LOS LIBROS DE MI TÍO
A pesar de ser hijo de viejo, mi padre contaba más de sesenta años cuando yo nací, soy hombre fuerte y de gran vigor.
Según Fitzhamer, el frenólogo, que nos cedía la mitad de su escaparate, donde exponíamos nuestros ejemplares disecados por veinte libras esterlinas al año, mis facultades más desarrolladas son la adquisividad, la habitabilidad y la religiosidad. La vida no ha destacado en mí estas condiciones pronosticadas por su frenologidad. Es posible que la culpa sea mía.
No sé a punto fijo cuáles son las condiciones íntimas de mi carácter, como no lo sabe nadie o casi nadie. La divisa délfica de conócete a ti mismo no ha fructificado en mí. Respecto a los orígenes de mis conocimientos, son el colegio, el taller de mi padre y la botica de mi tío. En el colegio adquirí rudimentos clásicos; llegué al latín y un poco al griego; en el taller de mi padre aprendí a disecar y algunas nociones de zoología, y en la botica de mi tío comencé el estudio de la química y de la botánica y abrí las obras de los grandes filósofos.
El tío Samuel se contaba entre los mejores bibliófilos de Londres. Reunía libros y colecciones de estampas con una gran perseverancia. Mientras estuve yo en la botica solía verle llegar todos los días con paquetes y rollos de papel.
Si se le hablaba del cliente que había venido por la triaca magna o por el aceite de escorpión, todavía en aquel tiempo se usaban estas cosas, escuchaba, al parecer, muy atentamente; pero la verdad era que no hacía caso.
Cuando abandonamos la botica él y yo, fuimos a vivir a una estrecha callejuela que comunicaba por un arco con la plaza llamada Lincoln’s-Inn-Fields. La casa era un edificio negro y alto, que tenía delante un jardinillo desolado. Difícil hubiera sido encontrar una vivienda que tuviera un aire más triste. El humo y la niebla habían dejado sus paredes negras, los cristales de las ventanas empañados. En el último piso tenía sus habitaciones mi tío. Estaban estas llenas de libros y de papeles.
Los libros constituían allí una vegetación parásita; asomaban por encima de los armarios, por debajo de las sillas y de las mesas.
Todos los días mi tío solía hacer compras, y yo le acompañaba. Íbamos a los baratillos, a las ferias, a las casas particulares. Mi tío tenía alquilados varios cuartos pequeños en distintos barrios de la ciudad, donde depositaba sus compras.
Yo, al ver estos rincones abarrotados de libros y papeles, le pregunté qué quería hacer con tanto libro y tanta estampa, si quería venderlos o regalarlos al Museo Británico; después, cuando comencé a tomarle gusto a la caza del libro y de la estampa, comprendí que la bibliofilia y la estampofilia, como todas las chifladuras humanas que amenizan la existencia, tienen su fin en sí mismas. Mi tío pasaba por coleccionista humilde, y si alguien le preguntaba si compraba libros, decía que no, que sus medios no se lo permitían.
Ciertamente no era mi tío un bibliófilo bastante rico e ilustre para pertenecer al Roxburg-Club de Londres; pero algunos de los individuos de esta Sociedad le conocían y le habían invitado más de una vez al banquete anual que celebraban en la taberna de Old-Saint-Albans, invitación que mi tío Samuel aceptaba, porque además de bibliófilo era un gastrónomo consumado.
A mi tío lo encontraba siempre en tratos y cabildeos con toda clase de libreros, anticuarios, traperos, comerciantes de papel viejo y encuadernadores. Uno de los hombres con quien tenía más negocios pendientes era un comerciante de papel llamado Tick, dueño de una tienda de White Hart Street, callejuela próxima a Drury Lane. Tick, hijo de un judío alemán y de una irlandesa, era un viejo alto, de barba cana, con los ojos azules y la expresión sonriente. En su tienda era difícil entrar, por lo estrecha y negra. En la muestra apenas día leerse:
De la tienda se pasaba a un pequeño patio atestado de papeles viejos.
Abraham Tick tenía un hijo de mi edad, William, muchacho fuerte y guapo, con los ojos negros, las cejas rubias y el pelo negro.
Según el frenólogo Fitzhamer, hay que desconfiar de las personas cuyos cabellos y cejas son de un color diferente. No sé si en todos los casos; pero, al menos, en aquel, Fitzhamer tenía razón.
William Tick, a quien todos llamábamos Will Tick, se hizo muy amigo mío; mejor dicho, yo me hice amigo suyo, porque al poco tiempo de conocerle estaba sometido a su influencia.