XV

EL RAPTO

INMEDIATAMENTE que llegaron a Ondara el Capitán y Thompson fueron a ver a Urbina. Este les mostró una carta de la Clavariesa en la que se mostraba anhelante por dejar el convento y dispuesta a escaparse.

—Bueno —dijo el Capitán—; puede usted escribir a su novia que pasado mañana, a las siete de la tarde, el sábado, irá usted por ella. Dígale usted que a esa hora en punto esté delante de la puerta del jardín del convento que da al cementerio. Allí la esperaremos nosotros y la llamaremos. La lengüeta de la puerta estará cortada. Que abra el cerrojo y entre en el cementerio, y caerá en los brazos de su adorador.

Urbina escribió la carta con estas instrucciones, la mandó con una paloma desde el castillo, y para la tarde tenía la contestación.

La muchacha estaba con ansiedad esperando el momento de la fuga; se colocaría a la hora de la cita delante de la puerta del jardín que daba al cementerio y, al oír que la llamaban, descorrería el cerrojo y pasaría.

—Esta noche saldremos a nuestra expedición —dijo el Capitán—. ¿Ha pedido usted su licencia?

—Sí; Kitty se encarga de facilitármela. —Después del rapto, ¿volveremos a Ondara?

—¿A usted qué le parece? —preguntó Urbina.

—Yo, como usted, si tuviéramos buen tiempo y buena mar, seguiría hasta donde se pudiera.

—Y usted, Capitán, ¿qué piensa hacer?

—A mí no me importa dejar esto.

—¿Y Thompson?

—Thompson, si quiere, se puede quedar aquí. Pasaremos por delante de Ondara: hay que traer el bote; en él puede volver.

El viernes por la tarde, Thompson y el Capitán mandaron llevar al falucho todos los útiles necesarios para la expedición, y el Capitán añadió su equipaje.

Salieron a media noche remolcando una lancha plana; hacía poco viento y tardaron dos horas largas en llegar a la ensenada de Monsant; a la luz de las estrellas se acercaron al islote del Farallón, ataron la Sargantana, dejaron al Rabec con el Dragó de guardia en el peñasco solitario, y con la lancha se acercaron a la cala del Infern.

El Capitán y Thompson subieron a lo alto del acantilado, saltaron la tapia del cementerio y comenzaron a serrar la lengüeta de la cerradura de la puerta que daba al jardín de las monjas. Para el amanecer habían concluido su trabajo. De miedo que la puerta chirriase al abrirla, untaron sus goznes con aceite.

—La Sociedad de Raptos y de Empresas peligrosas reunidas es una sociedad prudente —dijo el Capitán—; el dinero de los asegurados puede estar tranquilo.

—¿Qué capital social tenemos? —preguntó Thompson alegremente.

—El que se robe. No nos queremos distinguir de las demás sociedades.

La puertecilla del cementerio que daba hacia el mar estaba podrida, y de un empujón quedó abierta.

—¿Hay que hacer algo más? —preguntó Thompson.

—Nada, esperar.

Terminados estos preparativos, Thompson y el Capitán se acercaron gateando al borde de la cala del Infern y se tendieron en la hierba.

—Creo que voy a pascar un magnífico reuma —dijo el Capitán al echarse en el suelo.

—En cambio verá usted un amanecer espléndido —replicó Thompson.

—¿Usted cree que compensa una cosa la otra? —Hombre, según la importancia que se le dé al reuma.

—Y según la importancia que se dé a la contemplación del amanecer.

Comenzaba la hora tímida e indecisa de la mañana. Thompson, que era hombre de cierta cultura clásica, recordó los celebérrimos y conocidos dedos de rosa de la Aurora y habló de Faetonte y de Tithon.

—Ahora es la Aurora una muchacha púdica —dijo—, como una niña que va a la primera comunión. No se atreve a mirarnos, lleva la cabellera recogida y el cuerpo cubierto por su túnica blanca; dentro de poco será como una bacante rubia que nos envolverá con sus cabellos inflamados y hará arder la tierra en rubíes y el mar en perlas y en diamantes.

—Así la quiero yo: enérgica, antirreumática.

—Destruye usted la poesía de las cosas, Capitán, con esos recuerdos de tisanas y franelas.

—Es que yo soy un hombre antipoético por excelencia.

—No lo creo así.

El Capitán se entretuvo entonces en desarrollar ante su amigo Thompson el funcionamiento de la Sociedad de Raptos y Empresas Peligrosas Reunidas, que había ideado.

—¿Sabe usted lo que estoy pensando al oírle? —dijo Thompson con seriedad.

—¿Qué? —preguntó el Capitán.

—Que tan fantástica es esa Sociedad como nuestros actos. Es usted una sombra que está creando otra sombra.

