XII

CHARLATANES Y SALTIMBANQUIS

DEJÉ el café y las divagaciones —sigue escribiendo Thompson— y fui a hospedarme a un garni barato, desde donde escribí de nuevo a mi tío. Le decía que William Tick había sido el inventor de la combinación para sacarle las cuarenta libras esterlinas, y que yo no había hecho más que dar mi asentimiento, por encontrarme perseguido por un acreedor, que me puso en la alternativa de pagarle inmediatamente o llevarme a la cárcel. De tanto repetir esta invención, llegué a creerla. Comunicaba también a mi tío mi proyecto de ir a España, y le juraba que si conseguía encontrar trabajo le devolvería el dinero. También le escribí a mi padre. Los dos me contestaron en seguida; mi padre, dándome consejos; mi tío, menos incomodado de lo que yo suponía. Por lo que me contaba, advertido por la carta que le envié al salir de Londres, había comprado la biblioteca del anticuario antes de que se presentara Abraham Tick.

Tranquilizado, con relación a esto, me dediqué en Burdeos, por unos días, al dolce farniente. Burdeos me pareció grande, tristón, como un pueblo desalquilado, hecho para capital de un gran Estado y que se queda en capital de provincia.

Paseando por el pueblo tuve la suerte de encontrar en un tenducho un paquete de caricaturas francesas contra los ingleses, que me costaron quince francos. Eran las figuras lores ventrudos y ladys delgadas y ridículas. No había podido dar con ellas en Londres.

Las compré y se las envié a mi tío, quien reconciliado conmigo me escribió pocos días después a Bayona, muy contento, encargándome que cuando entrara en España no me olvidara de buscar las estampas de Goya.

Pasados seis días en la capital de la Gironda, hice mi primer ensayo de viandante. Había comprado un traje de verano barato, un morral de tela, donde metí la ropa que tenía, y un mapa de Francia, con las carreras de postas, hecho por J. B. Poirson en 1821, en París, en la calle Saint-Jean de Beauvais. Con estos requisitos me eché a andar.

Como me habían dicho que el camino por las Landas era poco agradable, tomé por la orilla del Garona, con la intención de bajar hacia Orthez y marchar de allí de nuevo hacia el mar.

El primer día lo pasé bien, hice una caminata de seis leguas y comí y dormí perfectamente.

El segundo día hice unos conocimientos un tanto raros. En un pueblo del camino, antes de llegar a Bazas, había una feria y me detuve un poco a curiosear en sus puestos.

Entré en una barraca de figuras de cera y pasé revista a los personajes de la Revolución, a los generales del Imperio, a María Antonieta, a varias víctimas y asesinos, y a un gran grupo en que se veía un cazador devorado por tigres y leones. Aquellos animales no eran una maravilla de exactitud. Me permití hacer unos gestos desdeñosos y manifestar mi poca conformidad. Un señor bajete y rechoncho, vestido de negro, me preguntó:

—¿No le gustan a usted?

—Poca cosa.

—Esos animales se han copiado del natural.

—No. ¡Ca! No puede ser.

Y expliqué cómo y por qué esto no era posible.

—¿Lo haría usted mejor?

—Yo, ¡ya lo creo! Soy disecador de Londres y pintor.

—Sí; en Londres se trabaja bien en estas cuestiones; pero en París tampoco se hacen las cosas mal. No hay que quitarle nada a París.

Callé, como no queriendo comprometerme demasiado, y entonces el dueño de las figuras de cera me dijo si tendría inconveniente en trabajar para él, modelándole en cera varias alimañas en actitud feroz, y retocando algunas figuras como la de Danton, la de Fualdés el asesinado, y otras que habían perdido el color, pues la gente no se contentaba con vez sus caras, sino que quería tocarlas.

—¿Tanto tiempo va usted a estar aquí? —le pregunté yo.

—No, me marcho en seguida; pero usted puede venir conmigo en mi coche.

Quedamos de acuerdo en que le haría el trabajo y en que él me proporcionaría los útiles necesarios, pagaría mis gastos y me daría tres francos al día. Me instalé en su carreta de cuatro ruedas, cerrada y con techo, y comenzamos a marchar despacio camino de Pau.

El dueño de las figuras de cera, monsieur David, era un señor fino que hubiera podido ser académico, notario o enterrador. Vestía de negro y llevaba una cinta roja en el ojal. Viajaba en compañía de sus figuras de cera y de su criado Michel. Al mismo tiempo que monsieur David, y llevando idéntico camino, iban varias carretas: dos de un domador de fieras, que se decía húngaro, con un león viejo, unas panteras y varios monos; un coche de una señora que tenía cacatúas amaestradas; un furgón de un domesticador de focas, y un tílburi de un charlatán vendedor de específicos, prestidigitador, sacamuelas y frenólogo.

En el camino nos encontramos con saltimbanquis, gitanos, y alguna mujer harapienta con un carretón donde llevaba un organillo y la familia menuda.

