XV

MARY LA DE BIRIATU

EN la fonda de Bayona me dijeron que podía ir a San Juan de Luz a caballo en un cacolet. No sabía lo que era esto, que resultó un artefacto que en castellano llaman jamugas.

Llegué a San Juan de Luz en mi cacolet; dejé el morralillo en un fonducho de la salida del pueblo y fui a estirarme las piernas hacia la playa.

Me sorprendió un chubasco y entré en un café pequeño y me senté delante de una ventana con cristales, y estuve contemplando cómo chocaban las gotas de agua en la tierra, y las nubes que corrían por el cielo.

Al terminar el chaparrón volví al fonducho de la salida del pueblo e hice mis preparativos para entrar al día siguiente en España.

Estaba sentado en la mesa y estudiando un mapa cuando entró una muchacha a preguntarme si quería cenar. Al verla, me pareció que el cuarto se iluminaba; tan bonita era.

—¿Usted me va a servir la cena? —le dije.

—Sí.

—No creí poder ser tan feliz.

Ella se rio. Yo la contemplé embobado. Tenía unos ojos claros azul verdosos, una boca burlona y un cuerpo ligero y fuerte al mismo tiempo. Era un fruto del Norte dorado por el sol del mediodía.

Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que Mary; le volví a preguntar de dónde era y me contestó que de Biriatu, un pueblecillo pequeño asentado en un cerro próximo al Bidasoa.

—Voy a quedarme aquí —le dije— para poder verla a usted muchos días.

—No podrá ser —contestó ella.

—¿Por qué?

—Porque me marcho a Biriatu mañana.

—Iré yo a Biriatu.

—Es igual; no me verá usted.

—¿Tendrá usted novio?

—No.

—¿Pero tendrá usted muchos pretendientes?

—No; tampoco.

—¿Cómo puede ser eso, siendo tan bonita?

—No opinan todos como usted —me replicó riendo.

—Eso es imposible —exclamé—. ¿Es que los hombres de este país no tienen ojos? ¿Es que son como esos peces de los lagos sin luz, que son ciegos? ¿Es que tienen alguna membrana nictitante perpetua? ¿Es que…?

Mary la de Biriatu iba y venía trayendo platos, haciendo poco caso de mis frases.

Cuando se acabó la cena le dije que ya que no podía verla, quería marcharme al amanecer y que me diera la cuenta.

Me la trajo y quise darle de propina un luis de oro.

—No, no —me dijo—; guárdese usted su moneda de oro. No la quiero.

—¡Pero si yo no la pido nada a cambio!

—Es igual; no la quiero. Le hará a usted más falta que a mí. ¡Adiós! Buenas noches.

J.H. Thompson dice, al llegar aquí, que se metió en su cuarto y sacando lápiz y papel escribió una poesía en inglés en honor de la muchacha que encontró en la fonda. La tal poesía es una españolada poco seria que no nos puede agradar a las personas sensatas, y si la traducimos y la copiamos es, más que para otra cosa, para demostrar la extravagancia de los extranjeros cuando se ocupan de España. Dice así la canción, traducida al pie de la letra:

«A Mary la de Biriatu:

Tienes los ojos azul verde claros, Mary la de Biriatu, como las olas del mar; tienes la boca burlona y fresca y el cuerpo ágil y armónico como el de una diosa. Cuando te veo marchar de aquí para allá, mi corazón tiembla y siente el mismo sobresalto que si fuera una pieza de porcelana de Sèvres en manos de una criada cerril, o la copa más fina de cristal de Bohemia entre los dedos de un chico atolondrado.

Eres amable, Mary la de Biriatu, y, sin embargo, eres cruel. Tienes la crueldad de la fuerza, que no sospecha la debilidad ajena; tienes la exactitud del teorema matemático, que es un tormento para la inteligencia oscura; eres soberbia como la Naturaleza, y yo soy humilde como una cosa humana.

¡Si tú quisieras!, yo saldría de mí mismo como un dragón de su agujero, y sería el hombre más turbulento y más dionisíaco de la tierra. Pero no, no lo sería; lo soy ya.

Me he transfigurado, y las furias anidan en mi corazón. Ya no soy un inglés pesado y grueso; soy andaluz y tengo sangre mora en las venas; tengo garras como las águilas y colmillos agudos como los tigres. Ya no diseco fieras, las mato; ya no discuto con los hombres, los domino.

Ven conmigo, Mary, Mary la de Biriatu. Yo te llevaré en mi caballo cordobés, desde el Pirineo a Sierra Nevada y reposaremos al pie de las palmeras de Andalucía al son de las castañuelas y las guitarras.

Si quieres que sea contrabandista, Mary, me haré contrabandista; si quieres que sea salteador de caminos, lo seré sin miedo e imitaré al bandido generoso, al que a los ricos robaba y a los pobres protegía.

Para mí no habrá más leyes que tu capricho, Mary, Mary la de Biriatu; para mí no habrá más cielo azul que el azul verdoso de tus ojos. Con el trabuco al brazo, montado en mi jaca torda, seré una exhalación. Yo me escabulliré de entre las manos de la justicia y haré llorar de rabia a los alguaciles, y a los alcaldes, y a los corchetes de la Santa Hermandad.

¿Hay que desafiar al rey, a la Inquisición, a los ángeles, a los demonios?

Aquí estoy yo. Yo robaré las alhajas de la Virgen para adornar tu garganta y te daré la Biblia de Lutero para que con sus hojas hagas papillotes.

Y cuando el mundo entero esté retemblando con mi gloria como una caldera de vapor, y mis hazañas sean cantadas por los ciegos, tú, con tu mantilla de casco y una peineta de concha; yo, con el calzón corto y mi capa andaluza, iremos los dos del brazo a la corrida.

Ven conmigo, Mary, Mary la de Biriatu. Mira que soy capaz de todo por ti. Mira que si no te pierdes al mismo Robin Hood con calañés.»

Esta es la absurda e insensata poesía que J.H. Thompson dedicó a la muchacha de la fonda de San Juan de Luz, donde estuvo hospedado, y que ha desagradado profundamente a varias personas respetables que la han leído.