I

EL VIAJERO Y SU CANCIÓN

YO soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, sin saber por qué, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.

De día y de noche, con el sol de agosto y con el viento helado de diciembre, he seguido mi ruta, al azar: unas veces, asustado ante peligros quiméricos; otras, sereno ante realidades peligrosas.

Para entretener mi soledad he ido cantando, silbando, tarareando canciones alegres y tristes, según el humor y el reflejo del ambiente en mi espíritu.

A veces, al pasar por delante de una casa del camino, cantaba más alto, gritaba, quizá con jactancia, queriendo ser escuchado.

Alguna ventana se abrirá —pensaba— y aparecerá un rostro simpático y jovial.

No se abría ninguna ventana, no salía nadie; yo insistía cándidamente, y al insistir iban brotando de aquí y de allá caras torvas, miradas hostiles, gente en guardia, que apretaba el garrote entre las manos huesudas.

Quizá les he ofendido —discurría yo—. Esta gente no quiere nada conmigo, y seguía mi marcha, al azar, con la chaqueta al hombro, sin objeto, sin saber por qué, cantando, tarareando y silbando…

Durante mucho tiempo, esta soledad, el graznido de las lechuzas, el aullido de los lobos, me llenaban de angustia y de inquietud. Entonces intentaba acercarme a la ciudad; pero al querer entrar en ella me paraban en la puerta, y me ponían como condición, para pasar, el dejar a la entrada unos sueños gratos, más gratos que la vida misma.

No, no; prefiero volver al camino —murmuraba—; y seguía marchando con la chaqueta al hombro, al azar, sin objeto, sin saber por qué, cantando, silbando y tarareando, estremeciéndome con los rumores del campo, con el ruido del agua en el arroyo y el cantar agorero de las cornejas.

Después, poco a poco, me dejaron entrar en la ciudad sin condiciones; pero dentro de las calles me sentí ahogado, estrechado, sin poder respirar, y volví de nuevo al campo…

Hoy, algún camarada me dice:

«Descansa aquí. Por qué no vivir entre las gentes? Hay remansos tranquilos, hay rincones donde no se miran unos a otros con faz torva y amenazadora.»

Amigo —respondo yo—, yo soy un hombre de paso, algo que se mueve y no arraiga, una partícula de aire en el viento, una gota de agua en el mar. Ahora me sucede como al viajero que ha creído marchar a la casualidad por el fondo de los barrancos, y al llegar a una altura, al ver el camino recorrido, comprende que, a pesar de sus desviaciones y de sus curvas, llevaba instintivamente un plan.

Ahora, en el río confuso de las cosas que pasan eternamente, siempre cambiando y buscando su fórmula definitiva (el werden hegeliano), veo mi existencia como una cosa que ha sido y que ha llegado a su devenir.

Ahora, la soledad no me entristece, ni me asustan los murmullos misteriosos del campo, ni el graznido de las cornejas. Ahora conozco el árbol en que cantan los ruiseñores, y la estrella que lanza su mirada confidencial en la noche. Ya encuentro suaves las inclemencias del tiempo y admirables las horas silenciosas del crepúsculo, en que una columna de humo se levanta en el horizonte.

Y así, sigo, con la chaqueta al hombro, por este camino que yo no he elegido, cantando, silbando, tarareando.

Y cuando el Destino quiera interrumpirlo, que lo interrumpa; yo, aunque pudiera protestar, no protestaría…

Este preámbulo, que parece que quiere ser alegórico, puso J.H. Thompson a su Viaje sin objeto. Su única legitimación para estar aquí es que es tan sin objeto como todo el libro.