XIII

COMIENZO DE UNA AVENTURA ROMÁNTICA

ESTABA sentado en un banco de la Plaza Real esperando que dieran las ocho y se abrieran las oficinas de la diligencia, cuando vi dos mujeres de luto que avanzaban vacilando y mirando a derecha e izquierda.

Se sentaron en el mismo banco que yo; pero debían estar impacientes, porque se levantaron pronto, dejando un paquete en el asiento.

Al notarlo llamé a las dos damas y les di lo que olvidaban.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —exclamó la mayor de las dos—. No sé dónde tenemos la cabeza.

—Si en algo puedo servirlas, lo hará con mucho gusto —les dije yo.

—Venimos a buscar la diligencia que va hacia Orthez.

—Yo también; pero me han dicho que no hay diligencia hasta el mediodía. Ahora únicamente se puede tomar un pequeño coche, que llaman Cuco.

—¿Y cuándo va a salir?

—Parece que hasta dentro de hora y media no sale.

—¿Y qué hacemos aquí hora y media? —exclamó la joven—. Nos van a conocer.

—¿Usted ha tomado el billete? —me preguntó la señora mayor.

—No; todavía, no.

—¿Quiere usted acompañarnos?

—Con mucho gusto.

Nos metimos los tres en un café que acababan de abrir.

La señora mayor tenía unos cincuenta o cincuenta y cinco años, y llevaba tocas de viuda; la otra era una muchacha, pálida e insignificante, de unos veintitrés años.

La señora hablaba con un acento nervioso y asustado; la señorita estaba como apabullada.

Cuando pasó el tiempo necesario nos acercamos al despacho de diligencias. Esperamos a que prepararan el Cuco, y entramos en él las dos señoras y un Capitán de la gendarmería de Bayona, que había ido a Pau a recibir órdenes, y yo.

El Capitán y yo hablamos. La señora mayor no hacía más que saltar en el asiento, de impaciencia. El Cuco marchaba perfectamente, con un movimiento suave.

En los diferentes puntos que mudaban los caballos se presentaban los gendarmes y preguntaban invariablemente si no iban españoles.

Point d’espagnols —decía el Capitán—. Dos damas francesas, un señor inglés y un Capitán de la gendarmería real.

—Perdón, mi Capitán —decían los gendarmes, haciendo el saludo militar.

—¿Por qué preguntan siempre si van españoles? —dije yo.

—Es que se teme que haya por aquí agentes españoles revolucionarios —contestó el Capitán.

Llegamos a Orthez por la mañana. El Capitán y yo ofrecimos a las señoras nuestra compañía, y como ellas aceptaron, fuimos hasta su casa. El Capitán dio el brazo a la mayor, y yo a la muchacha. Llegamos delante de la puerta de la verja de una magnífica posesión y nos despedimos de las señoras. El Capitán fue hacia un lado y yo hacia el contrario. Avancé un poco paralelamente a la verja, que era más larga de lo que yo me figuraba, y al volver vi que las dos mujeres estaban todavía a la entrada.

—¿No les oyen? —les pregunté—. ¿Quieren ustedes que yo llame?

—No, no —dijeron las dos, asustadas.

—Lo que ustedes quieran —y me preparé a seguir.

—¿Podría usted hacernos un favor? —me preguntó la señora con su voz trágica.

—Sí, con mucho gusto.

—Querríamos entrar en el parque sin que nos viera el portero.

—No sé la manera.

—Hay una puerta chiquita, cerrada con solo un cerrojo, aquí, a un lado.

—¿Y desde fuera cómo la va usted abrir?

—No, desde fuera ya sé que no. ¿Usted no sería capaz de escalar esta verja?

—¡Escalar la verja! ¿Y si le ven a uno?

—No. No se levanta en la casa nadie hasta muy tarde.

—Bueno; avísenme ustedes si aparece alguien.

Sin más dejé mi fardelillo en el suelo, escalé la verja, bajé por el otro lado, corrí hacia la puerta pequeña y abrí el cerrojo. Las dos mujeres entraron en el jardín y yo salí al camino.

Al pasar de nuevo por delante de la puerta de la verja estaba la señora aguardando y me dijo:

—Quiero darle a usted una explicación y hablar con usted. Venga usted cuando se haga de noche a esta verja.

—Sí, señora, vendré.

Me fui a una fonda con la imaginación un poco excitada, y de noche me presenté en la verja. Al poco rato llegó la señora. Me habló durante más de una hora con un tono inquieto, lleno de angustia, y me contó, atropelladamente, una porción de cosas.

Aquella dama era pariente y al mismo tiempo señora de compañía de la muchacha joven que había venido con ella en el coche. Se llamaba madama Domesan. La muchacha, Gabriela de Beaumont; por lo que me dijo, vivía con su padre, su tío y una señora amiga de su padre, Enriqueta Sarrazin, que se había hecho dueña de la casa de tal manera, que los tenía presos a todos, sin dejarles salir de allí.

El día anterior esta señora había marchado del castillo, y aprovechando su salida, Gabriela y ella habían ido a Pau a hablar con un pariente y a explicarle la situación en que se encontraban, pero no le habían visto.

