EN LA DILIGENCIA
CORRÍ con mi morral al sitio donde salían las diligencias y tomé un asiento para Bayona. Me encontré con el mismo Capitán de la gendarmería con quien había ido a Orthez. Nos saludamos y nos dimos nuestros nombres. Me dijo que se llamaba Montmartin, y me invitó a tomar una copa de coñac.
En la diligencia iba mucha gente que subía y bajaba en los pueblos pequeños, llevando cestas y encargos, y un comerciante bayonés, con su mujer y dos hijas.
Una de ellas, por lo que contó su madre, tenía una voz preciosa, y había obtenido un gran éxito cantando la Cavatina «Una voce poco fá», del Barbero de Sevilla, en una de las casas del gran mundo de Orthez.
La otra señorita poseía, según su madre, grandes conocimientos literarios e históricos, y sabía el inglés y el español. Había sido muy galanteada por un joven oficial de la guarnición de Orthez, llamado Alfredo de Vigny, que había escrito para ella una poesía preciosa.
A pesar de hablar yo bastante mal el francés («Celibataire, une bouteille de cercueil»), quedé un poco mejor que el Capitán de la gendarmería, pues este consideraba que ante las señoras debía tomar una actitud rígida, como si estuviera en actos de servicio.
Quizá influían en su tiesura las frecuentes libaciones, pues aprovechaba todas las paradas para intoxicarse cuanto podía.
Con este combustible se reveló en él su fondo de francés, y dijo que Napoleón era un grande hombre, a quien los ingleses habían hecho perecer miserablemente. Habló también de la batalla de Orthez, en que Wellington, con el ejército aliado, había batido al mariscal Soult, y se deshizo en insultos contra el vencedor de Waterloo.
El comerciante bayonés y su familia parecían desolados al oír esto, y me miraban como pidiéndome mil perdones.
El Capitán vio que yo no me daba por aludido, se calmó, se hizo amigo mío y amenizó el viaje con algunos cuentos de cuerpo de guardia.
A la tardecita llegamos a Bayona, y, pasado el puente sobre el Adour, el sargento del puesto de la gendarmería preguntó si no había viajeros españoles. El Capitán Montmartin dijo que no, y seguimos adelante hasta la plaza de Armas.
El Capitán sintió no sé por qué un vago impulso de simpatía o de remordimiento al despedirse de mí, quizá por haber hablado mal de los ingleses, y me invitó a cenar con él al café del Comercio tan insistentemente, que tuve que aceptar.
Estaba el café, envuelto en una nube de humo, atestado de oficiales de la guarnición. Se hablaba a gritos.
En una mesa había un grupo de tenientes y suboficiales, y uno de ellos leía un libro que acababa de publicarse, de un tal Paul de Kock, llamado Gustavo el calavera. Los que escuchaban se reían a carcajadas. El Capitán Montmartin y yo nos acercamos al grupo, y aunque yo apenas oía la lectura, contagiado por la risa de todos, acabé por reírme.
Mareado y algo intoxicado me despedí de Montmartin y me fui a la fonda. Al día siguiente me levanté temprano y salí a la calle. Vi muchos grupos de españoles que me dijeron eran realistas, y entre ellos un cura y un fraile, el uno con su gran sombrero de teja y el otro con su cerquillo.
Los dos tiraban al blanco con carabina y tenían una magnífica puntería.
—Son soldados de la Fe —me dijo un francés que debía ser realista entusiasta.
—No cabe duda que con esa puntería —le contesté yo— han de ganar muchas almas para el cielo.