UNOS días después del rapto de la Clavariesa estábamos charlando en aquel espléndido mirador del castillo de Ondara, cuando Kitty, la coronela, me preguntó si había escrito alguna relación de mis aventuras desde que salí de Londres.
—Tengo varias notas —la dije—, pero dispersas y sin orden.
—¿Por qué no las ordena usted? —me preguntó ella.
—¿Con qué objeto?
—Para leérmelas a mí.
—Si usted lo desea, lo haré; pero le advierto que es muy probable que tenga usted un desencanto.
En mis andanzas no me han ocurrido grandes cosas.
—No importa. Cualquier relato, aderezado con un poco de imaginación, puede ser interesante.
—¡Ah!, ya lo creo; pero es que yo no tengo imaginación.
—Se quiere usted excusar, Thompson.
—No, no. Créame usted. Lo único que quiero es prepararle a usted para que no sufra un pequeño chasco.
—No lo sufriré. Esté usted tranquilo. Sus impresiones serán para mí siempre interesantes.
—¡Oh! ¡Bondad! —exclamé yo—. ¿Por qué no guardaría entre mis papeles unos parlamentos inéditos de Calderón, unos diálogos de Shakespeare, unas baladas de Burns o unas páginas desconocidas de Mozart para traérselas a usted?
—No tanta modestia, Thompson. Se quiere usted escabullir.
—No, señora. Cuando ordene mis papeles, aquí estoy.
—¿Da usted su palabra?
—Sí.
Me marché a la fonda de la Marina y comencé el arreglo de mis notas. No era fácil, ni mucho menos. A veces, yo mismo no sabía lo que había querido decir. Cuando concluí una parte de mi trabajo, con un gran paquete de papeles, fui a ver a mi amiga Kitty.
—El Viaje sin objeto —leí en la primera página, con la voz velada por la emoción.
—¿Lo llama usted así? —me preguntó ella.
—Sí; pero si lo encuentra usted mal, lo borro.
—No, no; me parece bien. ¿Le habrá dado usted este título significando que ha hecho usted ese viaje a la buena ventura?
—Sí; eso es. Hubiera sido, quizá, más exacto llamarle «Viaje sin objeto ni fin»; pero no he querido recalcar demasiado. ¿Sigo adelante?
—Sí; siga usted…
Realmente, este viaje sin objeto es posible que sea una tontería, porque está escrito sin pies ni cabeza, de una manera confusa y desordenada.
El señor Leguía, primer compilador de las Memorias de un hombre de acción, tuvo que suprimir del Viaje sin objeto una porción de digresiones: itinerarios de caminos, clasificaciones botánicas, recetas de cocina, reflexiones religiosas, y otras bagatelas que no venían a cuento.
Thompson tenía el vicio de expandirse, de dispersarse en el comentario; por otra parte, quería ser muy exacto. A la manera de Jorge Borrow, Ricardo Fox y otros viajeros ingleses, se propuso escribir un viaje con gran minuciosidad y lleno de detalles; pero como hombre perezoso, y olvidadizo, dejaba muchas de sus ideas en embrión, y únicamente expresaba en un título lo que hubiera querido hacer.
En la gran hojarasca de cuestiones sin tratar y de reflexiones inoportunas que apuntó Thompson, entró Leguía a saco, cortando y rajando.
Después de la poda de Leguía, el editor actual ha tenido que hacer nuevos cortes en el manuscrito, para dar al Viaje sin objeto cierta proporción de obra de arquitectura, o, por lo menos, de albañilería modesta.
Ciertamente, Thompson no era un académico, ni un clásico, y es posible que las tragedias de Racine le parecieran grandes monumentos de cartón piedra.
También hay que reconocer que Thompson no se mostraba siempre hombre serio y razonable, y que muchas veces parecía no comprender la diferencia entre lo trascendental y lo fútil.
Lo único que se puede decir en su descargo es que Thompson no aspiró nunca a terminar su Viaje sin objeto en el Parnaso, porque, de ser así, hubiera sido el suyo un viaje con objeto, y él creía que en el segmento de nuestra limitada vida nada tiene objeto ni fin.