—¡Bah! Literatura, amigo Thompson. ¡Sueños!

—Toda la vida es sueño, Capitán. Si en otro tiempo se hubieran escrito nuestras aventuras, los eruditos de hoy supondrían que no tenían realidad.

—No sé por qué.

—Lo supondrían. Y no crea usted que yo lo supongo igualmente. No. Yo creo que somos hombres de carne y hueso —repuso Thompson.

—Yo también —dijo el Capitán—. Más hueso que carne; pero, en fin, hay algo de carne.

—Eso lo dirá usted pensando en sí mismo, no en mí.

—Sí, me había olvidado de su opulencia, Thompson. Siga usted con su argumento.

—Decía, que siendo nosotros hombres de carne y hueso ¡con qué facilidad se nos convertiría en símbolos de un viejo mito!

—No veo la facilidad.

—Yo, sí. Figúrese usted los indicios que tendría el comentarista al leer nuestra historia, para creer en un mito y en un mito solar: primeramente, estamos en el solsticio del año; fíjese usted bien: ¡el solsticio del año!; segundo, vamos a robar a una dama. Esta dama, la Clavariesa, es una belleza, una gran belleza; por tanto, una encarnación de Isis, del Sol, de Venus, del Amor; el convento es la Noche, en que está guardada la Luz; Urbina es Marte, enamorado de Venus…

—Un Marte muy tímido —dijo el Capitán.

—El sacristán del convento es Vulcano. Usted ha dicho que es cojo.

—Y lo repito.

—El Farestac es la naturaleza salvaje, que se pone a favor de los enamorados.

—¿La Sargantana?

—La fuerza del mar.

—¿Y yo?

—Usted será, probablemente, una encarnación de Mercurio, dios de los comerciantes y de los ladrones, lleno de recursos para todo.

—¡Gracias!

—Pascualet y yo seríamos espíritus auxiliares de poca importancia.

—¿Y Roque?

—Roque, la fidelidad, que en vez de vestir de blanco y llevar una llave y un perro, va vulgarmente de asistente en la vida de los fenómenos.

—No falta más que el Rabec —dijo el Capitán.

—El Rabec es un servidor del Cerbero, del Dragó, de ese perro de aguas que nos parece insignificante y que el comentarista daría proporciones de dios infernal. Respecto a esta cala que se encuentra a nuestros pies, unos dirían que era la caverna de Ténare, con sus fauces abiertas, por donde bajaron Hércules y Orfeo a los infiernos, según Virgilio; otros que el antro de la serpiente Python; pero el comentarista filósofo y racionalista comprendería que esta cueva simbolizaba la humedad y la lobreguez de la tierra cuando no ha sido acariciada aún por los rayos del sol. Ahí tiene usted una pequeña trama mitológica, en donde aparecen Venus, Marte, Mercurio, Vulcano, con acompañamiento de fuerzas de mar y tierra. Vea usted, Capitán, cómo nuestros cuerpos mortales pueden tomar las apariencias de un símbolo.

—Descendamos, amigo Thompson, a las realidades de la vida —dijo el Capitán—, porque esta bacante rubia de la Aurora empieza ya a molestar un poco.

—Descendamos a la cala del Infern —repuso Thompson…

El Mediterráneo se extendía verde, cerca de la costa; más lejos, azul intenso. El viento era vivo, y las olas, al romperse, llenaban con la espuma de un rebaño de corderos blancos la superficie del mar.

El Capitán y Thompson volvieron al interior de la cala y ayudaron al Farestac, a Roque y a Pascualet en el trabajo de dejar la bajada más fácil.

Urbina estaba en el colmo del asombro al verse metido en aquel rincón fantástico.

Almorzaron y comieron allá, y al caer de la tarde comenzaron los últimos preparativos. Se hizo que Urbina subiera y bajara desde lo alto del acantilado hasta el mar, para que se acostumbrara.

Urbina y el Capitán se colocaron en el cementerio. Thompson estaría en el Pas de la Rabosa con una antorcha, que encendería al ver llegar a la Clavariesa; Roque y el Farestac, en las cuestas resbaladizas, y Pascualet, al cuidado de la lancha.

A las siete menos cuarto, el Capitán y Urbina salieron de la cala gateando para que nadie les viera, y corriendo por el borde del acantilado entraron en el cementerio.

Urbina tenía un aspecto encogido y avergonzado.

—Amigo Urbina —le dijo el Capitán—, hay que adoptar una postura gallarda. La naturalidad y el encogimiento modesto no se han hecho para los héroes. Recuerde usted a Napoleón, que tomaba lecciones de prestancia de Talma.

Urbina sonrió.