En la casa, la Enriqueta Sarrazin mandaba como dueña, y había dispuesto casar a su hijo, que era un perturbado, con Gabriela, y estaba aislando a la familia de Beaumont de sus amigos y parientes, de tal manera, que ya nadie entraba en la casa. En los planes le ayudaba un cura del pueblo.

Después de todos estos datos, madama Domesan me dijo que si yo tenía valor y energía para ello, que me presentara al día siguiente en el castillo preguntando por el vizconde Beaumont de Lomagne; que le dijera que llegaba de Londres y que era aficionado a los árboles y a las plantas exóticas, y que quería ver el parque y el invernadero, y me hiciera amigo de él.

Me sugestionaron los relatos de aquella dama y prometí seguir la aventura.

Al día siguiente, al mediodía, me presenté en el castillo y llamé tirando de la cadena.

Salió a abrir un portero viejo, con una gran librea; le di mi tarjeta, y esperé.

Poco después se abrió la verja, y el criado me dijo que pasara.

Comencé a marchar por una avenida enarenada. Al final de esta se veía un edificio grande, pesado, de piedra con varias torres de pizarra adornadas con veletas.

A un lado y a otro había árboles centenarios, altísimos, y delante de la fachada del castillo, un estanque oval, de agua profunda y oscura, a cuyo alrededor las hojas caídas en muchos años formaban como un marco de plata.

Este estanque parecía un espejo negro que reflejase el cielo a través del follaje de los árboles. Bordeando el estanque nos acercamos al castillo, y entramos en un gran zaguán, que parecía una cripta, con el suelo, las paredes y el techo de piedra. Subimos la ancha escalera, pasamos un salón grande como un museo y fuimos a un gabinete elegante, pero también triste, en donde había dos viejos momificados sentados el uno frente al otro, la señora y la señorita del coche y madama Sarrazin, una mujer de cara juanetuda, de ojos claros y pelo blanco.

El vizconde me saludó amablemente. Era un hombre alto, encorvado y pálido, con un aire de temor y de cansancio.

Vestía traje del tiempo del Imperio, y al andar parecía arrastrarse.

Su hermano, el caballero de Maslac, era un vejestorio del tipo más completo del antiguo régimen; llevaba calzones de terciopelo de color, medias de seda, casaca y coleta. Iba perfumado, pintado, con colorcitos en las mejillas y en los labios; los dientes postizos, y peluca. Usaba constantemente un lente y una tabaquera; en los dedos, anillos, y dijes, y, al levantarse de la butaca, se apoyaba en un bastón con puño de oro.

La señorita Gabriela y madama Domesan me saludaron amablemente, y la señora Sarrazin apenas se dignó mirarme.

El vizconde de Beaumont, que tenía la manía de la botánica, me mostró el parque y el invernadero de su castillo.

El parque era tristísimo; parecía que habían querido darle un aire lúgubre, haciendo que los árboles gigantescos estuvieran tan cerca uno de otro que, paseando por las sendas, no se veía el cielo.

El estanque reflejaba las nubes como una pupila desesperada y sombría.

El vizconde me enseñó la antigua torre de los Beaumont, con sus baluartes y sus argollas, que daban al río y servían para atar las gabarras.

Después de ver sus plantas extrañas, dije que tenía que marcharme; pero el vizconde me rogó varias veces que me quedara a cenar y a dormir. Como este era mi objeto, me quedé allá.

La cena fue siniestra. El vizconde miraba a un lado y a otro, como poseído por el mayor espanto; el caballero de Maslac, con sus adobes y sus dijes, parecía una momia desenterrada.

No se habló en la mesa más que de genealogías, y únicamente el vizconde interrumpía esta conversación para disertar acerca de botánica. Después de cenar jugaron una partida de cartas entre los dos viejos, la Sarrazin y Gabriela, y madama Domesan me indicó que fuera a la biblioteca, donde hablaríamos.

Efectivamente, fui a ella y hablamos largamente. Me dijo, de una manera nerviosa y perentoria, que yo, que había sido simpático al vizconde, debía entrar en la casa y luchar contra la influencia de madama Sarrazin, que les dominaba a todos.

Después me contó, con su tono dramático, la historia de un muchacho que había galanteado largo tiempo a Gabriela, y a quien se había encontrado ahogado en el río, y de un hombre misterioso que aparecía de cuando en cuando en las proximidades del castillo.

Luego me habló de su vida y de su familia.

Me dijo que ella procedía del secretario de Felipe II, Antonio Pérez.

—Al evadirse Antonio Pérez de la cárcel de la Inquisición de Zaragoza —me contó—, se refugió en el Bearn y fue protegido por Enrique IV y por Margarita de Valois. Antonio Pérez tuvo amores con una señora de Orthez, y su hijo se estableció aquí definitivamente, y de él procedo yo.

Siguió la señora Domesan contando una serie de relatos de crímenes y de sucesos extraños donde aparecían asesinos, misterios, fantasmas, y llegué a pensar si aquella mujer estaría un poco perturbada, y sería, sin proponérselo, una especie de Anna Radcliffe gascona. Por lo menos era un folletín de muchas entregas.

Al pasar a la alcoba que me destinaron, que era inmensa y oscura, no pude dormir. Toda la noche la pasé pensando en ahogados y muertos.

Al día siguiente comprendí que aquellas grandezas no eran para mí, y, sin despedirme de nadie, con el pretexto de dar un paseo, me marché del castillo y no volví.