En los tres días que fui en compañía de monsieur David, puse los más brillantes colores en las mejillas de Fualdés el asesinado; animé los ojos de María Antonieta, de Carrier, de Napoleón, de Danton y de Marat, y comenzaba unos bocetos de fieras cuando nos detuvimos en una posada, poco antes de llegar a Pau.

Estaba lloviendo; se metieron las carretas en un corral y nos reunimos en un cuarto de la posada, el domador húngaro y su criado, el charlatán prestidigitador, un ventrílocuo, el domesticador de focas, la madama de las cacatúas, monsieur David y yo.

Cenamos juntos, y como esta gente es jactanciosa, cada cual contó sus triunfos en los diferentes pueblos del tránsito. El domesticador de focas hizo tales elogios de sus animales, que la gente los tomó a broma. Apostó entonces él a que enviaba a su Baby, la mejor de sus focas, con una carta para monsieur David, y a que se la entregaba. Se aceptó la apuesta y se puso dinero en pro y en contra. El domesticador salió del cuarto al patio y, poco después, vimos a la foca que avanzaba pesadamente con sus aletas por el pasillo, entraba en el cuarto donde estábamos, ofrecía un sobre que llevaba en la boca a monsieur David y le hacía una ceremoniosa reverencia. Se aplaudió al domesticador de focas y a su discípula Baby, que se dieron un beso. El charlatán explicó sus juegos de manos, y después sacó una baraja e invitó a una partida. Yo creí que los demás no aceptarían. ¿A quién se le ocurre jugar a las cartas con un prestidigitador?

Se sentaron en la mesa, y el charlatán, el domador, la madama de las cacatúas, el domesticador de focas y monsieur David barajaron y cortaron y se pusieron a jugar a la malilla. Yo me tendí en un diván y me quedé dormido.

A media noche me despertaron los gritos.

Todos vociferaban y discutían, y tenían montones de plata y de cuartos encima de la mesa.

El domador debía de perder mucho; estaba anhelante, congestionado, con una gruesa vena hinchada en la frente. A cada momento se pasaba la mano por las patillas. La madama de las cacatúas marchaba también mal, a juzgar por su aire humillado; el domesticador de focas estaba indiferente; monsieur David sonreía, y el charlatán, delgado, mefistofélico, tenía un aire plácido e insinuante y ponía derecho un naipe en la nariz y seguía jugando.

Mientras tanto, el ventrílocuo, alto y flaco, con los brazos y piernas recogidos en la silla, sacaba unas extrañas voces de su cuerpo.

El final del juego se aproximaba, y, efectivamente, en una pasada, el dinero del domador húngaro desapareció y fue a parar a manos del charlatán y de monsieur David. El domador se irguió lanzando juramentos, y los gananciosos, con aire compungido y los bolsillos llenos, se prepararon a levantarse.

—Esperen ustedes —gritó el domador—. Me deben el desquite. Vuelvo en seguida.

Salió el domador, y al momento monsieur David y el charlatán se escabulleron del cuarto. El ventrílocuo, el de las focas y la madama de las cacatúas hicieron lo misma.

Yo iba también a salir y me dispuse a ponerme los zapatos cuando entró el domador de nuevo con un látigo seguido de dos panteras.

Yo quedé horrorizado.

Al ver que no había ningún jugador se puso a pasear por el cuarto furioso, gritando y blasfemando y dando trallazos en el aire, mientras las dos fieras que traía saltaban y enseñaban los dientes.

Yo estaba espantado. El domador se fijó en mí y se acercó al diván.

Me dijo burlonamente que el dueño de las figuras de cera y el prestidigitador le habían robado su dinero. Era necesario que le pagase yo.

—Yo, hombre, ¿por qué?

—Porque me han estafado. Venga el dinero… Sino…

—Si no…, ¿qué pasará?

—Se arrepentirá usted —y dio un latigazo sobre el diván, y las dos panteras saltaron como gatos.

—Espere usted, espere usted, no tenga usted prisa —le dije yo, y me levanté y me puse tranquilamente la chaqueta.

—¡Pronto!, ¡pronto! —gritó él, asombrado de mi súbita serenidad.

—¡Ah! ¿Pronto? Pues ahora le voy a decir a usted una cosa.

—¿Qué?

—Que no le voy a dar a usted nada.

—¿No? —Y levantó el látigo.

—No —le dije yo, y le pegué un puñetazo en la barba que lo tumbé al suelo, derribando una silla y la mesa.

Las dos panteras se escondieron en un rincón asustadas.

Antes de que el domador pudiera levantarse, abrí el cuarto, salí al patio y de aquí al camino. Crucé la aldea y fui andando hasta que se hizo de día. Estaba a poca distancia de Pau; llegué a esta ciudad, entré en una posada, me lavé, me puse mi traje de señor y metí el otro en el morral. Pregunté cómo podría salir para Bayona. Me indicaron el punto donde partían las diligencias, y me encaminé hacia él con el morral convertido en maleta.