«Málaga, julio de 1827.
Señor don Eugenio de Aviraneta.
En Veracruz.
Mi querido Capitán:
He recibido su carta con los informes comerciales que le pedí acerca de esa plaza. Muchas gracias por su diligencia y amabilidad. De nuestros amigos de Ondara no le puedo dar buenas noticias. El médico don Jesús, que está ahora aquí, me ha hablado de ellos.
El comandante don Santos, el que usted suponía, y con motivo, que era un agente del Ángel Exterminador, preparó un lazo contra nuestra amiga Kitty y Eguaguirre, e hizo que el coronel los sorprendiera en el mirador del castillo: a él, estrechando por la cintura a Kitty; a ella, con la cabeza apoyada en el hombro del teniente. La escena debió de ser terrible; al coronel, que ya estaba predispuesto a la apoplejía, le dio un ataque quedó baldado y paralítico.
Todo el mundo se enteró en Ondara de lo ocurrido, y el escándalo en el pueblo fue sonado. Figúrese usted la alegría de las gentes que se creen virtuosas porque van a la iglesia, al saber la deshonra efectiva de la coronela. Kitty ha estado cuidando a su marido. ¿Y sabe usted lo que ha hecho Eguaguirre? Ha pedido el traslado y se ha marchado a Barcelona, donde anda de garito en garito. Tras de la muerte del coronel, Kitty, sola, abandonada, influida por los curas de Ondara, ha entrado en el convento de Monsant.
Este Eguaguirre, que siempre me fue odioso por su egoísmo y por su brutalidad, ha deshonrado, ha abandonado a nuestra pobre Kitty, tan ingenua, tan cariñosa, tan buena.
¿Se marchitará en la soledad, en ese suicidio lento del claustro, esta mujer tan digna de ser feliz? Yo espero que no.
Es de usted muy amigo,
J.H. Thompson.»
* * *
«Ondara, diciembre de 1827.
Señor don Eugenio de Aviraneta.
En Nueva Orleáns.
Querido Capitán:
Le escribo a usted desde este pueblo, que tiene para mí profundos recuerdos desde la época en que fundamos la Sociedad de Raptos y Empresas Peligrosas Reunidas.
En el tiempo que he estado aquí me han contado muchas cosas, y todas tristes. Kitty me dicen que se encuentra enferma en el convento de Monsant; parece que está dando pruebas de santidad. No se la puede visitar.
La pareja Clavariesa-Urbina vive en Valencia, y no son tampoco muy felices. La Clavariesa domina a su marido; le trae, le lleva, le reprocha que es pobre. Las observaciones acerca de la teoría analítica de las probabilidades de Laplace, de mi pobre amigo, se van a quedar en el tintero. De las dos parejas que tanto nos interesaban en Ondara: Kitty-Eguaguirre y Clavariesa-Urbina, las dos han terminado mal; en las dos ha caído lo mejor, lo más bueno.
Como dice el refrán español: “Siempre se quiebra la cuerda por lo más delgado”. ¿Conoce usted las Afinidades electivas, de Goethe? Formulo la pregunta tontamente. Ya sé que no quiere usted nada con el astro de Weimar.
¿Sabe usted que he visto al Farestac y me ha preguntado por usted? Tiene un recuerdo de nosotros extraordinario. Me ha dicho que si estuviera usted cerca iría a reunirse con usted. Sigue tan salvaje como antes.
La verdad es que cuando vive uno en un mundo tan bestial como el nuestro dan ganas de marcharse a una isla como la del Farallón y no tener más amigos que los delfines y los atunes.
A pesar de estos lamentos pasajeros, ya sabe usted que soy un optimista rival del doctor Pangloss, y que pienso persistir en mi optimismo.
Su amigo cariñoso,
J.H. Thompson.»
* * *
«Ondara, mayo de 1831.
Señor don Eugenio de Aviraneta.
En Bayona.
Mi querido Capitán:
Siento mucho que no pueda usted entrar en España todavía, y que tenga usted que estar constantemente detenido ahí. Hoy he cumplido mi piadosa misión de visitar la tumba de Kitty. He ido al convento de Monsant; he hablado con la superiora, una vieja escuálida y apergaminada, a quien he dicho ser hermano de Kitty, y la he pedido permiso para adornar con flores el trozo de tierra donde está enterrada nuestra amiga.