Cruzaron los dos el cementerio y se acercaron a la puerta que daba al jardín de las monjas. Miraron por una rendija.

—Se acerca ella —dijo Urbina de pronto, con el corazón palpitante.

—Háblela usted —murmuró el Capitán.

—Cuando venga.

—Ande usted. No vaya a creer que no hay nadie.

—¿Estás ahí? —preguntó Urbina con voz ahogada.

—Aquí estoy.

—Pregúntele usted si no la observan.

—¿Hay alguna monja en el huerto?

—Ahora sí. Espera un instante.

Esperaron unos minutos.

—Ya no hay nadie. ¿Abro?

—Sí.

La Clavariesa descorrió el cerrojo y empujó la puerta, cuyos viejos y enmohecidos goznes chirriaron, y la muchacha pasó al cementerio. La Clavariesa dio la mano a Urbina, que no se atrevió a besarla.

El Capitán sujetó la puerta con una tranca.

—¡Adelante! —dijo—. Ya sabe usted el camino. La Clavariesa y Urbina salieron del cementerio.

El Capitán miró por el resquicio de la puerta. No aparecía nadie en el jardín del convento. Cerciorado de la tranquilidad que había, corrió por el cementerio, se deslizó a gatas por el talud y entró en la cala del Infern.

—La Sociedad de Raptos y Empresas Peligrosas Reunidas es una sociedad prudente —dijo en voz alta—, y el dinero de los asegurados se halla en buenas manos.

—¿Estamos ya? —preguntó Thompson.

—Sí.

El inglés encendió su antorcha.

La Clavariesa, muy dueña de sí misma, comenzó a bajar la senda y cruzó el Pas de la Rabosa riendo. Urbina, con la emoción y el vértigo, vacilaba y tuvo el Capitán que sostenerle.

—¡Animo! —le dijo este—; un momento de esfuerzo. Hay que dominar los nervios rebeldes. No vaya usted a estropearnos los dividendos de la Sociedad.

Urbina se rehizo y siguió bajando el sendero hasta el mar. Afortunadamente para él, estaba oscuro y su novia no pudo notar su turbación.

Al llegar al bote se dejó sitio a Urbina y a la Clavariesa en la popa, y los demás quedaron reunidos a proa.

—¿Qué, no salimos? —preguntó la muchacha alegremente.

—Esperamos a que sea de noche completa para que no nos vean.

Serían las nueve cuando la lancha se deslizó por la hendidura de piedra de la cala del Infern y se dirigió al islote del Farallón.

Urbina había consultado con su novia si volver a Ondara o seguir adelante, y esta fue partidaria de seguir adelante.

Entraron todos en la Sargantana y ataron el bote a popa.

Hacía viento, y las olas venían erizadas de espuma. La gran vela latina del barco se extendió en el aire y blanqueó pálidamente en la oscuridad; después se largó el foque. La Sargantana se acercó a una milla de Ondara.

Se veía en el ambiente de la noche estrellada la vaga silueta del castillo y algunas luces que brillaban aquí y allá en el pueblo.

—Bueno, Roque y yo nos vamos en la lancha —dijo Thompson.

Thompson abrazó al Capitán y a Urbina, y estrechó la mano de la Clavariesa; Roque se despidió emocionado del teniente y bajó al bote. La barca estuvo un momento inmóvil; Thompson y el soldado comenzaron a remar. Cuando volvieron la cabeza hacia atrás, la Sargantana había desaparecido…

A la hora en que la luz de la mañana comienza a filtrarse por entre las nubes; a la hora en que palidece Venus y lanza sus últimos destellos Sirio; a la hora en que las brumas se evaporan y aparece el mar azul con sus meandros de espuma, bajo la gran claridad gloriosa del sol; a la hora en que se abren las puertas del día y Faetonte galopa arrastrando el carro de la Aurora por el incendio del cielo, comenzaron a tocar a rebato las campanas de Monsant.

Algo grave ocurría a las buenas hermanas para producir tanta alarma.

Las gaviotas que hacían su primer viaje de exploración por entre las rocas, quedaron sorprendidas de este campaneo insólito; las palomas que revoloteaban alrededor del convento se alejaron en son de protesta; las golondrinas y los vencejos chillaron más; el mismo islote del Farallón pareció asomar su lomo puntiagudo como un delfín sobre las aguas, preguntándose la causa de este alboroto.

Poco después, desde lejos, se vio entrar en el cementerio unas siluetas negras, las de varias monjas, dirigidas por la superiora de la comunidad. Fueron de aquí para allá mirándolo todo; luego se acercaron a la cala del Infern y huyeron de ella rápidamente, haciéndose cruces…

Y, mientras tanto, las campanas de Monsant seguían tocando a rebato desesperadamente…