IX

ÚLTIMA HAZAÑA EN LONDRES

UN día leí en un periódico el descubrimiento de una falsificación de billetes de Banco y la prisión de los falsificadores y encubridores, entre los cuales se encontraba mi amigo Percy Harrison. Will Tick no aparecía en la lista de los presos.

¿Sería extraño al asunto? ¿O se habría escabullido de las garras de la justicia con arte? Dada su habilidad y su maña, era cosa muy probable.

Unas semanas después iba yo muy envuelto en mi gabán raído, y más envuelto aún en una niebla espesa y rojiza, a casa de mi padre, cuando me encontré a Will Tick hablando con una mujer.

Me paró; le dije claramente que suponía que el instigador de la falsificación por la cual habían prendido a Percy era él; pero Will Tick me demostró, con argumentos, que no era cierta mi sospecha.

Sus razones mitigaron la cólera que sentía en contra suya, y hablamos largamente. Le dije que pensaba marcharme a España.

—¿Tienes dinero? —me preguntó.

—No.

—¿Sabes a quién le podríamos sacar unos cuartos?

—¿A quién?

—A mi padre.

—¿Cómo?

—Tu tío ha dejado en depósito cuarenta libras esterlinas en casa de mi padre para que le compre la biblioteca de un anticuario que ha muerto. Mi padre ha visto la biblioteca y siente tener la necesidad de comprarla para tu tío, porque en esa biblioteca hay algunos libros de valor; pero ha dado su palabra y no se puede volver atrás; perdería un buen parroquiano.

—Entonces no hay nada que hacer.

—Sí, hay mucho que hacer. Mi padre, al menor pretexto que tenga, devuelve con gusto las cuarenta libras esterlinas. Tú vienes conmigo a mi casa, le dices a mi padre que tu tío ha cambiado de parecer, y te entrega las cuarenta libras, que nos las repartiremos.

—No, no. Yo no hago eso.

—Lo haré yo por tu cuenta; pero es necesario que tú te presentes conmigo y recibas el dinero.

Vacilé, porque la cosa me parecía un poco dura, tratándose de un hombre que me había favorecido como mi tío Samuel; pero pensé también: «Si no aprovecho esta ocasión, ¿cuándo se me presentará otra? Hay que decidirse. ¡Adelante!»

Fuimos a casa de Tick, y Will habló a su padre.

El viejo falsificador escuchó largo tiempo sonriendo, moviendo la cabeza en ademán negativo, hasta que se decidió, y sacando de un cajón las cuarenta libras esterlinas me las puso en la mano. Will me empujó a la salida y me dijo:

—¡Venga mi parte!

Le di veinte libras; luego me pidió que le diera otras cinco por la comisión.

—No; no te doy una más.

—Bueno. Eres un roñoso. ¡Adiós!

Con el dinero en el bolsillo y el espíritu lleno de remordimientos un poco cómicos, me fui a los muelles y averigüé que, pocas horas después, al amanecer, salía un paquebote para Burdeos. Como temía la indignación de mi tío Samuel, a quien quizá ya no podría pedir nunca nada en la vida, le escribí una carta desde una taberna contándole la hazaña que habíamos realizado a sus expensas entre Will y yo. Le decía que obraba impulsado por una fuerza mayor. Después escribí otra carta a mi padre despidiéndome de él, y al rayar la mañana bajaba en el barco por el Támesis, camino del Continente.

—Veremos lo que nos reserva el destino —murmuré, mientras me acercaba a la borda, mareado y con la mano aplicada a la boca del estómago.