Al entrar en aquel cementerio abandonado, al ver el mar azul y el islote del Farallón, que brota de las aguas; al llegar al pie de la tumba donde duerme eternamente nuestra pobre Kitty, he llorado como un niño.
Me perseguía el sacristán, y, para quedarme solo, he salido del camposanto y, en aquel talud que baja a la cala del Infern, me he sentado sobre una piedra a entregarme a mis pensamientos.
De todos mis recuerdos relacionados con Ondara, el más fuerte en aquel momento era el de una tarde en que estuvimos usted y yo en el mirador del castillo. Hacía calor. Usted hablaba con Eguaguirre; Kitty, conmigo; ustedes discutían de política; nosotros charlábamos acerca de nuestras preferencias poéticas.
Kitty recitó entonces la canción de Mignon, de Goethe, que tanto le gustaba:
¿Conoces tú el país donde maduran los limoneros
y en el follaje sombrío brilla la naranja de oro?
Tal sentimiento puso en su canción, que, al terminarla, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Se emociona usted mucho —le dije.
—Sí. Esta canción, en la que no se habla de nada triste —me contestó—, me parece impregnada de la idea de la muerte, del acabamiento. Al recordarla pienso dónde estaré enterrada cuando muera.
—¿Y en dónde quisiera usted estar enterrada? —dije yo, echando la pregunta a broma.
—Ahí, en Monsant —me contestó—, al lado del mar, en una tierra inundada de sol.
Ya lo está. ¡Dolor! ¡Dolor de morir! ¡Dolor de vivir!
Al volver a Ondara me he sentado en una piedra, en la Volta del Rosignol, y he tratado de llevar el orden y el reposo a mi pobre cabeza perturbada.
No lo he podido conseguir.
¿Conoces tú el país donde maduran los limoneros
y en el follaje sombrío brilla la naranja de oro?
¿Conoces tú la montaña y su sendero brumoso?
Estos recuerdos de la canción de Mignon han ido sumiéndome, durante largo rato, en ideaciones vagas, informes, de una desoladora tristeza, en deseos de languidez y de muerte.
He seguido como un autómata el camino, hasta llegar a Alba, y me he parado a descansar a la sombra de un pequeño cementerio, algo retirado de la carretera, sobre un altozano árido y pedregoso.
He mirado hacia dentro. En el camposanto, abandonado, las ortigas, las cicutas, las digitales y las zarzas crecían con una fuerza salvaje. Ni una lápida, ni una corona había resistido el impulso avasallador de la flora parásita, bien abonada con los detritos humanos; sólo algunas cruces de madera podrida se levantaban entre la masa espesa de los hierbajos; un pájaro de pecho rojo y cola larga saltaba sobre una de estas cruces y piaba dulcemente…
Al oírle, me he acordado de otra mañana suave, brumosa, del País Vasco, en que estuve oyendo los gorjeos de un ruiseñor.
Era cerca de Hasparren, un pueblo vascofrancés. Había estado más de una hora, y hubiera estado la vida entera, como los encantados de las historias infantiles, oyendo al ruiseñor, cuando las campanas de la iglesia comenzaron a tocar, y el mágico cantor huyó. Entonces entré en el pueblo a buscar una posada, y al mirar a la iglesia con cierto odio, porque sus campanas habían interrumpido la serenata del ruiseñor, vi en la torre escrita esta sentencia: Ut fugitur umbra sic vita (Como huye la sombra, así es la vida).
Aquel terrible apotegma me hizo el efecto de un golpe de maza.
Hoy se me ha venido a la imaginación contemplando el cementerio abandonado de Alba, y al pájaro, que cantaba sobre un trozo de madera podrida. Luego, esta sentencia se ha convertido en un pesado estribillo de mi cerebro. Y en el pueblo, y después en el barco, antes de llegar y después de llegar a Ondara, mi espíritu no tenía más que el mismo comentario para lo que iba viendo y para lo que iba oyendo: Ut fugitur umbra sic vita (La vida huye como una sombra).
¡Adiós, amigo mío!
J.H. Thompson.»