

El panadero nos recibió ásperamente al viejo y a mí, y a una muchacha que estaba en la tienda le dijo que me llevara a una habitación.

Crucé la tienda, subí a un cuarto pintado de verde, me lavé y eché un vistazo al pueblo. El vasco es indiferente y un tanto hostil al extranjero; aunque se le hable en español, si le ven a uno extraño, le miran con desconfianza y con suspicacia. La gente a quien pregunté algo, en vez de responderme dándome los datos que les pedía, me contestaban preguntándome a qué venía y qué pensaba hacer.

Estos vascos recelosos suponen que se les tiende un lazo al hacerles la pregunta más sencilla. Pensé que no estaría muchas horas en el pueblo.

A la hora de cenar volví a mi posada de casa del panadero, y me hicieron pasar a un comedor, en donde se hallaban el buscador de minas, que había encontrado en el monte, Erláiz y un militar.

El panadero, mi patrón, cambiado por completo de aspecto, se mostraba sonriente y amable. Me indicaron mi sitio en la mesa, y nos pusimos a cenar.

El viaje me había abierto el apetito, y di un ataque formidable a los platos, al pan y al vino. Los demás no se quedaron atrás. Después de cenar trajeron café y licores, y nos pusimos a hablar y a cantar. Yo no he visto compadres más alegres que aquellos.

El militar, guerrillero con Mina en la guerra de la Independencia, contó sus hechos de armas, y el panadero habló de sus aventuras en tierra de Castilla.

Los dos estuvieron a cuál más exagerados.

Estos buenos vascos, cuando se lanzan a ello, son un tanto fanfarrones, como los escoceses de Walter Scott, o como los gascones. Al oírles a ellos, cualquier encuentro de cincuenta hombres contra otros cincuenta es una batalla de Austerlitz; una aldea con cuatro casas viejas, una Florencia, y un granero con una torre es el Louvre o el Kremlin.

Después de las hazañas del militar y del panadero, el viejo buscador de minas, que se llamaba Bidarráin, nos dio lecciones de botánica y de mineralogía popular, mezcladas con algunas supersticiones.

A las doce y media, rendido de sueño, me fui a la cama, dormí de un tirón hasta las diez, y, al despertar, pensé si la cena de la noche habría sido una realidad o una fantasía.

Me vestí, bajé a la tienda de Erláiz y me lo encontré displicente y malhumorado.

—Ahí ha venido ese viejo Bidarráin a preguntar por usted —me dijo—. En la huerta debe estar.

Tomé el café con leche que me sirvió la sobrina de Erláiz, salí a la huerta y encontré al viejo buscador de minas.

Me preguntó si quería dar un paseo con él, le dije que sí y echamos a andar. Bidarráin me mostró varias muestras de mineral, y hablamos de mineralogía y de botánica. Luego le pregunté qué clase de hombre era Erláiz, el panadero, pues me parecía de genio mudable.

—Es buena persona —me dijo—, pero muy violento y muy terco. Cuando se le pone una cosa en la cabeza no hay quien le pueda convencer de lo contrario. Le hemos querido persuadir el teniente Leguía y yo de que es una barbaridad que ponga cepos en el Bidasoa para los salmones en época de veda; pues los pone, y aunque viniese el obispo y se lo pidiera de rodillas, los seguiría poniendo.

Bidarráin contó otros detalles de la barbarie del panadero. Llegamos a mi posada; el buscador de minas se marchó, y yo entré en la tienda. Pasé a la tahona, y vi a dos viejas que amasaban los panes en una artesa, mientras Erláiz trabajaba con la pala en el horno.

Murgui, la sobrina del panadero, me sirvió la comida; entablé conversación con esta muchacha, y le pregunté qué clase de hombre era Bidarráin. Me dijo que pasaba por hombre rico; que tenía minas de plata y de oro.

También le pregunté a Murgui acerca del teniente Leguía, y, por lo que contó, deduje que a este le consideraban como el enemigo del pueblo.

Por la tarde volvió a presentarse Bidarráin y me llevó a una huertecilla contigua al cementerio, donde se hallaban enterrados dos oficiales ingleses, muertos en el pueblo al pasar los aliados el Bidasoa en 1813.

Después fuimos hasta Lesaca, villa donde tuvo lord Wellington su cuartel general.

Bidarráin debió hablar al panadero de mis conocimientos mineralógicos, porque Erláiz, por la noche, me preguntó si era ingeniero. Le dije que no, y él pareció no creerme. Me preguntó también si tendría algún inconveniente en ver unas minas algo lejanas. Le contesté que ninguno. Dispusimos hacer la expedición al día siguiente. El panadero, contento, trajo la guitarra y estuvo cantando. Cantaba de una manera bárbara y graciosa. Cuando terminó, me fui a mi cuarto y estuve un rato en la ventana mirando las estrellas, oyendo el rumor del río y el canto de un sapo (bufo músicus), que entretenía su soledad con sus notas.