ELOGIO DE LA LITOGRAFÍA
LOS primeros trabajos litográficos que hicimos entre Percy y yo fueron vistas de pueblos, escenas pintorescas y retratos de personajes célebres. Will Tick vendió las estampas a buen precio, y al recibir el producto de las ventas, consideramos que un río de oro entraba en nuestros bolsillos.
Tras de estos tímidos ensayos, intenté yo la caricatura, y una de las mejores que hice fue a favor de los liberales españoles y en contra del rey Fernando VII. Esta caricatura me relacionó con algunos españoles, entre ellos con el hispano inglés Blanco-White, que acababa de publicar unas cartas sobre España, y que fue, probablemente, el que me sugirió la idea de venir a la Península.
Después de mi estampa antifernandina, hice otras varias, que se vendieron mal que bien. Pronto noté que faltaba a mis caricaturas personalidad y crueldad. No podía llegar a la sátira brutal y enconada de un Gilray, ni a dar a mis personajes el aire tan típicamente inglés de las estampas de Jorge Cruikshank.
—En la caricatura —me dijo Will Tick, que en esto, como en todo, discurría con mucha claridad— hay la cepa dulce y la cepa agria. Tú eres de la cepa dulce, y en Inglaterra, actualmente, eso no gusta.
Will Tick tenía razón.
Como vi que el mercado se cansaba pronto de mis estampas, intenté dar otro producto, y me dediqué al aguafuerte.
El aguafuerte es un arte, indudablemente, de más interés, de mayor individualidad que la litografía.
Tiene, además, un encanto para el que la cultiva, y es el encanto de las sorpresas. Estas sorpresas proceden de los efectos inesperados de la mordedura del ácido en la plancha, y también mucho de la estampación.
La litografía, en cambio, no tiene sorpresa alguna, y su estampación es más mecánica. Se puede decir que cada prueba de aguafuerte es casi tan única como un cuadro; en cambio, las pruebas litográficas son todas iguales.
El procedimiento del aguafuerte me gustó, por ser más personal, más complicado y, al mismo tiempo, más libre que el de la litografía.
En la litografía, vencida la dificultad de dibujar al revés, está todo resuelto; en tanto que se realiza el trabajo se puede seguir su progreso mirando la piedra directamente o en un espejo; en cambio, en el aguafuerte, mientras se raya la plancha de cobre, esta es un misterio. El grabador supone que una parte le ha salido bien, que la otra, mal; cree que esto es demasiado negro; aquello, por el contrario, demasiado blanco; mete la plancha en el ácido, saca después la prueba, y todas son para él sorpresas.
La litografía es más honrada; en ella no sale ni más ni menos que lo que se pone.
Mis entusiasmos por el aguafuerte me quitaron la afición a trabajar en la litografía. Me gustaba, sí, la estampa litográfica; pero más las de los otros que las mías. Prefería ser coleccionista de estampas que litógrafo.
Realmente, la litografía no es un gran arte, pero es un arte simpático dentro de su vulgaridad. Es algo como la canción de la calle, como la melodía popularizada por un organillo.
La fusión de la litografía con el costumbrismo y con la historia episódica de la época ha dado origen a una clase de estampas que son los mejores documentos de nuestro tiempo.
Se dirá que estas láminas nos dejan una impresión falsa de las cosas.
Cierto.
Alguno asegurará que el arte debe dar la sensación de la realidad con elementos artificiales y que la litografía hace todo lo contrario: dar una impresión de irrealidad con elementos verdaderos. ¿Qué importa? ¿Es que hay una realidad fuera de nosotros? Yo, lector de Kant y de Berkeley, no creo en más realidad que la de nuestro yo. Lo demás son disfraces de la Madre Naturaleza, aspectos de la Cosa en sí que no sabemos hasta qué punto existen, y si sus presentaciones ante nuestros sentidos son o no constantes.
Podrán otros despreciar la litografía como un arte industrial, vulgar e insignificante; para mí ha tenido y sigue teniendo grandes atractivos.
Estas vistas de pueblos, tan falsas en conjunto y tan exactas en los detalles; estas escenas campestres, tan poco campestres; estos españoles, tan poco españoles; estos griegos, tan poco griegos; estos ríos, estas cataratas, estos personajes, estas amazonas, que son la verdad convencional de un momento histórico, no hubieran podido representarse tan en armonía con el espíritu de la época como con el lápiz ligero, amable y un poco banal de la litografía.